Este artículo pertenece al libro De vuelta a Cristo: Celebrando los 500 años de la Reforma escrito por pastores hispano hablantes y publicado por Soldados de Jesucristo. Estaremos regalando los archivos digitales de este libro el 31 de octubre de 2018, en celebración del aniversario de la Reforma protestante.
«Creo que por mucho tiempo hemos predicado una salvación centrada en el hombre y hemos hecho a ese hombre el centro del plan de redención de Dios cuando la Palabra de Dios describe una historia redentora, Dios-céntrica de principio a fin. Todo es de él, por él y para él. Por tanto, solo a él sea la gloria» (Miguel Núñez).[1]
Es justo atribuir a cada persona la honra que se merece. Así nos instruye el apóstol Pablo en Romanos 13:7. Sin embargo, tenemos que reconocer con tristeza que este código de honor no siempre es respetado. Los ladrones de gloria insertan en sus libros y tesis contenido que nunca escribieron; otros son capaces también de atribuirse la autoría de canciones y poemas que jamás salieron de sus mentes. Una evidencia de esto es que las demandas por plagio están a la orden del día. Pero, ¿quieres saber cuál es el mayor robo de gloria de la historia? Sin duda tiene que ser el referente a los derechos de autor de la salvación del hombre. Han tratado de borrar la firma de esa obra maestra y de atribuir el mérito y la gloria al hombre mismo. Pero por más que lo han intentado, el verdadero autor puede ser reconocido detrás de la alteración de la pintura. ¿Quién es el firmante original de la obra de salvación? El apóstol lo describe muy bien de la siguiente forma: «Mas por obra suya estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual se hizo para nosotros sabiduría de Dios, y justificación, y santificación, y redención, para que, tal como está escrito: El que se gloria, que se gloríe en el Señor» (1 Co. 1:30-31). Los corintios no se hicieron hijos de Dios a sí mismos. Sólo uno se merece la gloria de la maravillosa obra de salvación. Sólo el Señor debe ser reconocido como el legítimo y verdadero autor de esa obra maestra. Lo hizo sin ayuda ni consejero «para que nadie se jacte delante de Dios» (1 Co. 1:29). Al hombre no le corresponde ningún porcentaje de esa honra. Los reformadores tenían un lema para hablar de esto: soli Deo gloria. No podemos tomar crédito alguno por la salvación. Dios cambió la disposición de nuestros corazones para responder al llamado del evangelio. Dios elige, Dios regenera, Dios da la fe y el arrepentimiento, Dios nos preserva en la fe y nos glorifica. ¿A quién otro daremos la gloria? Permítanme enfocar el tema desde tres perspectivas.
Soli Deo gloria en la eternidad—o la gloria intrínseca de Dios.
La palabra gloria habla de algo de peso, gravedad e importancia. Por esto la primera definición del Diccionario de la Real Academia es esta: «Reputación, fama y honor extraordinarios que resultan de las buenas acciones y grandes cualidades de una persona». La gloria de Dios habla de su majestad, esplendor y magnificencia. El salmista expresa con júbilo: «Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, alzaos vosotras, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria. ¿Quién es este Rey de la gloria? El Señor de los ejércitos, él es el Rey de la gloria» (Sal. 24:7-8). En Hechos 7:2, Esteban identifica al Señor como «el Dios de gloria», tal como también es expresado en el Salmo 29:3. El apóstol Pablo, por su parte, lo llama «el Padre de gloria» (Ef. 1:17). Todo encuentro con tal Dios registrado en las Escrituras no podía pasar desapercibido. Hay dos ejemplos particularmente impactantes: el caso de Moisés en Éxodo 33 y 34. El rostro de Moisés queda brillando con la gloria de Dios, con sólo ver «las espaldas de Dios». Y luego el caso de la transfiguración del Señor Jesús. La impresión fue tal en los discípulos que, aquellos que estaban con Él todo el día, se postraron y quedaron temblando. Pedro quedó tan impactado que comenzó a hablar cosas que no entendía (Mt. 17:1-8; Mr. 9:2-8; Lc. 9:28-36). La gloria de Dios es intrínseca a él; es natural a él (Is. 42:8; 1 P. 4:11; Mt. 6:13). El puritano Thomas Watson lo explica así: La gloria es el destello de la Deidad… no puede ser Dios sin ella. La honra de la criatura no es esencial a su ser. Un rey es simplemente un hombre más cuando le faltan sus ornamentos regios, cuando se le quitan la corona y las ropas reales; pero la gloria de Dios es una parte tan esencial de sí mismo que sin ella no puede seguir siendo Dios… A esta gloria no se le puede añadir nada, porque es infinita; y es aquello con lo que Dios se muestra más cuidadoso y de lo que no se desprenderá jamás.[2] ¿Recuerdan lo que sucedió con Herodes en Hechos 12? Pronunció un discurso y se quiso robar la gloria. La gente respondió a su discurso diciendo: «¡voz de un dios y no de un hombre!» (Hch. 12:22). «Al instante un ángel del Señor lo hirió, por no haber dado la gloria a Dios; y murió comido de gusanos» (Hch. 12:23). Por todo esto es que cuando alabamos a Dios lo que realmente hacemos es darle «la gloria debida a su nombre» (1 Cr. 16:29). Cuando glorificamos a Dios estamos reconociendo que él ya es glorioso y exaltado, y queremos que los demás lo vean. Como lo dice el apóstol Pedro: «Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 P. 2:9). No podemos glorificar a Dios sin ser sus admiradores. No podemos anunciar sus virtudes si no las conocemos. Si no las conocemos no las podremos admirar. Si no las admiramos no lo podremos glorificar.
Soli Deo gloria en la salvación.
Pudiéramos dedicar todo un artículo para ver la gloria de Dios en la creación (Ap. 4:11), pero por razón de espacio me limitaré a hablar de su gloria en la obra de re-creación que hace en los hombres, que fue precisamente el meollo de la controversia durante la Reforma. Hay dos pasajes con respecto a la gloria de Dios en la salvación que no debemos dejar de tomar en cuenta.
Efesios 1
El primero es Efesios 1. Aquí tenemos uno de los textos más gloriosos con respecto a la salvación. En el mismo, el apóstol Pablo hace una especie de desglose con respecto al papel de cada una de las personas de la Trinidad. Nos enseña que Dios el Padre: «Nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (v. 3), «nos escogió antes de la fundación del mundo» (v. 4) y «nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo» (v. 5). El v. 6 entonces nos explica por qué hizo lo que hizo: «para alabanza de la gloria de su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el Amado». Honor a quien honor merece. Por el maravilloso plan de salvación y el maravilloso amor eterno con el que hemos sido amados desde antes de la fundación del mundo, soli Deo gloria. Por la elección y predestinación de la que hemos sido objetos, soli Deo gloria. Por haber sido adoptados por él y haber sido hechos sus hijos sin merecerlo, soli Deo gloria. ¿A quién más hemos de atribuir ese honor? Todo trofeo y placa de reconocimiento, toda acción de gracias, es para el Señor. Luego, Pablo nos habla del rol de Dios el Hijo. Nos dice que todo lo realizado por el Padre fue hecho en base al mérito del Hijo. Por eso habla de que recibimos toda bendición «en Cristo», que nos escogió «en Cristo» y que nos adoptó «mediante Jesucristo». Sin Cristo no hay nada. Pero ahora nos dice de manera explícita en el v. 7 que «en él tenemos redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de su gracia». Honor a quien honor merece. Por el hecho de que alguien perfecto estuvo dispuesto a ocupar nuestro lugar en la cruz del Calvario y poner en nuestra cuenta su justicia, soli Deo gloria. ¿A quién más daremos honor por ello? No podemos decir que lo compramos—el precio fue su sangre (1 P. 1:18-19; Hch. 20:28). No podemos decir que lo merecemos. Entonces, ¿cuál es el propósito o la intención de que la salvación sea de esta manera? La respuesta está en el v. 12: «a fin de que nosotros, que fuimos los primeros en esperar en Cristo, seamos para alabanza de su gloria». Pero nos falta ver algo más en Efesios 1. Los versículos 13 y 14 nos hablan de la tercera Persona de la Trinidad, Dios el Espíritu Santo. «En él también vosotros, después de escuchar el mensaje de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído, fuisteis sellados en él con el Espíritu Santo de la promesa, que nos es dado como garantía de nuestra herencia, con miras a la redención de la posesión adquirida de Dios, para alabanza de su gloria». Pablo nos habla del sello del Espíritu, la marca que muestra y garantiza que somos posesión de Dios. El Espíritu hace la función de garantía de que recibiremos la herencia prometida. La plenitud de la salvación todavía es algo futuro. Pero el Espíritu es el pago inicial que garantiza que la entrega de la herencia será total. En realidad, el Espíritu hace mucho más por nosotros que lo declarado en Efesios 1. Él es quien nos hace renacer o nacer de nuevo (Jn. 3). Él es quien obra en nosotros el convencimiento de pecado y nos la gracia del arrepentimiento. Él es quien nos da la fe para que creamos en Jesús y depositemos nuestras almas en sus manos para salvación. Él es quien nos guía y nos santifica, quien nos preserva y nos glorifica. Y nos preguntamos una vez más: ¿para qué hace el Espíritu todo esto? La respuesta una es la misma una vez más: «para alabanza de su gloria» (v. 14). ¿A quién hacemos entonces el reconocimiento? Honor a quien honor merece. Por todo eso que hace el Espíritu en nosotros, soli Deo gloria. El Padre planificó nuestra salvación, proveyó esa salvación en la muerte de su Hijo y aplicó esa salvación por medio de su Espíritu. Todo se lo debemos a Dios. Soli Deo gloria. Richard Phillips lo expresa así: Somos salvos de acuerdo al propósito soberano de Dios, por la obra soberana de Dios, de acuerdo a la voluntad soberana de Dios. La salvación verdaderamente es «de él, por él y para él»… Cuando esta verdad penetra nuestra mente y nuestro corazón, nos gloriamos en Dios por siempre.[3]
Romanos 11:33-36
Pero hay un segundo texto que no debemos ignorar, y se trata de Romanos 11:33-36: «¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Pues, ¿quien ha conocido la mente del Señor?, ¿o quien llego a ser su consejero?, ¿o quien le ha dado a él primero para que se le tenga que recompensar? Porque de él, por él y para él son todas las cosas. A él sea la gloria para siempre. Amén». Estudiar Romanos es como subir el Everest bíblico, y comprender su mensaje es quedar asombrado con la vista que nos brinda. Es una carta en que la doctrina de la salvación es explicada de manera muy detallada y organizada. Al mostrarnos la gran culpabilidad del hombre, Pablo nos hace descender a los infiernos, y luego nos eleva al tercer cielo cuando nos describe la certeza de la seguridad que tenemos en Cristo. No hay justo ni aun uno, pero somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. La expresión «Oh» es una forma que Pablo utiliza para decir que se ha quedado sin palabras para describir la salvación. El apóstol intenta describir lo indescriptible. Habla de una profundidad insondable y de una riqueza imposible de cuantificar. La salvación no se trata de nosotros. Con respecto a la salvación no es suficiente decir «a Dios sea la gloria». Lo correcto es decir soli Deo gloria—solamente a Dios, únicamente a Dios, sea la gloria. «Porque por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Ef. 2:8-9).
Soli Deo gloria en la vida cristiana.
Uno de los problemas de la división de la Biblia en capítulos y versículos, es que en ocasiones nos hace desconectar secciones que están relacionadas entre sí. Al ver Romanos 12 como la continuación de las palabras finales de Romanos 11, podemos darnos cuenta de las implicaciones de comprender el soli Deo gloria en la salvación. «Por consiguiente, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo y santo, aceptable a Dios, que es vuestro culto racional. Y no os adaptéis a este mundo, sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que verifiquéis cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, aceptable y perfecto» (Ro. 12:1-2). Comprender que fuimos salvos para la gloria de Dios nos ayudará a vivir nuestras vidas cristianas únicamente para su gloria. Si Dios hizo todo lo que Pablo ha explicado en Romanos, lo más lógico y consecuente es que vivamos de aquí en adelante para Dios (Ro. 6:19; 14:8; 1 Co. 6:20; 10:31-33; 2 Co. 5:14-15; 1 P. 4:11). Hemos vivido demasiado tiempo para nosotros mismos. Vivamos ahora para aquel que nos amó y nos trasladó de las tinieblas a la luz. El Señor Jesús nos hizo la siguiente encomienda: «Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas acciones y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5:16). Queremos que cuando la gente nos vea en acción, se quede pensando y hablando bien de Dios. Es por esto que en lo referente a las limosnas nos da una instrucción muy clara: «Cuando des limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti» (Mt. 6:2). Hermanos, cuida lo que eres y haces en vivo y en las redes sociales. Cuida lo que escribes en Facebook, porque en ocasiones nos parece escuchar trompetas sonar. Da gloria a Dios en todas las esferas de tu vida. En tu matrimonio, familia, amistades, trabajo, iglesia, pasatiempos, vacaciones, comidas… en todo. «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad» (Sal. 115:1). [1] Miguel Núñez, Enseñanzas que transformaron el mundo (Nashville: B&H Español, 2015). [2] Thomas Watson, Tratado de teología (Carlisle, PA: El Estandarte de la Verdad, 2013), 29. [3] Richard D. Phillips, What’s So Great About the Doctrines of Grace? [¿Qué hay de grandioso en las doctrinas de la gracia?] (Orlando, FL: Reformation Trust Publishing, 2008), 3.