Quizás conocemos a alguien que está expuesto al evangelio, pero no estamos seguros de que quiera responder en arrepentimiento. Quizás estamos orando hace tiempo por una persona, pero no sabemos si ya tiene deseos de venir a Cristo. Quizás estamos en medio de muchas personas sin el evangelio y sabemos que Dios nos tiene allí para llevarles el mensaje de salvación, pero no hay certeza sobre el fruto de nuestro testimonio.
En todos estos casos, ¿cómo sabemos que Dios ha obrado en un alma para su salvación? ¿Acaso hay señales que nos indiquen que un incrédulo ha venido a los pies de Cristo? En este breve artículo, meditaremos en algunas señales que evidencian que el Espíritu Santo ha regenerado a una persona.
Tres advertencias
Pero, antes de hablar de estas señales, quisiera dar tres advertencias importantes que nos guardarán de llegar demasiado rápido a conclusiones incorrectas. A veces tenemos la tendencia de poner la obra sobrenatural de Dios en una simple lista de chequeo, como si cumpliendo algunos requisitos pudiéramos discernir la salvación de una persona. Creo que estas tres verdades de las Escrituras nos guardarán del error:
- El ser humano tiene un estado caído. Todos somos pecadores; estamos bajo la esclavitud del pecado. Nuestros corazones son duros como “diamante” (Zac 7:12) y fríos como “piedra” (Ez 36:26). Pablo les dijo a los efesios que “estaban muertos en sus delitos y pecados” (Ef 2:1); somos tan capaces de vivir en santidad como un muerto es capaz de caminar. Insensibles ante una relación con Dios e incapaces de buscarlo (Ro 3:11), vivimos extraños a la belleza de Su Hijo y somos enemigos de lo santo. Nuestro pecado decadente ha producido la ira justa de Dios (Ro 1:18).
Recordar esto nos guarda de la tentación de pensar que todos los humanos son hijos de Dios y que les espera un buen descanso eterno cuando sus vidas terminen. Sin el arrepentimiento que viene a través del Espíritu, es imposible que alguien se salve; sin Cristo, todos estamos en una enemistad irremediable con Dios.
- La religiosidad del ser humano no puede salvarle. Al escuchar la terrible noticia de nuestra perdición, nuestro instinto natural es buscar salvación a través de nuestras acciones. Los fariseos en tiempos de Jesús son ejemplo de esto: daban “limosna… en las sinagogas y en las calles” (Mt 6:2), les gustaba “ponerse en pie y orar en las sinagogas y en las esquinas de las calles” (Mt 6:5) y descuidaban “sus rostros para mostrar a los hombres que [estaban] ayunando” (Mt 6:16). Sin embargo, el apóstol Pablo dejó claro en Romanos 2 que aún los más moralistas y legalistas no alcanzarán salvación a través de sus acciones, pues no aman a Dios; sus obras solo son externas, pero no hay una transformación del corazón (Ro 2:28-29).
Recordar esto nos guarda de asociar la salvación a un simple cambio de conducta; incluso los incrédulos pueden conducirse correctamente en el mundo y a veces mejor que los cristianos, pero eso no es una muestra real de una nueva naturaleza.
- Nadie puede comprender completamente la obra divina. Quizás podamos predecir y evaluar las acciones de los seres humanos, pero no funciona igual con Dios. Jesús dijo: “El viento sopla por donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn 3:8). Sabemos que una persona nace de nuevo por la obra del Espíritu (Ez 37:9), la cual le otorga una nueva naturaleza (2Co 5:17) y le permite tener fe en la Palabra de Dios (Ro 10:17). Sin embargo, lo que ocurre en el corazón de un ser espiritual es un misterio; la persona viene a ser como el viento, cuyo obrar es incomprensible para los sentidos humanos.
Recordar la naturaleza misteriosa de la regeneración nos guarda de pretender entender completamente la obra del Espíritu. Jesús dijo: “Por sus frutos los conocerán” (Mt 7:16). Justamente, lo único que podemos discernir a plenitud son los frutos, pero es imposible entrar en el corazón de una persona para saber qué tan real es la obra de salvación que hay en ella.
Hago estas advertencias porque es posible que una persona escuche el mensaje de salvación y sea influenciado en su conducta por la exposición a la Biblia y, aún así, no experimente una verdadera conversión. El libro de Hebreos habla claramente sobre aquellos que rechazan el arrepentimiento y siguen pecando deliberadamente aún después de conocer la verdad:
- Porque en el caso de los que fueron una vez iluminados, que probaron del don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que gustaron la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, pero después cayeron, es imposible renovarlos otra vez para arrepentimiento, puesto que de nuevo crucifican para sí mismos al Hijo de Dios y lo exponen a la ignominia pública (Heb 6:4-6).
- Porque si continuamos pecando deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino cierta horrenda expectación de juicio, y la furia de un fuego que ha de consumir a los adversarios (Heb 10:26-27).
Pero, habiendo hecho estas tres advertencias, revisemos ahora algunas de las señales bíblicas de la salvación.
¿Cómo discernir la salvación de una persona?
Aunque probablemente no sean las únicas, creo que hay al menos siete señales que indican que una persona realmente ha venido a Cristo para salvación. Veamos brevemente cómo cada una de ellas está en la Escritura. Además, ya que leer las confesiones históricas es de mucho valor para nuestra fe y nos da seguridad de que no somos los primeros en revisar estas verdades, añadiré en cada una de estas señales lo que dijeron nuestros hermanos al respecto en la Confesión de Westminster.
- Temor reverente ante Dios
La persona comienza a temblar ante Dios al contemplar Su santidad de una manera que nunca había experimentado antes. Experimenta algo similar a lo que habla Isaías al estar frente al trono de Dios y clamar “¡Ay de mí!” (Is 6:5). Al respecto, Westminster afirma: “Mediante esta fe el cristiano cree que es verdadero todo lo que está revelado en la Palabra… produciendo obediencia a sus mandamientos, temblor ante sus amenazas” (Capítulo 14, artículo 2).
- Consciencia de su condenación
La persona se llena de terror y desesperanza, sabiendo que está en camino al infierno, lo que la lleva a buscar con urgencia la salvación. Vemos este sentir en el corazón de aquellos que escucharon el sermón de Pedro: “Al oír esto, conmovidos profundamente, dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ‘Hermanos, ¿qué haremos?’” (Hch 2:37). Al respecto, Westminster afirma: “El pecador, movido… por la visión y sentimiento del peligro… se entristece a causa de sus pecados” (Capítulo 15, artículo 2).
- Reconocimiento y odio al pecado
Muy conectado con el punto anterior, la persona empieza a ver la fealdad de su pecado y lo odia, reconociendo que ha deshonrado a Dios y merece Su justo juicio. Su clamor es similar al del rey David, quien confesó su maldad en uno de sus salmos así:
Porque yo reconozco mis transgresiones,
Y mi pecado está siempre delante de mí.
Contra Ti, contra Ti solo he pecado,
Y he hecho lo malo delante de Tus ojos,
De manera que eres justo cuando hablas,
Y sin reproche cuando juzgas (Sal 51:3-4).
Bien dice Westminster: “El pecador, movido no solo por la visión y sentimiento del peligro, sino también por la inmundicia y odiosidad de sus pecados… se entristece a causa de sus pecados y los aborrece de tal modo que renuncia a todos ellos y se vuelve hacia Dios” (Capítulo 15, artículo 2).
- Fe en la Escritura como Palabra de Dios
La persona cree firmemente que la Biblia es la Palabra de Dios: infalible, suficiente y reveladora de la verdad. Acepta su mensaje salvador, confía en sus promesas y teme sus advertencias. El apóstol Pablo, al hablar de la conversión de los tesalonicenses, se refiere a la Palabra como la demostración de su fe: “…cuando recibieron la palabra de Dios que oyeron de nosotros, la aceptaron no como la palabra de hombres, sino como lo que realmente es, la Palabra de Dios, la cual también hace su obra en ustedes los que creen” (1Ts 2:13). También Westminster dice: “Mediante esta fe el cristiano cree que es verdadero todo lo que está revelado en la Palabra, por la autoridad de Dios mismo que habla en ella” (Capítulo 14, artículo 2).
- Rechazo de los ídolos del corazón
La persona se despoja de los ídolos que antes ocupaban su vida y abraza a Dios como su verdadero Señor y mayor bien. Claro, siempre habrá lucha, pero es claro que Dios ha tomado el trono en su corazón. Nuevamente, los tesalonicenses son un ejemplo de abandonar una adoración incorrecta y abrazar al Hijo de Dios: “[Ustedes] se convirtieron de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a Su Hijo, al cual resucitó de entre los muertos” (1Ts 1:9). Westminster dice sobre el cristiano: “Renuncia a todos ellos [los ídolos] y se vuelve hacia Dios, proponiéndose y procurando caminar con Él en todos los caminos de sus mandamientos” (Capítulo 15, artículo 2).
- Apreciación de las excelencias de Cristo
La persona adquiere ojos espirituales para ver la belleza de Cristo y la suficiencia de Su obra redentora. Abandona su justicia propia y confía plenamente en Cristo para la justificación, santificación y vida eterna. Pablo dice que en el corazón de la persona ocurre algo similar a lo que ocurrió al comienzo de la creación: Dios habla y aparece luz que quita la ceguera espiritual. Primero, sabemos que “el dios de este mundo ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que no vean el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo” (2Co 4:4), pero luego el Espíritu obra: “Pues Dios, que dijo: ‘De las tinieblas resplandecerá la luz’, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo”. Al respecto, Westminster afirma: “Los principales actos de la fe salvadora son: aceptar, recibir y descansar solamente en Cristo para la justificación, santificación y vida eterna, en virtud del pacto de gracia” (Capítulo 14, artículo 2).
7. Transformación en la conducta
El cambio de la persona que ha creído no se limita solo al ámbito interno, sino que se manifiesta en una vida de obediencia y buenas obras, fruto de su regeneración. Esta transformación es una evidencia visible de la obra de Dios en su alma. Por eso Pablo mandó a que la persona viva de una nueva manera, actuando de acuerdo con su nueva mente y naturaleza: “[Ordeno que] en cuanto a la anterior manera de vivir, ustedes se despojen del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y que sean renovados en el espíritu de su mente, y se vistan del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad”. También leemos en Westminster: “Es el deber de todos aquellos que se arrepienten de sus pecados esforzarse por caminar con Dios en todos sus mandamientos, buscando agradarle en todo lo que hacen, como evidencia de su fe verdadera y de la obra de gracia en sus vidas” (Capítulo 14, artículo 3).