La verdad acerca de la concupiscencia – Parte 1 de 2

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La Palabra de Dios lleva la autoridad final. Eso es lo único correcto. Él es, después de todo, Dios. Sus gravitas (autoridad o seriedad) pesan en cada palabra de cada página de su Palabra. Donde Él nos llama a una respuesta que dure toda la vida y a una resolución que sea fiel. Esta autoridad incorporada hace que nosotros “tratemos a las Escrituras con la misma reverencia con la que tratamos a Dios, porque esta solo viene de Dios, y no está mezclado con nada humano” [Calvin, cita de Readings in Christian Thought(Lecturas en el pensamiento cristiano), 1966].  Su Palabra luego requiere una respuesta integral –lo que nosotros hacemos (palabra/acción), la meta de lo que hacemos (telos -objetivo-/fin/propósito), y porqué lo hacemos (motivo/deseo). Toda la vida, ante el Autor de la vida, tal es el alcance de la ética bíblica, incluyendo nuestra sexualidad. Nuestras vidas y nuestra sexualidad hablan antifonalmente, respondiendo con compromiso al Dios del cielo con nuestros actos, nuestras metas, y nuestros deseos.  

Hechos 

En Su Palabra, Dios declara la norma para nuestro comportamiento. Lo que Dios demanda, debemos hacerlo. Lo que Él prohíbe, no debemos hacerlo. Él habla sin ambigüedades cuando establece los limites divinos para la sexualidad: “No cometerás adulterio” (Ex. 20:14). La sexualidad pertenece al matrimonio monógamo, punto. Cualquier desviación de estos límites divinos es pecado contra Él (véase Sal. 51: 4). 

Metas 

Algunos paradigmas morales intentan reducir una vida comprometida en un simple deber, pero las demandas de Dios nunca pueden reducirse al comportamiento. Nuestro Creador está preocupado no solo por cómo nos comportamos en el camino que transitamos, sino por el destino trazado en nuestros corazones. La ética bíblica concierne también a la teleología, y no solo a la deontología. ¿A qué fin obedecemos? ¿Qué resultado buscamos? ¿Cuál es el bien más alto, el summum bonum (bien supremo) de nuestras acciones?  Estas son preguntas críticas. Las acciones son significativas, de hecho, porque ellas tienen un propósito. Como criaturas vivas ante el rostro de Dios, recibimos ese propósito, mas no lo definimos. En cuanto al séptimo mandamiento, Dios no está interesado solamente con los límites establecidos para nuestros cuerpos, sino en nuestros apetitos sexuales. Como cualquier otra actividad humana, la sexualidad también posee un telos (objetivo); este se refiere a los deseos del corazón y sus metas.  Múltiples objetivos buenos emergen, incluyendo procreación, intimidad y placer. Pero hay más. El objetivo final de la sexualidad no es simplemente la descendencia, el aumento de la cercanía matrimonial o el logro de la satisfacción personal (o incluso mutua). Dios ha creado el matrimonio con una profundidad de significado que apunta más allá de la esfera humana. Esta profundidad de las relaciones humanas en sus contornos relacionales y de compromiso reflejan al Dios Trino, así como reflejamos su bendita reciprocidad, relación y comunicación dinámica.  La institución del matrimonio hace relucir al imago Dei (creados a la imagen de Dios). La sinfonía de ritmos y armonías interpersonales resuenan las relaciones divinas. Además, el Espíritu se inspira en la relación matrimonial como una metáfora viviente de la realidad consumada de la relación de Cristo con su Iglesia (Ef. 5: 18) un significado que va mucho más allá del compromiso humano en sentido horizontal (véase, por ejemplo, Pacto Matrimonial de John Piper).   La sexualidad en el matrimonio no revela ninguna excepción. Nuestra actividad sexual es un componente de la respuesta de nuestro compromiso a Dios, y Dios determina los fines definitivos para ello. De hecho, la desnudez conyugal que pretende cualquier cosa menos que la gloria de Dios como su último fin, no cumple la regla divina y el deleite completo. Contrariamente a las narraciones populares, la voluntad de Dios para nuestra sexualidad no nos quita, sino que alimenta la alegría en su máxima expresión.  Además, las metas divinas para el sexo coinciden con la bondad divina que ha sido designada con relación a la actividad sexual para la procreación, también para el valor genuino de la intimidad marital, o incluso para la emoción en la intimidad sexual. En principio, no existe rivalidad entre estos placeres humanos y la intención divina. La negatividad sobre la sexualidad expuesta por algunos Padres de la iglesia hizo perder el contacto con la abundancia bíblica sobre este don divino.  En consecuencia, los fines divinos para la sexualidad se ahogan ya sea por la piedra de los límites impuestos o la cadena de esclavitud del libertinaje indiscriminado. Cuando se tienen hijos solo para promover nuestro propio apellido, para buscar satisfacción o para garantizar mayores comodidades en el final de la vida, esos objetivos reproductivos no alcanzan la gloria divina. Al buscar la intimidad sexual con una reciprocidad sin visión, las intenciones del corazón no llegan a la gloria divina y alteran la misma intimidad que buscamos. Tal saturación y falta de visión producen cegueras espirituales. Y cuando no consideramos nuestra sexualidad para la gloria de nuestro Creador, tal degradación y represión de los fines divinos son pecado contra el Señor. 

Deseos 

La respuesta al compromiso no es fácil. porque nuestros corazones son fácilmente llevados por los deseos impíos. Calvino escribe:  “Todos los escritores de buen juicio están de acuerdo con que en un hombre regenerado permanece una ceniza ardiente de mal, desde la cual los deseos saltan continuamente para seducirlo y estimularlo a cometer pecado. También admiten que los santos están tan limitados por la enfermedad de la concupiscencia que no pueden resistir ser provocados e incitados, ya sea por lujuria, avaricia, ambición u otros vicios” [Las instituciones de Calvino, 3.3.10].  Es aquí donde llegamos a la raíz de la ética sexual bíblica. Tan penetrantes como son los actos pecaminosos del sexo y las metas impías que le acompañan, es que el pecado sexual se refugia en el corazón. Los deseos sexuales son complejos y polémicos. Aunque discernir los deseos del corazón seguirá siendo un tanto misterioso, su impenetrabilidad no garantiza la favorable confusión que domina el día (¡y la noche!). La doctrina bíblica sobre los deseos y la sexualidad es tan simple y clara como profunda y vivificante.  La enseñanza bíblica acerca de los deseos pecaminosos (epithumia, griego, concupiscentia, latín) atraviesa la confusión contemporánea sobre el yo y la sexualidad. La obsesión común sobre la idolatría de nuestra propia identidad o mejor aún, nuestra percepción de la identidad impulsa una gran discusión moral contemporánea. Esta codicia por la autodeterminación adquiere un alcance y autoridad evangélica: “Al principio era mi deseo. Mi deseo estaba conmigo. Mi deseo era yo”. Abandonando al Creador por lo creado, los puntos de vista contemporáneos de la ontología hacen que los deseos humanos y nuestro derecho a preservarlos sean el tribunal de apelación final. El mazo del juez ha descendido: Yo soy mis deseos. Y siempre seré quien soy.  Como si esta orgía cultural no fuera suficiente, cuando celebramos nuestra perversión sexual, culpamos a Dios por ello (¿agradecimiento?). Nos mofamos con Lady Gaga: Soy hermosa a mi manera, porque Dios no comete errores; estoy en el camino correcto, bebé, nací de esta manera[https://genius.com/Lady-gaga-born-this-way-lyrics]. Lady lo hizo bien… en nuestros corazones. Nadie, afirmamos con una pasión fervorosa, debería decirnos que nuestro sentido de identidad es incorrecto. Ese sentido de quién soy es correcto. Ese sentido de quién soy es mi derecho. Nadie, incluyendo a Dios evidentemente, me diría lo contrario.  En Romanos 1, Pablo nos alerta sobre el pensamiento “Lady Gaga”. Dondequiera que la revelación de Dios se suprime en un sentido corporal, Pablo sostiene enfáticamente, las prácticas perversas y los puntos de vista de la sexualidad aumentan con venganza. Donde aumenta la sexualidad autónoma, se distorsiona el juicio, reina la insensatez y las agendas LGBT buscan destruir todos los límites. La autonomía celebra la desviación sexual y genera mandatos temerarios y redefiniciones tenebrosas:  

Pues aunque conocían a Dios, no le honraron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se hicieron vanos en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por consiguiente, Dios los entregó a la impureza en la lujuria de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos; porque cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, quien es bendito por los siglos. Amén” (Rom. 1:2125). 

Bajo el tsunami de la religión cultural, muchos del pueblo de Dios ahora se echan para atrás. Agotados por las críticas arremetidas contra la llamada insensibilidad evangélica, la injusticia y la crueldad, hemos flaqueado en esto. Si no fuera suficiente enfrentar estas presiones desde el exterior, nos vemos acosados ​​y golpeados por audaces sermones culturales de aquellos en nuestras propias comunidades, nuestras propias iglesias y nuestras propias denominaciones. Ahora nos preguntamos si estas nuevas voces sobre la sexualidad y los deseos sexuales pueden ser correctas.   Tal vez sea hora de escuchar. Tal vez sea el momento de arrepentirnos de nuestra opinión del sexo extravagante y del rechazo sexual. Quizás la iglesia haya fracasado. Quizás nosotros (y los siglos de la iglesia antes que nosotros) hemos pasado por alto el hecho de que, de manera calificada, los deseos LGBT están bien, siempre y cuando no se lleven a cabo. Quizás estos deseos sean neutrales. Tal vez sean debilidades, pero en realidad no son pecado. Si Dios no comete “errores”, tal vez debamos arrepentirnos de nuestro rechazo categórico de la normalización LGBT. Tal vez sea hora de nuevas definiciones y nuevas interpretaciones de la Biblia. Tal vez. Solo tal vez.  De hecho, ahora que lo pensamos, los deseos parecen estar tan arraigados en nosotros, ser parte de lo que percibimos que somos, que cambiar estos deseos o concluir que deberían cambiarse avanza sobre su propia cultura pecaminosa Nuestra intolerancia se ha vuelto intolerable. Buenas noticias, ahora nos decimos a nosotros mismos, no podría decir que la orientación de mi corazón está completamente mal. Quizás lo exterior, tal vez los excesos; pero no es su totalidad. Las buenas noticias podrían liberarnos de nuestros deseos, pero no de nuestras inclinaciones innatas Las buenas noticias me pueden hacer mejor, pero seguramente no un yo diferente.  Habiendo casi viajado a la velocidad de la luz, nos encontramos en un lugar diferente. El pecado no es lo que pensábamos que era; y lo que pensamos que era pecado ya no es pecado. Aunque empleamos un lenguaje teológico similar, incluso idéntico («pecado», «Jesús», «quebrantamiento», «evangelio», etc.), estos términos ya no tienen el mismo significado. Realmente nos hemos movido, a una ubicación teológica, espiritual y moral diferente. Se llama Corinto.  En la Parte 2, escucharemos hablar a Pablo sobre esta nueva morada. Sus palabras deben hacernos caer en nuestros propios cimientos. 

David Garner

David Garner (PhD, Seminario Teológico de Westminster) es vicepresidente de avance y profesor asociado de teología sistemática en el Seminario Teológico de Westminster. También sirve como miembro del consejo de la Red de Reforma del Evangelio.

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