El Sufrimiento que Produce Confianza en Dios

¡Estamos aquí de paso, nuestro destino es más glorioso: es Jesús, de quien está saturado el cielo eternamente!
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Lucas, el médico e historiador bíblico, escribió bajo inspiración del Espíritu Santo acerca de un hombre al que Dios tuvo que sacudir primero, para luego concederle el privilegio de engendrar un hijo en su vejez. Y no cualquier hijo de Israel, sino uno que sería llamado Juan, el precursor del Salvador, el que prepararía el camino para la gloriosa irrupción del Hijo de Dios en el mundo para salvación y vida. Dios quiso así cubrir de gloria el entorno de la encarnación de Su Hijo. Zacarías era un anciano, y su esposa Elisabet era estéril. Él ejercía el sacerdocio en el Templo y le llegó el momento en que, por única vez en su vida, ofrecería incienso al interior del Santuario. Mientras afuera todos oraban, la oración de Zacarías adentro representaba las plegarias de ellos. Entonces, luego de un silencio de cientos de años, Dios envió al ángel Gabriel a hablarle a este hombre en Su nombre.

“No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y lo llamarás Juan.  Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán por su nacimiento.  Porque él será grande delante del Señor; no beberá ni vino ni licor, y será lleno del Espíritu Santo aun desde el vientre de su madre.  Y él hará volver a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios. E irá delante de El en el espíritu y poder de Elías para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los desobedientes a la actitud de los justos, a fin de preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto. Entonces Zacarías dijo al ángel: ¿Cómo podré saber esto? Porque yo soy anciano y mi mujer es de edad avanzada.  Respondiendo el ángel, le dijo: Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte estas buenas nuevas.  Y he aquí, te quedarás mudo, y no podrás hablar hasta el día en que todo esto acontezca, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su debido tiempo” (Lucas 1:13-20).

¡Mudo! ¿Era necesario quitarle el habla? Parecería normal que un anciano, casado con una mujer estéril, se preguntara cómo podría suceder esto. Hubo un tiempo en que habría sido normal pensar en concebir un hijo. ¿Pero ahora? ¿Antes de esto Zacarías un hombre incrédulo, que se resistía a la fe y a la obediencia? Parece que no:

“Ambos eran justos delante de Dios, y se conducían intachablemente en todos los mandamientos y preceptos del Señor” (Lucas 1:6).

Con todo derecho, Dios quiso mostrar a Zacarías que su propia justicia, su obediencia a los mandamientos, no era aceptable ante Sus ojos, pues –como ocurre con todo hombre- aún había pecado en él. Por irreprensible que fuera, al no creer a las palabras del ángel, Zacarías mostró que había perdido toda esperanza, que no confiaba en el poder de Dios, que obedecía por costumbre, sin verdadera confianza. Hasta que…

Cuando a Elisabet se le cumplió el tiempo de su alumbramiento, dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron que el Señor había demostrado su gran misericordia hacia ella; y se regocijaban con ella. Y al octavo día vinieron para circuncidar al niño, y lo iban a llamar Zacarías según el nombre de su padre. Pero la madre respondió, y dijo: No, sino que se llamará Juan. Y le dijeron: No hay nadie en tu familia que tenga ese nombre. Entonces preguntaban por señas al padre, cómo lo quería llamar. Y él pidió una tablilla y escribió lo siguiente: Su nombre es Juan. Y todos se maravillaron. Al instante le fue abierta su boca y suelta su lengua, y comenzó a hablar dando alabanza a Dios” (Lucas 1:57-64).

El sufrimiento terminó, su lengua fue soltada. El mudo habló. Y ni sus primeras palabras, ni las que le siguieron, llevaban queja o reclamos, incredulidad o desconfianza. De la boca de Zacarías brotó gratitud y renovada confianza. Él bendijo a Dios, y es seguro que lo hizo recordando las Escrituras y trayendo a la memoria la promesa del Mesías prometido que muy pronto vendría a este mundo y al cual su hijo Juan prepararía el camino. “Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo; porque irás delante del Señor para preparar sus caminos; para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación por el perdón de sus pecados”, declaró Zacarías (Lucas 1:76-77). He aquí el hombre lleno del Espíritu Santo abriendo su boca y profetizando que el Hijo de Dios vendría para pagar el castigo de sus pecados. Aquel irreprensible, entendió que necesitaba un Salvador, y que su hijo por nacer, tendría la incomparable y honrosa tarea de abrir la brecha para su advenimiento. Dios preparó así a Zacarías para recordar, durante nueve meses de silencio absoluto, que las promesas de Dios no sólo deben ser leídas y aprendidas, sino creídas y sostenidas con toda confianza en nuestros corazones. ¡Cuánto necesitamos todos hacer esto mismo! Dios cumplirá su propósito de salvación. Él prometió darnos un destino glorioso: no en este mundo, no aquí y ahora, sino en su reino celestial y por la eternidad. Zacarías sabía que pronto vendría el Cristo. Nosotros sabemos también que pronto vendrá otra vez. No leamos esa promesa con indiferencia o con frialdad. ¡Que esta gloriosa verdad resuene como el rugido del león que avizora a su presa y anticipa el regocijo y el deleite! ¡Estamos aquí de paso, nuestro destino es más glorioso: es Jesús, de quien está saturado el cielo eternamente! Por tanto, no dejemos que el pensamiento del mundo nos dirija como ocurrió al principio con Zacarías. Si así sucediere, es posible que Dios nos sacuda de alguna manera, como hizo con este hombre, para poner nuestros ojos en lo alto, en el cielo, de donde esperamos al Salvador (Hechos 1:11).

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