Imagínate enfrentarte al día del juicio cada semana.
Cerca de donde crecí, en el pueblo de South Leigh, en Oxfordshire, está la iglesia parroquial de Santiago el Mayor. Sobre el arco del presbiterio hay una pintura mural medieval que representa el juicio final.
A la izquierda, los justos se levantaban de sus tumbas para ser recibidos en el paraíso. A la derecha, los condenados eran atados para ser arrastrados hacia la boca abierta de un enorme dragón rojo. Esto es lo que los feligreses de South Leigh veían cada domingo. Y no encontrarían alivio, aunque se dieran la vuelta. En la pared de la nave sur, otra pintura mural representaba a San Miguel pesando almas en una balanza. Más demonios se ciernen, listos para llevarse a los que faltan.
El cielo era una posibilidad para los feligreses de South Leigh, pero también lo era el infierno. Y la iglesia no ofrecía ninguna garantía de salvación. Tal vez, se podría ser lo suficientemente justo para Dios con los refuerzos ofrecidos por los sacramentos. Tal vez no. Nadie podía estar seguro. De hecho, reclamar cualquier seguridad era un acto de orgullo. ¿Cómo podía alguien considerarse suficientemente bueno para el Dios santo? Lo mejor que podías esperar era que los tormentos santificadores del purgatorio te llevaran al cielo.
Monje escrupuloso y sin gozo
¿Cómo era vivir en este ambiente? La mayoría de la gente solo esperaba lo mejor y tenía que seguir con su vida. Pero un hombre se negó a evitar la lógica de la Iglesia Medieval.
En 1505, cuando Lutero aún era estudiante, regresaba a la universidad tras visitar a sus padres cuando un rayo le alcanzó por poco. Esta experiencia cercana a la muerte cambió su vida. Diez días después, solicitó ingresar en la orden de los monjes agustinos.
Lutero no tardó en hacerse famoso por el celo con el que perseguía su nueva vocación. Creyendo que solo podía recibir la absolución por los pecados que confesaba a un sacerdote, se obsesionó con visitar el confesionario. Esto ponía contra las cuerdas a su superior. En un momento dado, su superior supuestamente exclamó: “Mira, hermano Martín, si vas a confesarte tanto, ¿por qué no haces algo que merezca la pena confesar? Mata a tu madre o a tu padre. Comete adulterio. Deja de venir aquí con tanta frivolidad y pecados falsos”.
Pero todos los celosos esfuerzos de Lutero no le trajeron gozo alguno.
Descubriendo la buena noticia, un gran gozo
En 1512, a la edad de 26 años, Lutero fue enviado a dar clases de estudios bíblicos en la nueva Universidad de Wittenberg. Fue el estudio de Agustín y las conferencias sobre los Salmos, Romanos y Gálatas lo que finalmente trajo gozo al corazón de Lutero. Lutero descubrió una justicia que desataría un gozo que serviría a las generaciones venideras.
En alemán, como en hebreo, griego y latín, justicia y rectitud son la misma palabra. Para Lutero, “la justicia de Dios” había significado una cosa: la norma por la que Dios nos declara culpables. “Odiaba esa frase ‘justicia de Dios’, que, por el uso y la costumbre de todos mis maestros, me habían enseñado a entender filosóficamente como… esa justicia por la que Dios es justo y por la que castiga a los pecadores y a los injustos”. La afirmación de Pablo en Romanos 1:17 de que la justicia o rectitud de Dios es “evangelio” o “buenas noticias” no hizo más que burlarse de Lutero. “Yo no amaba ―no, más bien odiaba― al Dios justo que castiga a los pecadores”.
Pero entonces Lutero se dio cuenta de que Pablo estaba describiendo la justicia como un don que Dios da y que nosotros recibimos por la fe. Hablando de Romanos 1:17, Lutero dice: “Comencé a entender que en este versículo la justicia de Dios es aquella por la cual la persona justa vive por un don de Dios, es decir, por la fe”. Dios nos acredita la perfecta justicia de Cristo mientras Cristo soporta el castigo merecido por nuestra injusticia. “De repente”, continúa, “sentí que había nacido de nuevo y entrado en el mismo paraíso por las puertas abiertas”. Un poco más adelante escribe: “Exalté esta dulcísima frase mía, ‘la justicia de Dios’, con tanto amor como antes la había aborrecido con odio. Esta frase de Pablo era para mí la puerta misma del paraíso”.
He aquí un mensaje que podía traer seguridad. ¿Por qué? Porque aquí había una confianza que no se basaba en nuestros méritos, sino en los de Cristo. La justicia de Cristo, acreditada a nosotros mediante la fe, prometía a los hijos de Dios el cielo, sin necesidad de purgatorio ni miedo al infierno. El evangelio hizo que Lutero pasara del miedo a la fe, de la desesperación al gozo.
El evangelio alegra
Uno de los principales responsables de introducir en Inglaterra el redescubrimiento del gozo de Lutero fue William Tyndale. En 1526, Tyndale publicó el Nuevo Testamento en inglés. Era su segundo intento de hacerlo.
La primera vez se había visto obligado a huir cuando las autoridades asaltaron la imprenta donde se estaba imprimiendo. Vivía en el exilio y acabaría siendo martirizado por su pasión por poner una Biblia en inglés a disposición de todos los habitantes del país. En esa primera edición incluyó un prefacio que más tarde amplió en A Pathway into the Holy Scripture [Un camino a la Sagrada Escritura]. Aquí, Tybdale describe maravillosamente el poder del evangelio para traer gozo.
Evangelion (lo que llamamos “el evangelio”) es una palabra griega que significa noticias buenas, alegres y gozosas, que alegran el corazón del hombre y le hacen cantar, bailar y saltar de gozo. Cristo, antes de Su muerte, ordenó y dispuso que tal evangelion, evangelio o buena noticia, fuera proclamado en todo el mundo, para dar así a todos los que creyeran todos Sus bienes, es decir: Su vida, por la que absorbió y devoró la muerte; Su justicia, por la que desterró el pecado; Su salvación, por la que venció la condenación eterna. Ahora bien, ¿puede el desdichado (que está envuelto en el pecado y en peligro de muerte e infierno) no oír cosa más gozosa que tan alegres y confortables noticias de Cristo? Así que no puede sino alegrarse y reír desde el fondo de su corazón si cree que las nuevas son verdaderas.
Salto de gozo
Es un mensaje que debemos seguir escuchando. Incluso si confiamos en Cristo para nuestra absolución en el día final, podemos con demasiada facilidad tratar de establecer nuestra propia identidad hoy. Aunque prediquemos la justificación por la fe, podemos estar practicando en cambio la justificación por la predicación, donde nuestro sentido de bienestar depende de cómo se reciban nuestros sermones. Podemos pensar que nuestra aprobación ante el Padre depende de nuestro comportamiento. Y si temes la desaprobación de Dios, entonces no te acercarás a Él con gozo.
Pero el evangelio “significa alegres, dichosas y gozosas noticias, que alegran el corazón del hombre y le hacen cantar, danzar y saltar de gozo”. Porque “justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por medio de quien también hemos obtenido entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes” (Ro 5:1-2). Y así, podemos unirnos a Tyndale y Lutero mientras ríen desde el fondo de sus corazones, mientras se regocijan en la justicia que tienen en Cristo.
Publicado originalmente en Desiring God.