En la Biblia, y la fe cristiana que se deriva de ella, todo tema se define en relación a Jesucristo. Siempre es más fácil hablar sobre la humildad que practicarla y más atractivo describir el orgullo ajeno que el propio. No es posible escribir sobre el tema sin que seamos expuestos de un modo u otro. Pero sí es posible, al menos, de manera parcial y prudente, tener un acercamiento desde un punto de vista cristiano. Para el cristianismo histórico que considera los Evangelios como la Palabra de Dios, está claro en su narración, cómo los fariseos y escribas son los más dignos representantes del orgullo y sus manifestaciones características. Algunas de estas, las vemos también en los discípulos de nuestro Señor. Incluso Jesús, tendrá que luchar con la tentación que sufren los demás hombres. Veremos en síntesis sus tres principales actores:
El origen y manifestaciones del orgullo en los fariseos y escribas
En el ministerio de Juan el Bautista descrito al inicio de los cuatro Evangelios, leemos cómo los principales opositores a su enseñanza son los escribas y fariseos. La razón es triple; pues Juan los llama a la conversión de sus corazones, la compasión hacia el prójimo y la consagración a Dios. Ellos fueron enviados desde Jerusalén a supervisar la enseñanza de Juan (Jn 1:19, 24). Aunque ellos sabían que Juan fue considerado profeta de Dios por el pueblo (Lc 20:1, 6), no creyeron en la necesidad de un cambio de corazón, aunque algunos acudieron a él para recibir su bautismo de arrepentimiento, pero “sin reconocer el deseo de cambiar de vida” (Mt 3:7-10). El mensaje de Juan enfatizaba “los frutos dignos de arrepentimiento” (Mt 3:8) como señal de un cambio de naturaleza pecaminosa de acuerdo a los profetas de Israel (Jer 4:4; Ez 36:26; Joel 2:12-13). El prójimo sería beneficiado de dicho cambio y también testigo del mismo. Pero este grupo religioso, se caracterizó por todo lo opuesto, ya que “devoran las casas de las viudas, y por pretexto hacen largas oraciones” (Mr 12.40). Lo sorprendente del caso, es que los escribas y fariseos estaban dedicados a las Escrituras y su enseñanza fue aceptable en términos generales para Jesús y Sus discípulos (Mt 23:2-3). “Tenían sana doctrina” diríamos hoy. Pero en sus obras son descritos por los Evangelios como “hipócritas” ya que “hacen sus obras delante de los hombres para ser vistos de ellos” (Mt 6:1-2, 5, 16). Su consagración estaba en agradar al ojo humano. Jesús los denuncia por su “teatro” al fingir vivir para Dios cuando en verdad vivían para sí mismos. El orgullo es visto aquí como una religiosidad de palabras y hechos surgida de la naturaleza humana corrupta que procura agradar a los hombres, diciéndoles lo que ellos deben hacer mientras no lo hacen ellos mismos. Es un peligro incluso para los discípulos del Señor, porque a ellos se les advirtió tal riesgo, aunque tuviesen acceso a la enseñanza de la Palabra de Dios por medio del Hijo de Dios.
El origen y manifestaciones de la humildad en Jesucristo
Aquí es cuando en la descripción de los Evangelios comienza a brillar la vida y obra de Jesucristo. Tan impactante es para la gente, que fue innegable el contraste entre Él y los fariseos y escribas (Mt 7:28-29). Veamos en qué cosas lo demostró:
- Su consagración a Dios (Mt 3:15). Nuestro Señor aceptó el ministerio y mensaje de Juan el Bautista al punto que fue bautizado por él en el río Jordán. La diferencia entre Él y los demás está en que literalmente Dios lo reconoció públicamente como “Su Hijo Amado en quien se complace” (Mt 3:17). Esto ocurre porque al cumplir “toda justicia” es en verdad justo según toda la ley de Dios (Dt 6:25). ¡Nunca Dios dijo algo así a hombre alguno!
- Su compasión por el prójimo (Mt 4:23-24; 9:36). Se nos dice al menos dos veces en Mateo que Jesús fue movido a enseñar, predicar y sanar al prójimo por Su compasión hacia ellos. Los fariseos y escribas también hicieron algo similar, pero con la diferencia de que ellos “eran avaros” (Lc 16:14). ¡Cuán rico pudo llegar a ser Jesucristo si hubiese realizado su ministerio motivado por el dinero! Pero sabemos acerca de Él “que no tuvo dónde recostar su cabeza” (Lc 9:58).
- Su corazón (Mt 11:29). ¡Decimos que quien afirma ser humilde ya dejó de serlo! Bueno, tenemos al menos una clara excepción a esta regla general en Jesucristo, ¡el Único que habló de Su humildad sin llegar a perderla![1] Esta característica está en su misma naturaleza, pues siendo tentado tres veces por el Diablo no cedió (Mt 4:1-11).
En resumen, observamos que en su vida terrenal Jesús se sometió en todo a la voluntad de Su Padre, reconoció el ministerio y mensaje de Juan, venció la tentación del maligno y se distinguió de los escribas y fariseos por Su trato hacia la gente. En dicho contexto, el que recibió “todas las cosas de su Padre” (Mt 11:27), “sirvió a los suyos hasta la muerte” (Jn 13:1-5).
El origen y manifestaciones del orgullo y la humildad en los discípulos
La tragedia de los fariseos y escribas antiguos y modernos está en que no reconocen la gloria que merece el Hijo de Dios en Su humildad. Eso fue lo que no quisieron hacer desde la entrevista con Juan el Bautista, ni mientras ellos “recibían gloria los unos de los otros en lugar de buscar la gloria que viene de Dios” (Jn 5:44). Aquí es donde los discípulos de Jesucristo se distinguen, porque “creen en Su Nombre… y vieron Su gloria” (Jn 1:12, 14). Las señales que presenciaron Sus discípulos, se describen como “ver su gloria” (Jn 2:11), la cual los llevó a creer en Él. Dicho acto de creer implica humillarse ante Él, pues se muestra como el desapego a cualquier confianza en los propios méritos para obtener el favor divino (Lc 18:9-14). Humillarse ante el Hijo de Dios es la puerta que nos abre el camino hacia la verdadera humildad. El camino de la fe en el Hijo de Dios es “angosto” y su puerta es “estrecha” (Mt 7:13-14). Por eso, “pocos lo hallan”, porque implica reconocer que no somos “dioses” como dijo el diablo desde el principio y hasta ahora (Gn 3:5; Ap 12:17). Esto es “imposible para los hombres, pero es posible para Dios” (Mt 19:25-27). Los que confían en Jesucristo “son pobres es espíritu, mansos, misericordiosos y limpios de corazón” (Mt 5:3, 5, 7-8). Ellos “son la luz del mundo y la sal de la tierra… para que los hombres glorifiquen a Dios” no a ellos mismos (Mt 5:13-16), pues caerían en el fariseísmo. Los tales no se conforman con una religiosidad hipócrita sino que su “justicia es mayor a la de los escribas y fariseos” (Mt 5:20), porque piden a Dios como “su Padre” y “que su voluntad se haga en el cielo como en la tierra”, “que perdone sus ofensas como ellos también lo hacen con sus ofensores” y “buscan primero su reino y su justicia” confiando en que las demás cosas vendrán por añadidura (Mt 6:9-10, 12, 33).
[1] Sólo Dios puede tener como meta la autoexaltación sin llegar a pecar por ello, porque no hay mayor meta en el universo. En ese sentido, Jesús puede “gloriarse de su humildad” sin dejar de ser humilde.