Hace muchos años atrás, cuando trabajaba como gerente de operaciones de uno de los equipos de baloncesto de mayor tradición en mi país, recuerdo que recibí el perfil de un jugador de los Estados Unidos, de esos que nosotros llamamos “newyorrican” (hijo de puertorriqueños nacido en Nueva York). El joven contaba con una gran hoja de vida. Sus credenciales eran de ser un súper anotador a nivel de escuela superior y de colegio, y todos los informes y predicciones apuntaban a que sería una estrella.
Sin embargo, al revisar sus estadísticas y actuaciones en diferentes equipos, me percaté de que era un anotador sobresaliente, pero sus equipos eran perdedores. Los números personales no redundaban en victorias en sus equipos. Esa bandera roja la tenía debajo de la manga, pero, aun así, como él calificaba para jugar en nuestra liga, era lógico hacerle una invitación a nuestros entrenamientos antes que otro equipo lo hiciera.
Le compramos su boleto de avión y lo invitamos a nuestro campo de entrenamiento. Tan pronto como pisó el tabloncillo, vimos que era un atleta extremadamente talentoso, con muchos recursos ofensivos y un poder de anotación fuera de lo normal. Sin embargo, ¡vimos que no entendía de qué se trataba el juego! Todas las veces que el balón llegaba a sus manos, allí terminaba la jugada; él siempre iba al canasto a pesar de que otro jugador de nuestro equipo estuviera más cómodo o en mejor posición que él para hacer el tiro.
El resto de nuestros jugadores comenzaron a sentirse incómodos y a quejarse. El entrenador tenía que detener la práctica en cada momento para indicarle que pasara el balón y que se trataba de un juego de equipo. Pero el “talentoso” joven resistió ser parte y, bajo la premisa de que él era un anotador y una estrella, nos dijo que, si queríamos ganar, lo necesitábamos y que le dejáramos “hacer su juego”. Su respuesta fue sencilla: “Yo no los necesito a ustedes; son ustedes los que me necesitan a mí”. Ante su posición, la decisión nuestra fue sencilla: lo dejamos en libertad.

¿Por qué comparto contigo esta historia?
Lamentablemente, somos muchos los que hemos pensado que podemos hacer ministerio sin la necesidad de otros. La lección más grande que he aprendido es entender que el pastorado no se trata de mis talentos, mis habilidades o mi capacidad. El ministerio pastoral no es cuánto puedo yo hacer por Dios; se trata de lo que Dios ya hizo por mí y mi respuesta a ese llamado inmerecido.
Cuando comencé en el pastorado, creí que yo podía decirle a Dios cómo guiar y administrar la iglesia. Vine con muchas ideas, sueños y orgullo. La arrogancia fue mi mayor enemigo. No escuché consejos, no aproveché la sabiduría de hombres maduros que Dios había puesto a mi lado y sufrí las consecuencias. Vine al ministerio con mentalidad empresarial, no de siervo.
Pensé que lo único que se necesitaba era lo que yo tenía, sabía y creía. Lamentablemente, me di cuenta que, con lo que yo tenía, sabía y creía, no era suficiente para mantener un ministerio saludable, ni mucho menos para poder servirle bien a mi iglesia. Por eso sufrí e hice sufrir a muchos. Claro, nada de lo sucedido se escapó de las manos del Señor; Él lo utilizó para romperme y usarme como Él quería, no como yo quería.

¡Todavía sigo aprendiendo!
Pero yo no fui el único: hoy son muchos los pastores y líderes jóvenes con un gran llamado y muchos dones, conocimiento y experiencia, pero que resisten ser parte del equipo. Son lo que se conocen como “llaneros (o pastores) solitarios”. Resisten buscar ayuda, batallan solos, no rinden cuentas por sus vidas y no tienen a alguien que puedan llamar pastor. El pastor John MacArthur, en su libro El ministerio pastoral (que ha sido una bendición para mi vida), dice:
Las iglesias del Nuevo Testamento eran congregaciones autónomas bajo la supervisión de sus propios ancianos o líderes. Compartían tradiciones y prácticas similares pese a que eran congregaciones distintas. Sin embargo, había una gran cantidad de interdependencia. Compartían esfuerzos de discipulado (Hch 11.26), esfuerzos de alivio común (Hch 2:27-30), y decisiones eclesiásticas generales (Hch 15:1-31; 16:4). Mantenían una relación activa entre sí, de modo que cada iglesia se veía a sí misma como parte de un todo.
Lo dicho debería suceder hoy: las iglesias deberían pertenecer a un grupo mayor de iglesias para el apoyo mutuo y la participación conjunta en las dificultades. Esto puede lograrse perteneciendo a una denominación, una asociación de iglesias o una comunidad de ministerios con mentalidad similar. El resultado será el mismo.
El pastor debe tener cuidado de no convertirse en el proverbial llanero solitario, aislándose a sí mismo y a su congregación del cuerpo de Cristo. Esto resultará en su propia pérdida y en la disminución del ministerio de su congregación. El ministro debe guiar a la iglesia en estos esfuerzos de cooperación e implementar los programas que sustentarán y fortalecerán estas relaciones.

La fe solitaria no es una fe cristiana
Es importante tener compañerismo con pastores, tener un pastor mentor, rendir cuenta por nuestras vidas, matrimonios, familias e iglesias. Es importante ser parte del Cuerpo. El aislamiento es uno de los grandes enemigos para nosotros los pastores. El Pastor Paul Tripp, en su libro El llamamiento peligroso, nos habla de lo importante de rendir nuestras a vidas a otros:
Pastor, asegúrate de que seas pastoreado todo el tiempo que tú estás pastoreando a los demás. Busca una persona madura y confiable con quien puedas compartir tu corazón. Trabaja con esa persona para construir un vínculo fuerte de confianza. Niégate a vivir sin esta clase de persona en tu vida. Reúnete con este individuo con tanta frecuencia como te sea posible. Comparte con él tus luchas y sé lo suficiente humilde para escuchar cuando te hable como pastor.

Si Dios nunca ha querido que los cristianos vivamos solos, ¿qué nos hace pensar que los pastores estamos exentos de esto? Debemos entender que una fe solitaria no es una fe cristiana. La comunidad bíblica es esencial e importante porque consiste en compartir con otros lo bueno, lo malo y lo feo de la vida mientras más profundizamos en el Evangelio.
Si la expresión “unos a otros” (Jn 13:34; Ro 12:10, 15:7; Ga 5:13, 6:2; Ef 4:32; 1Ts 4:18; Stg 5:16; 1P 4:9, 5:5) aparece en el Nuevo Testamento al menos unas 58 veces, deber ser porque para Dios es importante. Así que mi consejo para todos mis colegas pastores jóvenes (y algo que le recuerdo a mi alma diariamente) es que hagamos de esa exhortación, “unos a otros”, una realidad en nuestras vidas. No vaya a ser que terminemos pensando y actuando como aquel jugador llanero solitario y, por ende, Dios nos saque de Su equipo.