El dolor más agudo que se puede sufrir en el matrimonio no proviene de un extraño, sino de la persona más cercana. Es una herida y un eco del lamento del salmista, quien expresó un sentimiento similar de parte de alguien muy cercano: “Porque no es un enemigo el que me reprocha, si así fuera, podría soportarlo; ni es uno que me odia el que se ha alzado contra mí, si así fuera, podría ocultarme de él; sino tú, que eres mi igual, mi compañero, mi íntimo amigo; nosotros que juntos teníamos dulce comunión” (Sal 55:12-14).
Cuando quien te debía amar como Cristo, cuidar tus afectos y presentarte pura y sin mancha se convierte en la fuente de rechazo, el mundo puede parecer desmoronarse. La mujer puede pensar: “Mi esposo me rechaza, no me dirige la palabra, no me mira, no me abraza y no me sonríe, ¿hay algo más doloroso que esto?”.
Si una amiga tuya o tú misma estás atravesando un posible divorcio, considera que, para transitar una prueba de esta magnitud, es fundamental abordar dos realidades inseparables: necesitamos dimensionar con honestidad la profunda herida que el divorcio provoca, y solo entonces podremos abrazar con claridad la respuesta esperanzadora que nos ofrece el evangelio.

1. Reconoce el dolor del divorcio
Si entendemos que el matrimonio crea un solo cuerpo, entonces el divorcio solo puede ser descrito como un cuerpo decapitado. Es una amputación violenta que no deja a nadie ileso. Las heridas son profundas y las cicatrices son permanentes, las cuales no solo marcan a los cónyuges, sino también a los hijos. Hay consecuencias perdurables en las reuniones familiares y en la estructura misma de la vida.
Para la mujer a quien le piden el divorcio, la experiencia es un asalto a su identidad. Se siente rechazada, despreciada y minimizada, no solo por su esposo, sino a menudo por la familia de él también. Comienza a preguntarse: “¿Ha encontrado algo reprochable en mí? ¿Qué hice mal? ¿En qué fallé? ¿Soy culpable?”. Estas preguntas, avivadas por una culpa que asalta su mente, pueden silenciar cualquier otra verdad.
Frente a este sufrimiento, la primera respuesta de quienes la rodean debe ser un lamento santo, un dolor y tristeza compartido. No es momento para soluciones rápidas ni para frases vacías. Antes de dar cualquier consejo, debemos cumplir el mandato de “llorar con los que lloran” (Ro 12:15). Es necesario sentarse con ella en su dolor, acompañarla en sus lágrimas y ofrecer un espacio seguro donde su aflicción sea reconocida. Debemos animarla a que no involucre a los hijos pequeños en su tristeza y decepción, hablándoles mal de su papá, y a permanecer en oración por la intervención divina y por el esposo que quiere salir de la relación.

2. Provee una respuesta centrada en el evangelio
Aunque el dolor es real y abrumador, la respuesta no se encuentra en la razón humana, que a menudo aconseja: “Tú tienes dignidad, tú vales mucho, no soportes esto”, sino en las verdades eternas de la Palabra de Dios. Aquí tienes 3 respuestas centradas en el evangelio ante un posible divorcio:
Afirma su verdadera identidad
Es crucial recordar que su nombre no es “divorciada”, “repudiada” ni “abandonada”. Esas son etiquetas circunstanciales, no su identidad. Su verdadera identidad está anclada en lo que Dios dice de ella. Ella necesita estudiar, memorizar y creer lo que Dios dice que es:
Mas ahora, así dice el Señor tu Creador, oh Jacob, y el que te formó, oh Israel: “No temas, porque Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre; Mío eres tú. Cuando pases por las aguas, Yo estaré contigo, y si por los ríos, no te cubrirán; cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama te abrasará. Porque Yo soy el Señor tu Dios, el Santo de Israel, tu Salvador… Ya que eres precioso a Mis ojos, digno de honra, y Yo te amo…” (Is 43:1-4).
Su valor no depende de la aprobación de su esposo, sino del amor redentor de su Creador. Ella es Suya, preciosa y digna de honra. Esta es la verdad que debe sostenerla.

Abraza el ministerio de la reconciliación
El evangelio es, en su esencia, un mensaje de reconciliación. Por ello, aunque el mundo vea el divorcio como una salida, Dios lo ve como una tragedia. Él mismo declara con firmeza: “Porque Yo detesto el divorcio —dice el Señor, Dios de Israel—” (Mal 2:16). Jesús enseñó que esta concesión en la ley mosaica nunca fue el plan original, sino una medida permitida “por la dureza de su corazón” (Mt 19:8). De hecho, la ley imponía restricciones para desestimular las separaciones por motivos insignificantes, pues el adulterio, por ejemplo, se castigaba con la muerte (Dt 24:1-4).
Las causas que llevan a un hombre a pedir el divorcio, aunque parezcan insuperables (infidelidad, orgullo, idolatría al esperar que la esposa llene un vacío que solo Dios puede llenar), surgen de un corazón endurecido. Pero el llamado del creyente es encarnar la misión que Cristo nos entregó. “Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió con Él mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2Co 5:18). Así como Cristo nos buscó cuando éramos Sus enemigos, estamos llamados a buscar la paz y la restauración.

Este principio se traduce en acciones concretas. Salvo en casos de abuso físico que requieran protección, la mujer no debe ser la primera en irse de casa; nunca debe tomar dicha iniciativa. Su papel es vencer el mal con el bien, dar bien y no mal todos los días de su vida, recordando que si tu enemigo tiene hambre, debes darle de comer. La oración constante por el alma de su cónyuge no debe faltar.
Cultiva una conducta que honra a Dios
En medio de la prueba, Dios le pide que lo exalte y glorifique, y una de las formas más poderosas de hacerlo es a través de su conducta. La tarea no es fácil, pero la instrucción bíblica es clara:
Que el adorno de ustedes no sea el externo: peinados ostentosos, joyas de oro o vestidos lujosos, sino que sea lo que procede de lo íntimo del corazón, con el adorno incorruptible de un espíritu tierno y sereno, lo cual es precioso delante de Dios. Porque así también se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos (1P 3:3-5).
Este espíritu quieto, tierno y respetuoso, incluso ante un cónyuge difícil de soportar, halla gracia delante de Dios. No es una señal de debilidad, sino una demostración de una fuerza y una fe profundas que pueden, por la gracia de Dios, ganar sin palabra al esposo que se ha alejado. A la vez, de ser necesario, es sabio buscar asesoría legal para asegurar la provisión y conservación de su patrimonio y el de sus hijos.

El dolor y la esperanza del evangelio
El divorcio es una herida profunda, una decapitación de lo que Dios unió. El dolor es innegable y el camino es arduo. Sin embargo, para el creyente, la respuesta final no se encuentra en la autoafirmación, sino en el evangelio. Es un llamado a afirmar nuestra identidad en Cristo, a luchar por la reconciliación como Él luchó por nosotros, y a exhibir una belleza interior que es preciosa a los ojos de Dios.
Aunque la reconciliación parezca un milagro imposible, nuestro Dios es el Autor de ellos, el Príncipe de Paz que tomó la iniciativa de buscarnos cuando éramos Sus enemigos. Seguir este camino de fe no garantiza un resultado específico, pero sí garantiza que, sin importar el desenlace, Dios será glorificado, y en Él encontraremos paz y fortaleza.