Una de las pocas cosas que recuerdo de mi breve paso por el griego en la secundaria es la primera parte de Juan 1. Puede que haya olvidado en gran parte el alfabeto y el poco vocabulario que logré aprender, pero todavía puedo recitar algunas de las primeras palabras del discípulo amado acerca del Verbo.
En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres. La Luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron (Jn 1:1-5).
El primer capítulo de Juan es poderoso por muchas razones, pero en los últimos meses, la parte más desconcertante del pasaje para mí ha sido Juan 1:14: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.
Como madre primeriza, lo que pienso cuando leo ese versículo es: Wow, el arquitecto del universo diseñó mi cuerpo para dar vida, y luego Él entró en ese proceso convirtiéndose en el hijo de una madre.

No solo para Adviento
Di a luz a mediados del verano. Aunque mi esposo y yo vivíamos en la tundra helada que llaman Minnesota, la nieve hacía tiempo que se había derretido, los villancicos se habían apagado, e incluso las casas más descuidadas habían guardado sus luces de Navidad. La canción Mary Did You Know? [María, ¿lo sabías?] no se encontraba por ninguna parte en la radio.
Sin embargo, a medida que se acercaba el nacimiento de mi hijo, mis pensamientos volvían, una y otra vez, a aquella escena en el pesebre, y me maravillaba de los días que la precedieron. Pensaba en la joven María, visitada por el ángel Gabriel. Pensaba no solo en la verdad monumental de la promesa que él anunció para el hijo de María (Lc 1:31-33), sino en pequeñas cosas en las que nunca había pensado mucho antes.
La madre de Cristo fue una mujer cuyo cuerpo se convirtió en un sacrificio vivo para Él de la misma manera que mi cuerpo se convirtió en un sacrificio vivo para mi hijo. ¿También tuvo náuseas matutinas? ¿Fue un problema dejar de dormir boca abajo y tener que girar de lado? ¿Puso su mano sobre el vientre para sentirlo patear y moverse? ¿Cómo es que ella pudo, estando embarazada de nueve meses, montar un burro?

El Verbo se hizo carne
Nunca me he sentido tan íntimamente cercana a Jesús como cuando nació nuestro bebé. Es cierto, no fui visitada por ningún ángel del cielo, y aunque mi hijo está hecho a imagen de Dios y espero que algún día llegue a ser hijo de Dios, él no es el Hijo de Dios, concebido inmaculadamente por el poder del Espíritu Santo. Pero Jesús tuvo una madre. Ella fue una vez una mujer embarazada y pasó por el dolor del parto, en un establo, nada menos, para traer al Creador del mundo a Su propia creación.
Es asombroso.

Cristo vino a la tierra a través de un proceso que ha estado sosteniendo a la humanidad desde el principio de los tiempos. Su madre se unió al linaje de incontables mujeres que han sacrificado sus cuerpos para dar vida, y cada madre después de ella sigue esos mismos pasos.
El embarazo y el dar a luz son una imagen hermosa, y un recordatorio constante, del hecho de que el Verbo se hizo carne. Él se rebajó a entrar en el ciclo de la vida que se ha repetido en toda la humanidad desde Adán y Eva. Es la realidad más simple y más compleja al mismo tiempo, el nutrir a un hijo en el vientre. Y Cristo eligió participar de esa hermosa sencillez. Él pasó por todo el ciclo de la vida, y comenzó en el vientre de una mujer, tal como toda vida humana lo hace.

Todas las cosas hechas por medio de Él
El Creador permitió que se le tejiera como un niño en el vientre de Su madre. Y para las mujeres embarazadas, nuestros hijos están siendo tejidos por el mismo Creador. Al embarcarnos en este camino de la maternidad, podemos saber que nuestro Dios no solo ordenó el camino; Él también participó en él. El Creador y Sustentador de la vida fue una vez un niño en el vientre de Su madre. Y tú, madre embarazada, hija del Altísimo, has sido bendecida para llevar un hijo propio.
En un mundo devastado por la desvalorización de la vida no nacida, el hecho de que nuestro Salvador fuera una vez un feto es asombroso. La santidad de la vida que crece dentro de una mujer embarazada se nos recuerda cada día, no solo por el rápido desarrollo de ese pequeño ser humano o el casi igual de rápido crecimiento de esa pancita, sino por la personalidad que le confiere el Salvador cuya persona en la tierra comenzó exactamente de la misma manera.
Él habitó entre nosotros
Como madres primerizas, estamos llamadas a hacer un sacrificio increíble. Nuestros cuerpos se transformarán y cambiarán de maneras que nunca pensamos posibles. Todo, desde tus caderas hasta tu cabello y tu estado de ánimo, sufrirá un cambio drástico y, si Dios quiere, culminará en un parto que pondrá tu cuerpo a prueba como nunca antes, y en un hijo que hará lo mismo con tu corazón.
Es la cosa más asombrosa y milagrosa del mundo, algo que solo el soberano Autor de la vida podría lograr. Y también es la cosa más normal y cotidiana del mundo. Más de 300.000 bebés nacieron hoy, y la misma cantidad nacerá mañana. Es algo tan parte de nuestra existencia normal como humanos aquí en la tierra que el Hijo de Dios mismo pasó por el mismo proceso para hacerse carne y habitar entre nosotros.

Y es por Su venida a la tierra como un niño, y crecer hasta la adultez, y morir en la cruz, que la maternidad no es solo un ciclo natural de la vida, sino una temporada de santificación; una serie de semanas y meses en las que podemos llegar a ser más y más como Cristo y más preparadas para un futuro glorioso con Él. Cristo da a la maternidad su significado más profundo, y todo empieza con Él convirtiéndose en un bebé.
Publicado originalmente en Desiring God.