Ahí estaba yo una tarde de otoño a seis hectáreas lejos de casa. Disfrutaba del sonido del viento tumbada en el césped viendo las nubes moverse a toda prisa al compás del viento. Las flores que me rodeaban parecían susurrar una dulce melodía, mi cabello flotaba junto a mi rostro. De vez en cuando levantaba mis brazos al cielo solo para sentir el viento helado chocar con el dorso de mis manos. Pasaba muchos minutos, tal vez horas disfrutando de toda esa sinfonía hasta que, a la distancia, escuchaba a mi madre gritar mi nombre. De un salto me ponía en pie y corría a toda velocidad —con el viento en contra— por aquella pequeña vereda; mi vestido volaba y, muchas veces el frío viento hacía mis ojos llorar. Corría y corría con todas mis fuerzas para llegar al lugar donde mis padres aguardaban por mí en aquella vieja camioneta Ford color rojo para entrar juntos a nuestro hogar. Nada me preocupaba. Sabía que podía descansar a mitad de la nada porque había un lugar al que siempre podía regresar: Mi hogar. Nada me preocupaba, siendo niña ¿qué cosas me podían quitar la paz? Sin embargo, el tiempo avanza sin siquiera percatarnos. La vida pasa, y pasa sin preguntar si acaso estamos de acuerdo. Los tiempos de paz en medio de la nada, tumbada en el césped, se empiezan a agotar. A esa transición, algunos le llaman: crecer. Envejecer, le dicen otros. Unos cuantos más, madurar. Y, comenzamos a preocuparnos por todo y de más. ¿Qué haré con tan poco sueldo? ¿Cómo sacaré adelante a mis hijos? Necesito restaurar mi matrimonio. ¿Y, si es cáncer? ¿Y, si enviudo? ¿Y, si muero? Pensamientos que se van instalando en nuestra mente y corazón a medida que vamos dejando de ser niños. La vida comienza a complicarse. «Clase de desesperación por querer ser adulto» debería ser parte del sistema curricular de la educación cuando aún somos niños. Una clase exclusiva que nos enseñe que, todo ocurre en el tiempo de Dios,1 que hay que disfrutar cada momento de la vida sin adelantar nada, sin quemar etapas. La vida es hermosa. Cada día es un regalo de Dios para su creación. Cada mañana Él nos extiende Su misericordia.2 Entonces, saber que Dios cuida de sus hijos, de su vida y de su futuro, debe cambiar nuestra perspectiva. Pasamos tiempo preocupadas por lo que vendrá, nos afanamos por días que no sabemos si llegarán3 y, en ocasiones, olvidamos la eternidad. ¿Dónde estaremos después de morir? Considera 1 Juan 5:11-13: «Y el testimonio es este: que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en Su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida, y el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida. Estas cosas les he escrito a ustedes que creen en el nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna». ¿Quién es quien tiene al Hijo? Aquellos que han creído en Él y lo han recibido (Juan 1:12). Si hemos conocido a Jesús, si le tenemos, tenemos la vida eterna. Cada día tenemos la oportunidad de acercarnos al trono de la Gracia de Dios y hallar descanso en Él.4 Cada preocupación que tengamos o se nos presente, podemos confiar que Dios cuida de nosotras, Él es nuestro castillo, nuestra torre fuerte, nuestro libertador.5 Los que a Él miraron, fueron iluminados; Sus rostros jamás serán avergonzados. Este pobre clamó, y el Señor le oyó, Y lo salvó de todas sus angustias. El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen, y los rescata (Salmos 34:5-7). El tiempo que estemos aquí en la tierra vivamos para Su gloria, confiando en Él, presentándonos ante Él en cualquier situación sin olvidar que cuando las preocupaciones nos agobien, escrito está: «Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar. Tomen Mi yugo sobre ustedes y aprendan de Mí, que Yo soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas» (Mateo 11:28-29). Que los afanes de esta vida no nos hagan olvidar la bondad de Dios; que la seguridad de nuestra salvación nos haga vivir confiadas en que, al final de la vida en esta tierra viviremos eternamente al lado de nuestro Dios. ¿Por qué preocuparnos? En Sus manos está nuestra vida presente, el futuro y la eternidad. Descansemos en que Él tiene cuidado de nosotras y cumplirá su propósito en cada una.6 Descansemos en esa paz que solo Cristo nos da, pues Él es nuestra paz. Por un momento detengámonos y disfrutemos de la tranquilidad que nos da el saber que no estamos solas, que podemos descansar en Él. Podemos descansar en la esperanza de que cuando su voz llamándonos a Él se escuche en el firmamento, con todas nuestras fuerzas podremos correr y correr contra la corriente, con el viento en contra; y, en un momento, en un instante casi imperceptible llegaremos a ese destino, ese lugar donde siempre es bueno anhelar regresar: Su presencia, un mejor Edén, donde Él está preparando un hogar, una morada en la que viviremos con Él, eternamente.7 Que el futuro deje de preocuparnos, que sirva como recordatorio de la soberanía de Dios y de que su plan siempre siempre siempre ha sido mejor. Algún día llegaremos a ese sitio donde se nos ha prometido habitar en gloria con el Dios Trino al que pertenecemos. Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, preparada como una novia ataviada para su esposo. Entonces oí una gran voz que decía desde el trono: «El tabernáculo de Dios está entre los hombres, y Él habitará entre ellos y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos. Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado» (Ap. 21:1-4). No te preocupes… En Su Gracia KF Publicado originalmente en karlowsky.substack. Usado con permiso.