Vivimos nuestra vida cristiana en un lugar entre Egipto y la Tierra Prometida. Hemos sido justificados, pero aún no hemos sido glorificados; hemos atravesado sanos y salvos el mar Rojo, pero aún no hemos cruzado el Jordán ni hemos llegado a su otra orilla. Puede que no peregrinamos físicamente como lo hicieron los antiguos israelitas, y puede que no sigamos las columnas de fuego y nubes, pero no por ello somos menos peregrinos y dependemos menos de la bondad, la gracia y la guía de nuestro Dios. No dependemos menos de sus promesas para sostenernos cuando el camino es incierto, cuando nuestros enemigos se levantan, cuando el camino ante nosotros parece extenderse interminablemente.
Los israelitas eran propensos a dudar de Dios, a dudar de Su fuerza, de Su poder, de Sus intenciones. Eran propensos a dudar de que Dios sería fiel a Sus promesas y les conduciría a la tierra que mana leche y miel, la tierra que sería su hogar y descanso.
En muchos sentidos, la historia del Pentateuco es la historia de Dios demostrando Su fidelidad ante la falta de fe de Su pueblo. Por buena razón, a tan pocos de los que vieron a Dios dividir el mar entre Egipto y el desierto se les permitió ver a Dios dividir el río entre el desierto y la Tierra Prometida. Hubo consecuencias para su duda y para sus muchas manifestaciones en la murmuración, la rebelión y la idolatría.

Pero entonces, cuando la promesa da paso al cumplimiento y el invierno a la primavera, el Pentateuco da paso a Josué. Ahora vemos al poderoso guerrero al frente de un gran ejército. Conduce al pueblo a través del Jordán donde, luchando con la fuerza del Señor, experimentan una victoria tras otra. Poco a poco y batalla tras batalla, amplían los límites y expanden las fronteras hasta que, por fin, la guerra se convierte en paz. En el capítulo 21 leemos un conmovedor resumen de su éxito y, más aún, un inspirador resumen de la fidelidad de Dios. He aquí lo que encontramos en sus numerosos superlativos:
De esa manera el Señor dio a Israel toda la tierra que había jurado dar a sus padres, y la poseyeron y habitaron en ella. Y el Señor les dio reposo en derredor, conforme a todo lo que había jurado a sus padres. Ninguno de [todos] sus enemigos pudo hacerles frente; el Señor entregó a todos sus enemigos en sus manos. No faltó ni una palabra de [todas] las buenas promesas que el Señor había hecho a la casa de Israel. Todas se cumplieron.
(Jos 21:43-45, énfasis añadido)
Dios expulsó a los habitantes, protegió a Su pueblo, le dio un hogar y una tierra propia. En resumen, hizo todo lo que dijo que haría. Cumplió todas Sus promesas. No incumplió ni una sola de Sus palabras. Demostró ser verdadero, perfecto y sublimemente fiable.
Así como Dios hizo muchas promesas a Su pueblo, hace muchas promesas a ti y a mí. Así como prometió llevar a Su pueblo a la seguridad de la Tierra Prometida, ha prometido llevarnos a salvo al cielo. Así como sus ropas no se llenaron de agujeros y sus zapatos no se desgastaron, así el Espíritu nos preservará con la alegría intacta, el carácter intacto, la piedad intacta.

Llegará el día en que la historia de nuestras vidas se resumirá precisamente con esos superlativos. Un día se dirá de mí que el Señor me dio todo lo que había dicho que me daría y que me entregó al más dulce y pleno descanso. Un día se dirá de ti que ni una sola de las buenas promesas que Dios te hizo en Su Palabra falló, sino que todas y cada una se cumplieron. Un día se dirá de todos los que son Suyos que Dios fue fiel a cada una de Sus palabras y fiel a cada una de Sus promesas. Y juntos alabaremos el nombre del Señor, nuestro Dios.
Publicado originalmente en Challies.