“Él sabe, sí, Él sabe, entonces ¿por qué no confiar en Él, y contar tus alegrías y tus aflicciones al Salvador de los hombres?”. Georgia C. Elliott.
Toda escuela primaria tiene su cuota de personajes pintorescos, y la mía no era la excepción. La chica más insoportable en mi clase de primer grado tenía coletas, rodillas huesudas y una gran falta de dominio propio cuando se trataba de contestar preguntas. Se inclinaba hacia adelante y agitaba su brazo para ser la primera en captar la atención de la maestra. Si la señora Walker, nuestra maestra, llamaba a otro estudiante, la señorita Coletas se estiraba tanto como pudiera desde su asiento y movía sus dedos con desesperación, susurrando: “Yo, yo, yo, yo…”, asumiendo que ese otro estudiante no sabría la respuesta. Cuando finalmente se le daba el turno para hablar, soltaba su respuesta a toda velocidad y su cara pasaba de reflejar desesperación a mostrar triunfo y alivio —aunque a veces era difícil de interpretar debido a la ausencia de sus ocho dientes delanteros—.
Era una sabelotodo que siempre quería pasarse de lista. Esa era yo.
Un día, la señora Walker me llevó a un lado y me dijo:
—Qué bien se siente dar la respuesta correcta a una pregunta, ¿verdad?
Sí, realmente se sentía maravillosamente bien.
—Dejemos que algunos de los otros niños tengan la oportunidad de sentirse así al dar la respuesta correcta. ¿De acuerdo?
Bueno, señora Walker, no sé si pueda mantener mi ego gigante dentro de esos parámetros. Pero la entiendo.
Casi todas tuvimos momentos como estos durante nuestra infancia. La arrogancia de la juventud nos persigue hasta los comienzos de la edad adulta, cuando las realidades de la vida empiezan su trabajo correctivo de enseñarnos los límites de nuestro conocimiento. Mark Twain lo dijo bien: “Cuando tenía catorce años mi padre era tan ignorante que apenas podía soportar tenerlo cerca. Pero a los veintiún años me sorprendí de lo mucho que el viejo había aprendido en siete años”. Envejecer significa crecer en conocimiento, pero también significa crecer en nuestra percepción de lo poco que realmente sabemos de todo lo que hay por conocer. Lo cual es un montón. La señorita Coletas se encuentra ahora en la mediana edad, una etapa en la que esperaba comenzar a tener una sensación de seguridad como resultado de las experiencias y la educación que ha acumulado. En cambio, cada vez es más consciente de lo poco que ha aprendido y de lo mucho que aún no conoce. No solo eso, sino que ha empezado a olvidar.

El Dios que no aprende
¿Quién es la persona más inteligente que has conocido? No la que más se pase de lista, sino la más hábil intelectualmente hablando. En mi caso, fue mi abuelo. Aparte de ser un fiel hombre de fe, fue un ingeniero nuclear antes de que el campo existiera oficialmente. Acumuló patentes y reconocimientos bien merecidos a lo largo de una carrera que se extendió casi hasta sus noventa años. Murió a los noventa y tres, todavía con una mente activa. En su funeral, sus estudiantes lo describieron afectuosamente como alguien tan brillante que sin duda sabía más ciencia de la que ellos eran capaces de aprender en todas sus vidas. Pero mi abuelo, el intelectual más hábil que he conocido, es apenas una sombra del Dios a quien adoraba.
Dios no solo sabe mucho, sino que es omnisciente; Su conocimiento es infinito. Conoce todas las cosas, no porque las haya aprendido, sino porque es el origen de todo. Dios no aprende. Aprender implica cambiar y Él es inmutable. Aprender implica mover los límites del conocimiento, y Su conocimiento no tiene límites. Eso de que “aprendemos algo nuevo cada día” no se aplica a Dios. Jamás ha aprendido algo nuevo. Al no estar limitado por el tiempo, Dios conoce todas las cosas pasadas, presentes y futuras, y todo lo que existe fuera del tiempo. Y nunca olvida porque está plenamente presente en todo lugar. Hemos dicho que Su conocimiento de Sí mismo y de nosotras es perfecto, pero esto es solo una pequeña parte de todo lo que conoce. A. W. Tozer nos ofrece este intento de capturar las profundidades del conocimiento de Dios:
Sin esfuerzo alguno, Dios conoce toda materia, toda mente, todo espíritu, todo ser, toda criatura, toda pluralidad, toda ley, toda relación, toda causa, todo pensamiento, todo misterio, todo enigma, todo sentimiento, todo deseo, todo secreto, todo trono y dominio, toda personalidad, todo lo visible y lo invisible en el cielo y en la tierra, el movimiento, el espacio, el tiempo, la vida, la muerte, el bien, el mal, el cielo y el infierno. Puesto que Dios conoce todo a la perfección, no conoce ninguna cosa más que otra, sino que conoce todo igualmente bien. Nunca descubre cosa alguna. Nunca se sorprende ni se asombra. No necesita buscar información ni hacer preguntas (excepto cuando quiere que los hombres reconozcan algo para su propio bien).

El aprendizaje es un concepto ajeno para Dios, pero es algo fundamental para el ser humano. Incluso inicia antes de que nazcamos: el vientre de nuestra madre fue nuestro primer salón de clases, donde nuestros cinco sentidos comenzaron a procesar los estímulos. Y nunca paramos de aprender. La frase “uno nunca está demasiado viejo para aprender” se aplicaba a mi abuelo, y mi oración es que se aplique a mí también. Desde la cuna hasta la tumba, aprender es esencial para el ser humano. Y no solo eso, sino que es un derecho humano. Las Naciones Unidas ven la educación como “un derecho fundamental y esencial para el ejercicio de todos los demás derechos humanos”. Cuando los gobiernos quieren negarle a alguien el pleno ejercicio de su humanidad, suelen empezar con la educación. Ha habido mujeres, personas pobres e incluso etnias completas a quienes se les ha impedido recibir educación por temas de control o de marginalización. Ser humano es aprender. Negar el aprendizaje humano es adjudicarse el papel de Dios —más bien, de una versión malévola de Él—. Solo un Dios bueno puede establecer los límites del entendimiento humano en lugares que son correctos y buenos.

Poniendo a prueba los límites de nuestro aprendizaje
Dios ha dejado el universo abierto para que lo exploremos. Somos libres para descubrir lo que podamos según nuestras habilidades intelectuales, en los tiempos y los lugares que Él ha ordenado para nosotras. Aunque no podemos afirmar que Dios ha limitado la cantidad de conocimiento que el ser humano puede explorar, podemos decir sin lugar a dudas que sí ha limitado la cantidad de conocimiento que un humano puede consumir y usar. Estos límites son cada vez más evidentes para los que vivimos en esta época digital. Treinta años después de los inicios del internet, ¡se estima que lo usa el 39% de la población mundial (2.7 billones de personas)! Y la cantidad de información que generamos es impresionante. Cada minuto se envían 204 millones de correos electrónicos, se publican 3472 imágenes en Pinterest, se hacen más de 4 millones de búsquedas en Google, y los usuarios de Facebook comparten 2.5 millones de publicaciones.
Estamos poniendo a prueba los límites de nuestro consumo en una manera que no fue posible para las generaciones anteriores. El Internet ofrece un bufé libre a todos, tanto al que realmente busca respuestas como al que simplemente está aburrido. Y nos servimos del bufé como si nuestros cerebros tuvieran espacio para toda esa información (y como si la necesitáramos). Como ocurre con todos los bufes, por más maravillosas que sean su accesibilidad y variedad, el consumo imprudente puede causarnos problemas de salud. Hay una diferencia entre el aprendizaje saludable y la glotonería informativa: una refleja nuestra naturaleza humana, y la otra es un deseo insaciable por la ausencia de límites.

Nuestro deseo insaciable por la información es una clara señal de que codiciamos la omnisciencia divina. Queremos estar al tanto de todos los hechos, pero como seres finitos no tenemos esa capacidad. Por tanto, el consumo desmesurado de información no nos da la paz mental que estamos buscando, sino que aumenta nuestra ansiedad. Los psicólogos han acuñado un término que describe lo que sucede cuando ignoramos los límites de nuestros cerebros: “sobrecarga de información”. Los estudios muestran que la sobrecarga de información causa irritabilidad, enojo, letargo, apatía e insomnio. Puede causar estrés cardiovascular, problemas digestivos, dolores de cabeza, dolor estomacal, dolor muscular, afectar la visión y elevar la presión arterial. Afecta nuestra capacidad cognitiva y, por tanto, nuestra productividad al disminuir nuestra capacidad para prestar atención y nuestra habilidad para concentrarnos.
Contrario a lo que pensaríamos, la sobrecarga de información también reduce nuestra capacidad para tomar decisiones. Si bien la recopilación de datos puede ayudarnos a tomar decisiones, con tantos datos opuestos o contradictorios que sopesar, nos enredamos. Sufrimos de “parálisis por análisis”, pues siempre tememos que haya alguna otra información que invalide la decisión que hayamos tomado. Incapaces de sopesar la lista aparentemente interminable de ventajas y desventajas en cada situación, no podemos decidirnos. No hacemos nada.
La sobrecarga de información también tiene otro efecto devastador: mata la empatía. Un estudio llevado a cabo por la Universidad del Sur de California reveló que la exposición rápida a titulares o historias de desastres o tragedias puede adormecer nuestro sentido de la moralidad y promover la indiferencia. Manuel Castells, sociólogo de la misma universidad, dice: “En una cultura mediática donde la violencia y el sufrimiento se convierten en un espectáculo interminable, sea ficción o ‘infotenimiento’, la indiferencia a la idea del sufrimiento humano se va asentando gradualmente”. Dios nos ayude si como creyentes ignoramos los límites adecuados para nuestras mentes.
Dios nos ayude si la iglesia sucumbe a la inacción y la indiferencia ante el sufrimiento humano. Debemos respetar los límites que Dios ha establecido en cuanto a la cantidad de información que podemos procesar y a la cantidad de tiempo que toma procesarla para que nos lleve a actuar y a ser empáticos. Nadie como Él.
Este artículo ha sido tomado del libro Nadie como Él, escrito por Jen Wilkin. El texto corresponde a una parte del capítulo 8, titulado “Omnisciente: un Dios cuyo conocimiento es infinito”. Allí se encuentran las notas y referencias. Puedes adquirir este libro a través de Poiema.