En el año 587 a.C., después de un angustioso asedio de dos años y medio, el gran rey pagano Nabucodonosor finalmente rompió los muros de Jerusalén. El estrangulamiento de Babilonia sobre Jerusalén durante esos dos años había devastado la ciudad, llevando a sus habitantes enloquecidos por el hambre al punto inimaginable del canibalismo. Pero ahora, el ejército extranjero desató toda su furia, reduciendo a ruinas gran parte de la ciudad santa, “perfección de hermosura” y “el gozo de toda la tierra” (Salmo 50:2; 48:2). Y clavó una lanza en su corazón espiritual al destruir el gran templo que Salomón había construido casi cuatro siglos antes (Jeremías 52:4-14). La conquista todavía se siente entre los judíos practicantes, quienes la conmemoran anualmente con ayunos y lamentos el nueve de Av, el quinto mes del calendario hebreo (Jeremías, Lamentaciones, 441). La Biblia conserva el registro inspirado de un santo que logró sobrevivir a la carnicería. Lo conocemos en nuestras Biblias en español como Lamentaciones, una colección de cinco poemas hermosos, honestos y crudos, en los que el poeta anónimo da una voz colectiva inspirada a la afligida nación de Israel. En sus versos, captura la devastadora y desorientadora angustia psicológica, emocional y espiritual que sufrieron quienes vivieron y murieron durante el capítulo más oscuro y más trágico de la historia del antiguo pacto de Israel, cuando el Señor, en juicio, se había “vuelto como enemigo” a Su propio pueblo (Lamentaciones 2:5). Es el libro más triste de todas las Escrituras. Por eso es notable que justo en medio de este libro de lágrimas esté, posiblemente, la declaración más conocida y amada de la Biblia sobre el amor, la misericordia y la fidelidad de Dios: Que las misericordias del Señor jamás terminan, pues nunca fallan sus bondades; son nuevas cada mañana; ¡grande es tu fidelidad! (Lamentaciones 3: 22-23) Conducido a la oscuridad Para apreciar verdaderamente esta hermosa y querida declaración, debemos tener en cuenta el tipo de conmoción que este autor y su gente habían experimentado.
- Habían visto los amados muros, fortalezas y palacios de Jerusalén, las estructuras que durante siglos habían sido símbolos de la fuerza y protección de Dios para el pueblo judío (Salmo 48:12-14), convertidas en escombros (Lamentaciones 2:5, 8–9).
- Habían visto a sacerdotes masacrados en el templo y el edificio sagrado quemado hasta los cimientos (Lamentaciones 2:6–7, 20).
- Habían visto a bebés morir de hambre en los brazos de sus madres (Lamentaciones 2:11-12), a padres comerse los restos de sus hijos (Lamentaciones 4:10), a mujeres jóvenes brutalmente violadas y a hombres que alguna vez fueron libres, esclavizados y humillados (Lamentaciones 5:11-13).
- Habían visto cuerpos de jóvenes y ancianos, comunes y nobles, tirados en las calles donde habían sido masacrados, abandonados para convertirse en horrores marchitos (Lamentaciones 2:21, 4:7-8).
Y sabían que todo esto era obra de Dios: “El Señor ha hecho lo que se propuso; ha cumplido su palabra que había ordenado desde tiempos antiguos” (Lamentaciones 2:17). Después de siglos de advertencias proféticas emitidas a Su pueblo duro de cerviz y desobediente (Isaías 1:7–9; Amós 2:4–5), Dios finalmente trajo sobre Israel las terribles maldiciones del pacto que Moisés describió en Deuteronomio 28:47–57. La soberanía de Dios sobre esta angustia humana se derrama a través de la pluma del poeta mientras escribe: [El Señor] me ha llevado y me ha hecho andar en tinieblas y no en luz. Ciertamente contra mí ha vuelto y revuelto su mano todo el día. Ha hecho que se consuman mi carne y mi piel, ha quebrado mis huesos. Me ha sitiado y rodeado de amargura y de fatiga. En lugares tenebrosos me ha hecho morar, como los que han muerto hace tiempo. Con muro me ha cercado y no puedo salir, ha hecho pesadas mis cadenas. Aun cuando clamo y pido auxilio, Él cierra el paso a mi oración. Ha cerrado mis caminos con piedra labrada, ha hecho tortuosos mis senderos. (Lamentaciones 3:2–9) Por lo tanto, mi alma ha sido privada de la paz, he olvidado la felicidad. Digo, pues: Ha perecido mi vigor, y mi esperanza que venía del Señor. (Lamentaciones 3: 17-18) Apenas podemos sondear tanta oscuridad y sufrimiento de múltiples capas: afligidos por Dios, destruidos por el hombre, solos, sin luz, sin paz, sin felicidad, sin esperanza. Y luego… Luz en profunda desesperación De repente, llegamos a uno de los ejes literarios más inesperados y discordantes de toda la Escritura; uno podría incluso llamarlo la resurrección de alguien que había sido “como un muerto” (Lamentaciones 3:6). Nada sobre las horribles circunstancias de la ciudad, la nación o el autor da motivos para la esperanza. Según todas las apariencias, todo se ha perdido. Dios, en su justa ira, administrada a través de una superpotencia extranjera, ha matado a su “hijo primogénito” (Éxodo 4:22). La tumba ha sido efectivamente sellada. Todo lo que uno puede hacer ahora es llorar junto a la tumba, o esconderse de aquellos que habían cometido la matanza. Luego, en esta oscuridad de destrucción, muerte y desesperación viene la luz, y en esta luz revive la esperanza. Porque de repente, inesperadamente, el autor que se lamenta irrumpe con esta hermosa y ahora amada declaración: Esto traigo a mi corazón, por esto tengo esperanza: Que las misericordias del Señor jamás terminan, pues nunca fallan sus bondades; son nuevas cada mañana; ¡grande es tu fidelidad! El Señor es mi porción —dice mi alma— por eso en Él espero. Porque no rechaza para siempre el Señor, antes bien, si aflige, también se compadecerá según su gran misericordia. (Lamentaciones 3:21-24, 31-32) ¿Qué revive la esperanza muerta del autor? Respuesta: no qué, sino quién. El mismo Dios soberano que había traído las tinieblas y la angustia. “Esto traigo a mi corazón” Específicamente, su esperanza revive por la palabra de este Dios soberano, que el autor ha guardado en su corazón (Salmo 119:11). Y ha guardado mucho en su corazón. Lee Lamentaciones con atención y notarás muchas alusiones a pasajes que se encuentran a lo largo de la Ley, los Profetas y los Salmos, especialmente los Salmos. Por ejemplo, les estos extractos del Salmo 103 y escucha sus ecos en ese amado texto de Lamentaciones: Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios. Él es el que perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus enfermedades; el que rescata de la fosa tu vida, el que te corona de bondad y compasión… Compasivo y clemente es el Señor, lento para la ira y grande en misericordia. No contenderá con nosotros para siempre, ni para siempre guardará su enojo. No nos ha tratado según nuestros pecados, ni nos ha pagado conforme a nuestras iniquidades. Porque como están de altos los cielos sobre la tierra, así es de grande su misericordia para los que le temen. Como está de lejos el oriente del occidente, así alejó de nosotros nuestras transgresiones. Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el Señor de los que le temen… Mas la misericordia del Señor es desde la eternidad hasta la eternidad, para los que le temen, y su justicia para los hijos de los hijos. (Salmo 103:2–4, 8–13, 17) La palabra de Dios reaviva la esperanza de este autor afligido. Él trae al corazón las Escrituras en este momento oscuro y desesperado. Recuerda las promesas del Señor de que Su amor inquebrantable nunca cesará para con los que le temen, ni tampoco Sus misericordias. Y recuerda que la gran fidelidad de Dios está indisolublemente unida a Su incesante y constante amor (Salmo 57:10). Para el autor (y los santos por los que habla), pasajes como este se convierten en “lámpara a [sus] pies y luz a [su] camino” (Salmo 119: 105). Incluso aquí en el pozo más oscuro, incluso ahora cuando todo parece perdido, mientras él y su nación sufren las terribles consecuencias del pecado, en la luz de Dios, él ve la luz (Salmo 36:9). Y esta luz resucita su esperanza. La oscuridad no vencerá a la luz El angustiado poeta de Lamentaciones, al registrar su esperanza en medio del dolor, nos recuerda el poder de Dios para resucitar inesperadamente la esperanza muerta. La naturaleza horrible de sus circunstancias, como expresión del justo juicio de Dios sobre Israel, sigue siendo un poderoso recordatorio de que nunca estamos en un pozo tan profundo, y nunca soportamos tragedias tan severas, a las que Dios no pueda, con una palabra, traer luz a nuestro camino que venza nuestras tinieblas con esperanza. Dudo que este poeta se diera cuenta de que estas palabras, las palabras de “un varón de dolores y experimentado en aflicción” (Isaías 53:3), presagiarían tan poderosamente a Cristo. Jesús conoce la trágica carnicería y destrucción, y toda la oscuridad que experimentamos, desde adentro. Por eso es para nosotros la “luz que brilla en las tinieblas” (Juan 1:5). También es la razón por la que, cuando estamos en nuestros pozos más desesperados, cuando nuestra “alma ha sido privada de la paz”, cuando “hemos olvidado la felicidad”, cuando sentimos que nuestro “vigor ha perecido” y “también [nuestra] esperanza que venía del Señor” (Lamentaciones 3:17-18), Jesús, por medio de Su Espíritu, ama resucitar nuestra esperanza ayudándonos a recordar la Palabra “viva y eficaz” de Dios (Hebreos 4:12). Y cuando Su luz brille en nuestras tinieblas, “las tinieblas no prevalecerán contra ella” (Juan 1:5, RVC).