No amen al mundo ni las cosas que están en el mundo (1Jn 2:15).
Mi hija mayor tenía tres años cuando caminábamos por Disney y su vocecita llegó a mis oídos: “Papá, ¿estamos en la Feria de las Vanidades?”. ¿Estamos en la famosa ciudad de Bunyan que detiene a los peregrinos cristianos en su viaje a la Ciudad Celestial con su consumismo, comodidades y baratijas? “Sí”, respondí. “Sí, lo estamos”.
El mundo moderno ha perfeccionado la Feria de la Vanidad. El hombre medio de clase media dudaría en cambiar de lugar con los antiguos reyes. Nuestras vidas se viven entre anuncios; industrias millonarias nos entrenan en la codicia. Tu mejor vida ahora se vende en el centro comercial, en el gimnasio e incluso desde algunos púlpitos. Come, bebe y sé feliz, solo se vive una vez.
Este es el sueño de Satanás para ti antes de que fuera el de América. Un amor por más cosas, un amor que envuelve sus brazos alrededor de este mundo para su mayor felicidad, un amor que te mantiene cautivo del aquí y ahora y apático hacia la eternidad. Este es un amor de lo bajo. Es terrenal, no espiritual, demoníaco. Y se aferra a una trinidad impía: la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida (1Jn 2:16).
Trinidad impía
Porque todo lo que hay en el mundo, la pasión de la carne, la pasión de los ojos, y la arrogancia de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo (1Jn 2:16).
¿Qué es esta impía trinidad de la pasión del mundo?
Cuando pienso en la pasión de la carne, pienso en David y Betsabé, en Sansón y Dalila, en el perezoso de Proverbios, esclavo de sus apetitos. Cuando pienso en la pasión de los ojos, pienso en el huerto donde Eva vio el fruto, vio que era agradable y comió. O cuando imagino la arrogancia de la vida, pienso en los fariseos que recibían gloria unos de otros; en Amán, que odiaba al justo Mardoqueo; en Herodes, que se confundió de dios, no corrigió el error y fue pasto de los gusanos.
Y aunque todo esto ilustra la verdad y se nos da para nuestra instrucción, no fue hasta hace poco que consideré un lugar donde chocan las tres tentaciones: la gran tentación de nuestro Señor Jesucristo. De Él aprendemos cómo resistir y vencer a estos tres dragones.
Tentando Su carne
Aquel que era el verdadero Israel debía tomar la espada donde el otro Israel cayó. El Espíritu puso al Hijo en clara desventaja: Jesús no comió durante cuarenta días. Aquellos de nosotros que hemos perdido una comida y hemos gemido por ello, entendemos cómo el ayuno puede dejarte vulnerable a la tentación. Satanás lo sabía, y así leemos,
Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu en el desierto por cuarenta días, siendo tentado por el diablo. Y no comió nada durante esos días, pasados los cuales tuvo hambre. Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan” (Lc 4:1-3).
Jesús tiene hambre. Satanás le tienta en Su momento de mayor debilidad. La lujuria de la carne que Satanás le ofrecía no era sexual, sino de hambre. Su carne ansiaba comida, y Satanás le tentó con pan. ¿Por qué no proveerse a Sí mismo convirtiendo las piedras en pan, siendo como es el Hijo de Dios? El pan no es malo. Más tarde, Jesús nos enseña a orar para que nuestro Padre celestial nos dé el pan de cada día. Sin embargo, Jesús, como hombre perfecto, no debía conseguir el pan a Su manera. Mejor morir de hambre en el desierto que pecar. Por eso, “Jesús le respondió: ‘Escrito está: ‘No solo de pan vivirá el hombre’’” (Lc 4:4).
La vida no viene de sustentar tu cuerpo con el pan del mundo, sino viviendo de la voluntad revelada de Dios. Jesús nos enseña cómo luchar contra la pasión de la carne: recuerda que la vida es mucho más que carne; es Dios y Su Palabra.
Tentando Sus ojos
Cuando Jesús no quiso dar prioridad a su carne marchita y a sus apetitos, el diablo trató de atraer sus ojos con el mayor anuncio de la historia del mundo.
El diablo lo llevó a una altura, y le mostró en un instante todos los reinos del mundo. “Todo este dominio y su gloria te daré”, le dijo el diablo; “pues a mí me ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy. Por tanto, si te postras delante de mí, todo será Tuyo” (Lc 4:5-7).
Trató de atrapar Su alma colgando ante Sus ojos el reluciente gusano del mundo. Calvino entiende que la concupiscencia de los ojos implica miradas lujuriosas “así como la vanidad que se deleita en pompas y esplendores vacíos” [Comentarios de Calvino]. Aquí había un esplendor deslumbrante en alto grado (pero vacío, si se alcanza por medio del pecado).
Hombres y mujeres de todo el mundo ven mucho menos y venden sus almas a un precio mucho más barato. Incluso por la oportunidad de alcanzar el esplendor vacío que tienen ante los ojos de su mente, innumerables personas hacen cosas perversas, algunas haciendo explícitamente tratos con el diablo. Moisés es un héroe de la fe porque rechazó las riquezas de Egipto y eligió sufrir con el pueblo ungido de Dios. Jesús, el profeta más grande, rechazó la gloria de diez mil egipcios puestos ante Él y eligió hacer de un pueblo perdido Su reino a través de Su propia tortura (Ap 5:9-10).
Mira cómo responde Jesús: “Escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás’” (Lc 4:8). Él nos enseña que: más vale no tener fama ni aplausos con Dios que ser rey de todos los reinos sin Él. Mejor servir a Su Padre y vivir en la tierra sin un lugar donde reposar la cabeza ―incluso mientras el Padre le conduce al Gólgota― que adorar al diablo y recibir todo lo que Sus ojos pudieran ver.
Tentando Su orgullo
Satanás introduce la primera y la tercera tentación con la misma frase: “Si realmente eres el Hijo de Dios”. Satanás pide a Jesús que se pruebe a Sí mismo, que muestre Su condición especial de Hijo, que exhiba con orgullo Su manto de muchos colores. En esta tercera tentación, Satanás sube el volumen:
Entonces el diablo lo llevó a Jerusalén y lo puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, lánzate abajo desde aquí, pues escrito está: ‘A sus ángeles te encomendará para que te guarden’, y: ‘En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra’” (Lc 4:9-11).
Jesús acababa de ser coronado en Su bautismo como el Hijo amado de Dios, sobre quien descansaba la complacencia de Su Padre (Lc 3:22). Inmediatamente, fue conducido al desierto para ser tentado. Satanás asistió a Su bautismo. Oyó el pronunciamiento sobre Jesús. “Hijo predilecto de Dios”, qué posición tan elevada; ¿le importaría demostrarlo? ¿Por qué esconderse? ¿Por qué no dar un espectáculo ante los principados y las potestades para mostrar que ha venido Uno entre los hombres ante quien estos altos seres deben inclinarse? ¿Por qué no saltar desde este templo, ya que se promete que los ángeles correrán en Su rescate? Eso, claro está, si eres el Hijo de Dios.
Jesús le respondió: “Se ha dicho: ‘No tentarás al Señor tu Dios’” (Lc 4:12). El momento de ser declarado abiertamente Hijo de Dios llegaría ―a través de Su resurrección de entre los muertos (Ro 1:4)―. Su exaltación, Su gran revelación en gloria, llegaría después de Su muerte. Tendría que arrojarse al sepulcro sin que ningún ángel le rescatara. No caería del templo, sino como el templo, y luego resucitaría (Jn 2:19-22).
También nosotros resistimos el honor, el renombre, el orgullo de esta vida efímera por nuestra verdadera gloria aún por venir: “Cuando Cristo, nuestra vida, sea manifestado, entonces ustedes también serán manifestados con Él en gloria” (Col 3:4). Con esto, el diablo, agotada su reserva de tentaciones, se alejó hasta un momento más oportuno (Lc 4:13).
De paso
Cristiano, seguimos a Cristo y, como Él, no debemos amar al mundo ni nada de lo que hay en el mundo, resistiendo a un mundo que inflama la pasión de la carne, la pasión de los ojos o la vanagloria de la vida. Juan nos da una razón convincente: este mundo pasa junto con sus deseos.
Esta vida no es más que la entrada a otra parte. El mundo aconseja: “Invierte todo tu tiempo, pensamiento y energía en tus pocos pasos por ese pasillo”. Juan nos aconseja que andemos con los dos ojos puestos en la puerta final.
El mundo, incluso ahora, se hunde, pero Juan ofrece un contraste: “El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1Jn 2:17). Esta es la única vida que sobrevivirá al diluvio y al fuego. No amamos este mundo porque pertenecemos al otro; no volcamos toda nuestra atención en esta vida porque esperamos a Cristo, que es nuestra vida. Querido lector, no te pases la vida llenando el pasillo de cosas. Pronto, y muy pronto, todos pasaremos por la puerta de Dios.
Publicado originalmente en Desiring God.