Una frase que me repitieron mil veces en mi adolescencia fue: “Dios quiere que llegues virgen al matrimonio”. Era la consigna del joven cristiano, la meta que prometía la satisfacción de haber cumplido. Pero ¿es esa la meta final que Dios tiene para nosotros? El problema con esta forma de pensar es que reduce la pureza a un solo acto físico. El énfasis de la santidad recae únicamente sobre el cuerpo, dejando la puerta abierta a una peligrosa idea: que es natural permitirse cierto nivel de impureza sexual, emocional e íntima, siempre y cuando “te mantengas virgen”.
Amado joven, quiero decirte que la pureza que Dios anhela para ti va mucho más allá del aspecto físico. La impureza interna es tan grave y pecaminosa como la del cuerpo. Por supuesto, es bueno y sabio que cuides tu cuerpo para la persona que Dios tiene para ti, pero mi intención es llevarte a una reflexión más profunda y liberadora.

La pureza de acuerdo con la Palabra de Dios
Si crees que el mayor deseo de Dios es que llegues “virgen al altar”, quiero amplificar este concepto con algo que transformó mi perspectiva: “El deseo de Dios no es solamente que llegues virgen al matrimonio; el deseo de Dios es que llegues puro”. Esta idea es un telescopio que nos permite ver la verdadera dimensión de la santidad. El anhelo de Dios es nuestra pureza completa, una que nace en el interior y que inevitablemente se manifiesta en el exterior. Dos pasajes son cruciales para entender esto.
Primero, en el Sermón del Monte, Jesús eleva radicalmente el estándar. Él dice: “Ustedes han oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pero Yo les digo que todo el que mire a una mujer para codiciarla ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5:27-28). Con estas palabras, Jesús traslada el campo de batalla por la pureza desde el dormitorio hasta el corazón y los ojos. Declara que la lujuria es, en esencia, infidelidad. La verdadera pureza, entonces, no comienza por controlar nuestras acciones, sino nuestros pensamientos, intenciones y deseos.

Segundo, el apóstol Pablo es igualmente claro sobre cuál es la voluntad de Dios para nosotros. En su carta a los Tesalonicenses, escribe: “Porque esta es la voluntad de Dios: su santificación; es decir, que se abstengan de inmoralidad sexual; que cada uno de ustedes sepa cómo poseer su propio vaso en santificación y honor, no en pasión degradante, como los gentiles que no conocen a Dios” (1Ts 4:3-5). La voluntad de Dios es nuestra santificación, un proceso de ser apartados para Él. Pablo lo define de dos maneras: una negativa (abstenerse de inmoralidad sexual) y una positiva (controlar nuestro cuerpo en santidad y honor). El contraste que hace con la “pasión degradante” demuestra, una vez más, que la lucha es interna.
Este llamado a una santidad integral no es un tema aislado; resuena en todo el Nuevo Testamento, que nos manda a limpiarnos de toda contaminación de carne y de espíritu (2Co 7:1), a seguir la paz y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Heb 12:14), y a ser santos en toda nuestra manera de vivir, porque Él es santo (1P 1:16).

Una exhortación desde el corazón
Aunque por la gracia de Dios llegué virgen al matrimonio, hoy te confieso que me hubiera gustado llegar mucho más limpio en todos los sentidos de mi vida. Me hubiera gustado haber comprendido antes lo que te cuento ahora. Te escribo de pastor a amigo, reconociendo que la lucha por la pureza es diaria.
Por eso, te animo a cambiar tus oraciones. En vez de decirle: “Señor, ayúdame a llegar virgen”, mejor pídele que te ayude a llegar puro. Que tu clamor diario sea como el de aquella canción de Marcos Vidal: “Hazme íntegro y sincero, hazme puro y verdadero, no te pido nada más”.1 Analiza tu entendimiento de la pureza, no sea que se convierta en un simple logro moral que nunca toca el corazón. Establece convicciones bíblicas firmes sobre qué ver, qué escuchar y qué hacer, y busca el apoyo y la rendición de cuentas de personas maduras en la fe.

Sobre todo, reconoce que el remedio para un corazón impuro no es tu propia fuerza. Después de leer el estándar de Jesús en Mateo 5, es fácil sentirse abrumado. ¡Y esa es precisamente la idea! La carne no puede reformar a la carne. La solución no es más “determinación”, sino la confesión y el arrepentimiento delante de Dios, una mirada honesta a la cruz y una obra sobrenatural del Espíritu Santo para transformar tu corazón. Bien dijo Pablo en Romanos 8:11: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de Su Espíritu que habita en ustedes”.
Si hay algo que confesar, hazlo hoy y busca ayuda de hombres piadosos que te guíen. Hazlo enfocándote en Cristo, no en tu capacidad de ser santo. La santidad que anhelamos no es algo que producimos; es algo que fluye desde nuestra unión con Él y Su vida en nosotros.
[1] Marcos Vidal, Nada Más. Álbum: Sigo Esperándote.