Esto sabéis, mis amados hermanos. Pero que cada uno sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para la ira. (Stg 1:19) No creo que necesite convencerte de que el apóstol tiene razón cuando dice que deberíamos ser «prontos para oír». Sabes que escuchar es bueno. Ambos, tanto tu experiencia personal como el llamado de nuestro Señor a «amar a tu prójimo como a ti mismo» hacen que el concepto de escuchar sea claro. De hecho, ¿cómo hablaremos palabras de esperanza y sabiduría en Cristo si primero no hemos oído atentamente para ser útiles en compartirlas? Pero si es claro que escuchar es bueno, ¿Por qué es tan difícil? Por que luchamos para escuchar La mayoría de nosotros ya sabe qué hace al buen escuchar. Un buen oyente no interrumpe. Un buen oyente no espera sin aliento hasta que la otra persona hace una pausa para poder insertar su opinión. Un buen oyente hace preguntas sabias para seguir un asunto, muestra un interés genuino a través del lenguaje corporal y las expresiones faciales, da tiempo al locutor para expresar sus pensamientos; y la lista continúa. Yo aprecio estas habilidades, y hay muchas personas con ellas que podríamos mencionar. Si alguna vez has escuchado real y atentamente, y hecho las preguntas como un conversador interesado y pensativo, entiendes el gran (y raro) privilegio que esto representa. Sin embargo, no creo que la falta de esta habilidad sea el mayor problema para la mayoría de nosotros en nuestro oír. La mayoría de las personas son ya instintivamente buenos oyentes, cuando quieren serlo. Hasta un niño muy capaz de distraerse puede interesarse en una historia. Todos nosotros prestamos atención, nos desaceleramos, hacemos buenas preguntas, y esperamos ansiosamente la respuesta cuando nos importa mucho el tema o la persona que está hablando, ya sea un amigo cercano o un personaje en la televisión. No, la dificultad real en escuchar bien es la misma dificultad que enfrentamos en muchas otras áreas de nuestra vida: la falta de amor. Es difícil escuchar bien, por lo menos en su gran mayoría, porque nuestros corazones y mentes no están completamente convencidos de que los demás merecen ser escuchados. Luchamos para escuchar porque luchamos para amar a nuestro Señor lo suficiente como para atesorar a Sus amados, y las preocupaciones que se hallan en sus corazones, preocupaciones que sus palabras revelan (Lc 6:45). Dos grandes tentaciones En el primer capítulo de Santiago, recibimos el memorable verso citado más arriba que nos llama a ser “prontos para oír”. Santiago, en su usual estilo conciso, menciona dos grandes tentaciones humanas que nos impiden ser prontos para oír. Ocurre uno de estos últimos momentos cuando la Escritura se encuentra completamente accesible para un pequeño niño mientras que también guía una exploración de las intenciones del corazón que ni siquiera los consejeros más expertos pueden encontrar profundamente. ¿Qué cualidades contrasta Santiago a la virtud de estar listo para escuchar? Una pecaminosa rapidez para hablar y para enojarse. Rapidez para hablar Primero, menciona “lento para hablar”. En la superficie, esto parece obvio: es difícil escuchar cuando eres tú el que está hablando. Pero Santiago nos da más que una obviedad aquí. Ser rápido para hablar conlleva algo mucho más básico y siniestro que sólo ser poco habilidoso, o decir muchas palabras. Ser rápido para hablar es, en realidad, ser egoísta. Soy rápido para hablar cuando quiero impresionar, y nuestra conversación se vuelve la ocasión para que demuestre mi inteligencia, mi conocimiento de teología, mis historias de éxito en el ministerio, mi humilde actitud. Soy rápido para hablar cuando quiero escapar del aburrimiento de escuchar detalles de su vida, comentarios de su perspectiva o temas en general que no me interesan. Soy rápido para hablar cuando quiero terminar una conversación para poder continuar con otras tareas, otras comodidades, otras conversaciones. De hecho, las palabras de Santiago hasta nos señalan las veces en que nos quedamos en silencio mientras alguien habla, pero le damos rienda suelta a nuestros pensamientos distraídos, escapando internamente mediante escuchar nuestra propia voz cerrando nuestros oídos a la persona enfrente de nosotros. Nada de estos caprichos nos lleva a tener interés en otros, o lo que ellos tienen que decir. Rápido para enojarse La segunda tentación de la que Santiago nos advierte es ser rápido para enojarse: “Sean lentos para la ira”. Mientras que ser rápido para hablar viene de esa falta egoísta de interés en otros, ser rápido para enojarse viene de la propia justicia autoprotectora y orgullosa. Cuando soy rápido para enojarme, nuestra conversación se convierte en una lucha para probar que tengo razón en lugar de entender sus valores, preocupaciones o perspectiva. El enojo concebido rápidamente genera acusaciones en lugar de preguntas honestas. “¿Cómo puedes haber hecho algo tan estúpido?” “Continúa interrumpiendo cuando quieras; obviamente lo que tú tienes para decir es más importante que cualquier cosa que yo quiera compartir”. El enojo también es mortal, aun cuando se revuelve silenciosamente por dentro. “Cifras, aquí va de nuevo,” y “No puedo creer que puedas decir eso cuando tú eres el/la que siempre…”; pensamientos como estos no te llevan a ningún lado sino a una postura en la que hay que escuchar. No es sorpresa que Santiago resume la dinámica entera del enojo una página despúes, diciendo: “¿De dónde vienen las guerras y los conflictos entre vosotros? ¿No vienen de vuestras pasiones que combaten en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis, por eso cometéis homicidio. Sois envidiosos y no podéis obtener, por eso combatís y hacéis guerra” (Stgo 4:1-2). Fondo del asunto: cuando no obtenemos lo que queremos, a nuestra manera, en nuestro tiempo, nos enojamos. Y el enojo está seguro de que está bien, seguro de que tiene una instancia moral suprema, seguro de que necesita sofocar toda opinión contraria. El enojo, entonces, no sirve para escuchar. El amor escucha Gracias a Dios, nuestra agobiante y común tendencia a hablar y estar a la defensiva rápidamente apenas sorprende al Espíritu Santo. Él nos conoce. El compañerismo con Él transforma nuestros corazones día a día para que reflejemos a Cristo, y pongamos los intereses de otros por delante de los nuestros (Fil 2:1-11), Él nos enseña a escuchar a otros que podamos conocer y amarlos mejor (Fil 1:9). Jesús no nos expulsa indefensos a un campo de aburridos y amenazadores interlocutores, mandándonos fríamente a “hablar menos, sonreír más” (por el dubitativo consejo de Aaron Burr en Hamilton). De hecho, nuestro Dios, el mejor oyente en el universo, va al extremo opuesto en dar ayuda. Él nos promete estar con nosotros a cada paso del camino hasta el final de nuestras vidas, el final de los tiempos (Mt 28:20). Luego, nos invita, y hasta suplica, a volcar nuestros corazones a Él constantemente a medida que caminamos (Sal 62:8). Él inclina Su oído, o como la Nueva Traducción Viviente encantadoramente lo dice, “a mí ha inclinado su oído” (Sal 116:2). Piensa en ello: el único ser en el cosmos que no necesita escuchar a nadie, ya que Él ya sabe todas las cosas, hace Su placer especial el escuchar nuestro confundido y emocionalmente inseguro parloteo. Y lo escucha “sin cesar” (1 Tes 5:17), a fin de redimirlo para que Él pueda seguir escuchándolo por la eternidad (Ap 22:3-5). Sí, Él que sabe todas las cosas, se interesa continuamente en nosotros, y nos escucha, ¿Cómo podemos hacer menos que eso por nuestros compañeros humanos? El que tiene oídos oiga. Y que el amor de Cristo, una vez habiendo escuchado, nos empodere para escuchar a nuestras esposas, nuestros compañeros miembros de la iglesia, nuestros amigos, nuestros niños, y nuestros conocidos, con la cautivadora atención de un niño al escuchar su historia favorita, la completa concentración de un estudiante universitario estudiando para un examen. Ya que con entusiasmo que nos dejará sin aliento aún estaremos escuchando, en mil años, al otro hablar de las singulares formas en que Dios ordenó el curso de cada una de nuestras vidas para Su gloria.