Si es difícil ser líder, es mucho más difícil ser un buen líder. Si hay desafíos que enfrentan aquellos que dirigen, hay desafíos mucho mayores para quienes desean dirigir bien. Precisamente por eso tenemos un respeto tan profundo por los líderes que son ejemplares, por los líderes que dirigen con habilidad. Precisamente por eso nuestras estanterías están llenas de títulos sobre cómo convertirse en mejores líderes, sobre cómo dirigir con confianza, visión y carácter, sobre cómo dirigir como Steve Jobs, Abraham Lincoln o Jesucristo.
Hay varias áreas en las que he tenido que asumir una posición de liderazgo. Soy esposo de una mujer y padre de tres hijos, y Dios me ha llamado a liderarlos. Soy anciano en una iglesia y estoy llamado a ejercer el liderazgo en ella. Dirijo una pequeña empresa de blogs y tengo que dirigir a varias personas que me apoyan en ello. En todas estas áreas tengo que establecer la dirección y proporcionar supervisión así como resolver disputas y resolver problemas. En todas estas áreas tengo que cuidar de las personas y guiarlas de manera coherente con la Palabra de Dios.
Hay muchas partes del liderazgo que me resultan difíciles. Es difícil cargar con la responsabilidad de trazar una visión y decidir entre distintas direcciones; es difícil resolver conflictos interpersonales; es difícil motivar a las personas para que se unan en torno a una visión determinada; es difícil tener que pedir perdón por tomar decisiones equivocadas; es difícil ser responsable en última instancia del bienestar de las personas y las organizaciones.

Pero creo que la mayor dificultad de todas es saber que estoy dirigiendo mal. Saber que no estoy dirigiendo tan bien como podría o como desearía. El peso de la responsabilidad es ligero comparado con el peso de la insuficiencia, la incapacidad o el simple fracaso. Si todas esas otras cargas son pesadas, esta es la que amenaza con ser aplastante.
Veo mis fallas de liderazgo en mi hogar. No dirijo a mi familia de la manera que sé que debería. En ocasiones veo que no vamos a ninguna parte como familia. A veces percibo que estamos aburridos, desanimados, descontentos, desinteresados. A veces me doy cuenta de cuánto tiempo ha pasado desde que nos sentamos juntos para el devocional familiar o cuánto tiempo ha pasado desde que he hablado con mis hijos sobre el estado de sus almas. Veo mis fallas de liderazgo en mi iglesia. No dirijo la iglesia de la manera que sé que debo o puedo hacerlo sin tan solo quisiera hacerlo. Reflexiono sobre lo poco que he orado por la iglesia, las escasas ocasiones en que he llamado a alguien para saber cómo está, las pocas veces que he invitado a las personas a venir a mi mundo o me he integrado al suyo. Veo fallas en cada aspecto de mi liderazgo. Y esta es mi mayor carga.
Sin embargo, esta carga puede aligerarse, al menos hasta cierto punto y durante algún tiempo. Se aligera cuando considero la gracia y veo cómo Dios ha expresado Su aprobación y ha concedido Sus bendiciones a pesar de mi insuficiencia. Se aligera cuando veo crecimiento, ya sea personal o de las personas que amo y dirijo. Se aligera cuando escucho la gratitud de aquellos a quienes dirijo. Se aligera sobre todo cuando considero el evangelio que me asegura que mis fracasos, ya sean involuntarios o por negligencia, son perdonados a través de Jesucristo. Aunque anhelo dirigir perfectamente, gracias a Jesús, mi gozo, mi éxito y mi salvación no dependen de ello.
Publicado originalmente en Challies.