Amelia Taylor había viajado junto a su hijo al gran Puerto marítimo de Liverpool. Hudson estaba a punto de emprender un largo viaje hacia un campo misionero lejano y ella deseaba estar con él en ese momento final para orar juntos una vez más y verlo partir para llevar a cabo esa gran obra a la que Dios lo había llamado. Él jamás olvidó aquel día. Su madre subió a bordo del barco con él, entró a su camarote y abrió la pequeña litera. Se sentó junto a él por un momento, cantó un himno, luego se arrodilló y oró. Y justo cuando ambos dijeron “amén”, la bocina del barco sonó; llegó el momento en que ella debía volver a tierra. Hudson supo que su madre había contenido sus emociones lo mejor que pudo, por el bien de él. Pero cuando partían y mientras ella bajaba del barco y éste se alejaba de la costa, ya no pudo contenerlas más. Cuando «la separación realmente comenzó, nunca olvidaré el grito de angustia que salió del corazón de esa madre», dijo más tarde. «Me atravesó como un cuchillo. Nunca supe tan plenamente, hasta entonces, lo que significaba ‘de tal manera amó Dios al mundo’”. Mientras el barco se alejaba de la costa, se adentraba en el océano y comenzaba a perderse en la distancia, Amelia se preguntaba si volvería a ver a su hijo otra vez, si aquel barco que se lo llevaba se lo regresaría a su lado alguna vez. Lloró a gritos por la incertidumbre, con dolor y en angustia de corazón. Todos estamos familiarizados con esa clase de angustia, dolor e incertidumbre. Todos hemos visto a la muerte llevarse a alguien que amamos y sabemos que las naves que los llevan lejos de las costas de esta vida no los traerán de regreso. Todos nos hemos preguntado qué ha sido de ellos, qué están haciendo, qué están viviendo. Todos nos hemos preguntado si realmente hay vida más allá de la tumba, si sus pies han aterrizado seguros en las costas de una tierra lejana. Todos nos hemos preguntado si hay vida más allá de ese horizonte, más allá de lo que nuestros oídos pueden oír, de lo que nuestros ojos pueden ver y de lo que nuestras mentes pueden percibir. Muchos se aferran a algún tipo de certeza, a algún tipo de seguridad. Anhelan que sólo una persona regrese, una persona que haga el viaje de retorno, una persona que les asegure que el cielo es real, que las promesas de Dios son verdaderas, que sus seres queridos están seguros, bien y completos. Pero, supongamos que una persona regresara, alguien que afirmara haber entrado en esas puertas benditas, experimentado los gozos celestiales, tenido comunión con los santos y ángeles y visto el mismo rostro de Cristo. Tendríamos que aceptar la realidad y la existencia del cielo sobre la base de una sola persona, un solo testigo, una sola autoridad humana frágil y falible. Eso no sería ninguna garantía. Eso sería insuficiente para sostenernos en medio de noches oscuras y penas profundas, insuficiente para consolarnos cuando el dolor, como olas del mar, se levantan y amenazan con hundirnos. Dios no ha considerado apropiado darnos esa clase de testigo o ese tipo de seguridad. No. Ha considerado conveniente darnos un mejor testigo, una mejor seguridad. En lugar de llevarnos a poner nuestra confianza en la palabra de amigos o familiares, nos lleva a poner nuestra confianza en Sus palabras infalibles. ¿Y por qué creeríamos en la palabra de un hombre si no creemos en la Palabra de Dios? ¿Por qué anhelaríamos poner nuestra confianza en un ser creado si no creemos en el que nos creó? ¿Por qué preferiríamos al hombre en vez de a Dios, lo mortal a lo inmortal, el polvo a la gloria? En nuestra angustia, en nuestro dolor, en nuestra incertidumbre, tenemos la palabra de Dios, el Dios que ha declarado el fin desde el principio y desde los tiempos antiguos las cosas que aún no han sido hechas, el Dios que promete: «Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré” (Is. 46:10). Tenemos Su palabra segura y certera que, así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Tenemos Su promesa de que, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, se puede “obtener una herencia incorruptible, inmaculada, y que no se marchitará, reservada en los cielos para vosotros, que sois protegidos por el poder de Dios mediante la fe, para la salvación que está preparada para ser revelada en el último tiempo” (1 Pe. 1:4-5). Y cada uno de nosotros, debemos preguntarnos: Si no creemos esto, ¿qué creeremos entonces? Si no creemos en Él, ¿en quién creeremos? ¿Qué más podríamos querer, esperar o necesitar? Mientras que nuestros seres queridos nos son arrebatados, parten de este mundo y se nos pierden de vista, tenemos la mayor de las esperanzas y la mayor de las certezas. Tenemos la palabra segura y firme del Dios que nos hizo, el Dios que nos salvó, el Dios que resucitó a su Hijo, el Dios que nos aseguró que nos ha dado la victoria final por medio de Jesucristo. Y si tenemos esa palabra, tenemos todo lo que necesitamos. Este artículo se publicó originalmente en Challies.