El púlpito de una iglesia es mucho más que un mueble de madera o acrílico. Aunque en su forma más básica sirve de atril para una Biblia y unas notas, su verdadero significado es infinitamente más profundo. Es un lugar que representa una autoridad delegada, un epicentro espiritual desde donde se imparte un mensaje que tiene consecuencias eternas. Como el timón de un barco, lo que se dice desde el púlpito tiene el poder de dirigir el rumbo de toda una congregación, ya sea hacia las aguas seguras de la verdad bíblica o hacia las peligrosas corrientes del error.
Por esta razón, reflexionar sobre su uso se convierte en una necesidad urgente para la salud de la iglesia. La palabra “púlpito” no se encuentra como tal en las páginas de la Biblia, pero su función sagrada resuena en el mandato de proclamar la verdad: es el lugar reservado para la exposición de la Palabra de Dios. No obstante, el púlpito puede ser honrado o profanado, dependiendo enteramente del mensaje que se predica desde él.
Este artículo es un llamado a la reflexión. Solo hay un propósito que lo gobierna todo: la gloria de Dios. Teniendo presente este objetivo supremo, nuestro análisis procederá en dos pasos. Primero, expondremos los usos indebidos que amenazan la santidad del púlpito, para luego enfocarnos en su verdadera y gloriosa función.

Lo que NO es el púlpito: una plataforma para el hombre
No recuerdo cuántas fueron las veces que asistí a iglesias donde escuchaba desde el púlpito una gran cantidad de chistes, anécdotas, sueños y situaciones personales de los predicadores. Después de oírlas domingo tras domingo, llegué a preguntarme si esa era la verdadera función de la prédica. Aunque las ilustraciones son útiles, no deben ser el centro del sermón, pues no debe suceder que los congregados se retiren conociendo más al predicador que a Dios.
Más triste aún es cuando el púlpito se utiliza para atacar, condenar, desmeritar o exponer las situaciones de algunas ovejas del Señor. Hay quienes aprovechan la oportunidad para reprender en público lo que no han confrontado en privado, usando a otros como ejemplo de lo que no se debe hacer. Los predicadores que actúan así olvidan su función y de Quién deben hablar con amor, mansedumbre y misericordia. Se olvidan de que es acerca del Señor, quien murió por todas Sus ovejas, de quien deben hablar desde el púlpito.

Sin embargo, la situación más lamentable es cuando alguien sube al púlpito a predicar un evangelio distorsionado. Esto sucede al usar textos fuera de contexto o al construir un mensaje general y mandatorio a partir de un solo pasaje, sin tomar en cuenta todo el consejo de la Palabra. El predicador está en grave peligro al predicar lo que quiere sin proclamar a Dios el Salvador, sin llamar al arrepentimiento que ofrece el evangelio, sin dar la esperanza que hay en la resurrección de Cristo y sin proveer el “cómo vivir” a través del poder del Espíritu Santo.
Entonces, predicador, ¿cómo estás utilizando el privilegio de proclamar las verdades de Dios? ¿Utilizas ese tiempo para tu gloria o para la gloria de Dios? ¿Quién es el centro de tu mensaje? ¿De qué alimentas a las ovejas por las que Cristo pagó con Su sangre en la cruz? ¿Estás consciente de tu responsabilidad ante Dios cada domingo?

Lo que SÍ es el púlpito: la exposición de la Palabra transformadora
Al leer el libro de los Hechos, vemos que el mensaje de la iglesia primitiva era uno solo: Cristo. Los primeros cristianos se reunían para escuchar una y otra vez la exposición del evangelio, que convertía corazones y los hacía crecer en el temor del Señor. No tenían un objeto como nuestros púlpitos, pero sí tenían claro el mensaje y la responsabilidad de proclamar la verdad. Si ellos, con el Antiguo Testamento y el testimonio apostólico, transformaron el mundo, ¿cuánto más nosotros, que tenemos la Biblia completa?
Las Escrituras tienen la capacidad de dar salvación y transformar el interior del hombre. El autor de Hebreos nos dice: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos, y es poderosa para discernir los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4:12). Asimismo, el apóstol Pablo añade: “Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra” (2Ti 3:16-17).

Si esto es así, el propósito del púlpito no es otro que exponer esta Palabra domingo a domingo. Si confiamos en que ella transforma, debemos enfocarnos en buscar que las personas la entiendan y la apliquen. Entonces, las ilustraciones y las anécdotas pueden ser útiles, pero solo si sirven al propósito final de que la congregación comprenda mejor la verdad. A diferencia de la Escritura, nuestras ideas, historias, chistres, etc., no tienen el poder de dar salvación.
Alguno se preguntará: “¿No es aburrido y monótono solamente hablar sobre la Biblia cada semana?”. Sin embargo, hay tal riqueza en la Palabra, que una vida entera no alcanza para agotarla. Exponerla fielmente, libro por libro, capítulo por capítulo, es el único camino a la salvación y la santificación de las personas; es la fuente inagotable de sabiduría, exhortación, ánimo y esperanza que nuestras almas necesitan.

Hermano pastor, te lo recuerdo: el púlpito es para exaltar el nombre de Dios, no el tuyo. Es para alimentar a Sus ovejas con la única Palabra que da vida. Algunas llegan cargadas de dolor, culpa, incredulidad o enojo. Otras quizás aún no creen en Jesús. Todos, sin excepción, necesitamos escuchar quién es Dios, qué ha hecho en Cristo y cómo podemos responder a Su llamado.
Conclusión: el timón de la iglesia
Concluyamos con las sabias palabras de un siervo de Dios: “El púlpito es como un ‘timón’ en la iglesia; desde allí estás diciendo lo que crees y lo que vives”. Esta imagen es poderosa, pues nos recuerda que la dirección de toda la comunidad de fe depende de la fidelidad a la Palabra en ese lugar sagrado.
Por tanto, antes de ser entregado a la congregación, el mensaje debe escudriñar el propio corazón del predicador. La meta es asegurar que Cristo sea el principio y el fin de cada sermón, reflejando la resolución del apóstol Pablo: “Porque nada me propuse saber entre ustedes excepto a Jesucristo, y Este crucificado” (1Co 2:2).