Tratando con la depresión como esposa de Pastor

Dios me recuerda que conoce bien al visitante que está en casa y que no me deprecia por eso.
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Exhalo las palabras: “Le importo a Dios”. Pasan muy lentamente por mis labios, rondan en mi mente y aterrizan en mis oídos con un ruido sordo. Aquellas palabras, incapaces de penetrar más lejos en mi cerebro obstruido con mensajes contrarios, nunca pueden ir más abajo dentro de mi corazón que es donde necesito sentirlas. Vana repetición de lo que sé que es verdad pero la experiencia de vida pone guarda contra el impacto de estas palabras, rechazando de forma obstinada que se arraiguen de manera significativa. “No me importa, soy invisible, nadie lo nota, estoy desapareciendo” esas palabras viajan a través de mi garganta, nunca cruzan mis labios, pero van justo adentro de mi corazón. Puedo inhalar y exhalar lo que las Escrituras me dicen, pero parece que soy propensa a tragarme las mentiras y dejar que se infiltren en lo profundo de mi ser. Esas son palabras que llevan toda la energía de mi cuerpo hacia el agujero negro de la depresión. Abro las Escrituras orando que esa saeta mágica de verdad encienda ese oscuro lugar y queme aquellos mensajes. Estoy escéptica de que pase hoy. Se siente oscuro, porque esta oscuro. Es depresión. Ha venido a llamarme una vez más, el viejo y familiar visitante que decide pasar por aquí y hacer una visita. Seré amable si llama para ver si es bienvenida antes de venir a mi puerta, pero no lo hace. De nuevo, la depresión nunca es una buena visita, nunca piensa ni pregunta si es un buen momento para hacer una visita. ¿Cuánto tiempo va a quedarse esta vez? ¿Solo por hoy? ¿Una semana, un mes entero? ¿Qué si nunca se va? Ese es el temor, que se va a quedar para siempre. Aun así, la historia me dice que en algún momento se va a ir. Cada vez que se presenta trato de encontrar una nueva forma de tratar con su visita. Podríamos ir a caminar le digo, aunque se contenta con quedarse en casa y ver televisión. Deberíamos llamar a un amigo y decirle que llegaste, pero decide quedarse en Instagram viendo fotos y ver amigos en Twitter desde lejos. Prefiere asfixiarse que respirar, tenerme de rehén que dejarme libre, empujarme bajo las mantas de su cama que quitarme su presencia con una ducha. Hoy los pensamientos me golpean: “¿Y si le pongo algunas barreras como hago con otras relaciones tóxicas? ¿Si decido qué puede hacer o dónde puede estar? ¿Si hoy me hago cargo y le digo a la depresión en dónde le es permitido salir?” Sé que algunos me dirán que la patee fuera de mi casa. Algunos podría decir, “No le abras la puerta cuando llama”. Lo que no entienden es que nunca le abro la puerta y que cada vez que la echo fuera viene con más fuerza. Se mete por las ventanas, o la puerta trasera, se filtra por las paredes como un fantasma. Con cada rechazo se hace cada vez más poderosa y me recuerda que ignorarla o tratar de hacer que no existe solo intensifica su oscuridad. No pregunta si puede venir, encuentra una forma de entrar a través de todas las grietas y agujeros de mi humanidad. Es verdad, algunas veces le ofrezco mucho mi amistad. Algunas veces estoy cansada y exhausta y su presencia es bienvenida. Otras veces dejo que me tome presa porque estoy orando y esperando que alguien venga a rescatarme de ella. Pero la verdad es que nadie puede. Nadie puede echarme fuera de su presencia o tirarla fuera de mi casa. La mejor ayuda son aquellos que me apoyan para poner la depresión en su lugar, quienes me animan a aprender como retroceder contra su apatía. Ellos me animan a tener cuidado de mi, de forma que traiga vida y luz a su oscuridad. Entonces admito su presencia. Le agradezco que me visite cuando leo la Palabra de Dios, visito amigos, respiro el sol y el aire. La invito a tomar una ducha y lavarse conmigo, incluso si es todo lo que hacemos hoy. Le pregunto si quiere almorzar conmigo y sentir que la comida alimenta las partes hambrientas de mi alma. Le recuerdo a mi alma que Dios me da gracia. Ella sabe que no puedo hacer mucho como normalmente hago cuando ella está de paso. Dios me recuerda que conoce bien al visitante que está en casa y que no me deprecia por eso. Comienzo a levantarme y hacer las cosas que parecen ser las muy difíciles. En algún momento se va a cansar de mi y se va a ir. Vendrá de nuevo, estoy segura de eso. Pero en cada situación aprendo un poquito más a tolerar su presencia hasta que se vaya, luchar de nuevo contra sus mentiras con la Palabra de Dios, y apoyarme más en la gracia de Dios que en mi humanidad.

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