Si alguna vez has visitado Wittenberg, Alemania, y se has tomado el tiempo de recorrer su famosa iglesia del castillo, es posible que hayas hecho la misma observación que yo: la mejor parte del edificio son sus puertas. La iglesia del castillo es, por supuesto, el lugar donde Martín Lutero eligió publicar sus noventa y cinco tesis. Siglos después, el rey Federico Guillermo IV decidió conmemorar el evento encargando un hermoso juego de puertas de bronce con las palabras de Lutero inscritas. Y, aunque han sido restauradas en los años transcurridos desde entonces, todavía cuelgan allí como el monumento más importante de la ciudad.
Cualquier visita a la catedral comienza con las puertas. Una vez que los turistas las han contemplado durante un rato, han tomado las fotografías necesarias y han escuchado cómo Lutero provocó sin darse cuenta lo que ahora conocemos como la Reforma Protestante, la visita conduce al interior. Y el interior es bastante aburrido en comparación a las puertas. Hay algunas esculturas en lo alto de las columnas y varias tumbas incrustadas en el suelo, incluida la de Lutero. Pero en la mayoría de los aspectos es simplemente otra de las innumerables catedrales de Europa sin mucho que la distinga de las demás.
No sé tú, pero yo considero una decepción cuando las puertas de un edificio son la mejor parte del mismo. Del mismo modo, es una decepción cuando la escena inicial de una película no es superada por ninguna de las que siguen durante las dos horas siguientes, y una decepción cuando las primeras notas de un oratorio son las mejores del compositor. Handel no era un tonto cuando hizo del coro “Aleluya” el cuadragésimo cuarto movimiento del Mesías en lugar del primero.
Esta vida puede ser bastante buena a veces. Por la gracia de Dios, experimentamos muchos placeres y muchas alegrías. Este mundo está lleno de deleites y honramos a Dios cuando los reconocemos, los experimentamos y expresamos gratitud por ellos. “Agradable es la luz, y bueno para los ojos ver el sol”, dice Salomón metafóricamente. “Ciertamente, si un hombre vive muchos años, que en todos ellos se regocije” (Ec 11:7-8a). Honramos a Dios cuando nos maravillamos al contemplar un amanecer, cuando saboreamos una taza de café, cuando alzamos las manos en adoración, cuando nos acostamos con el esposo o la esposa de nuestra juventud.
Pero, aun cuando reconocemos todo esto, también debemos reconocer que este mundo no es Wittenberg y que el evangelio cristiano no es la iglesia del castillo. Las puertas no son la mejor parte. Más bien, los placeres de esta vida no son nada más que el vestíbulo, el atrio, la entrada a alegrías mucho mayores que están más allá. Después de todo, ninguna alegría aquí está libre de al menos cierta medida de tristeza y ningún placer aquí está libre de al menos algún elemento de dolor. Ninguno de nuestros placeres es puro ni adulterado, sino que todos están de alguna manera nublados, todos de alguna manera mezclados. Cada placer que satisface algún anhelo simplemente expone otro.
Comprender y admitir esto nos da libertad, porque significa que podemos disfrutar de nuestros placeres tal como son en lugar de sentirnos decepcionados porque no son todo lo que desearíamos que fueran. Podemos disfrutarlos aunque sean incompletos, aunque inevitablemente nos dejen insatisfechos. Podemos disfrutarlos como placeres que nos hacen un gesto hacia placeres mayores que están por venir. Y podemos entender que, cuando los comparamos con la gloria que algún día será nuestra, no son más que las puertas sencillas y sin adornos que se abren a un palacio espléndido que está mucho más allá de todo lo que jamás hayamos imaginado.
Publicado originalmente en Challies.