Cuando Dios parece sordo a nuestros clamores

A veces parece que Dios nos ha olvidado, pero nunca es así. Él responde no como queremos, sino como necesitamos.
Foto: Unsplash

José murió joven. Murió con los ojos hundidos, el cuerpo demacrado y el estómago distendido. Sufrió profundamente en esos últimos días antes de sucumbir al hambre que ya se había cobrado la vida de tantos miembros de su familia, de tantas gentes de su tierra y de las que la rodeaban. Cuando su respiración se hizo más lenta y sus ojos se cerraron, recordó un día no muy lejano.

Recordaba haber suplicado y orando mientras sus hermanos, enloquecidos por la ira y la envidia, lo habían arrojado a un pozo. Recordaba que les gritaba pidiéndoles misericordia, bondad y compasión. Recordaba haber clamado a Dios, suplicando que le preservara la vida, que le rescatara de la fosa, que le devolviera al lado de su padre. Recordó el abatimiento que se apoderó de él cuando las sombras se alargaron, cayó la tarde y la esperanza se desvaneció. Recordó que fue justo entonces cuando Dios respondió finalmente a sus oraciones, pues oyó una voz apagada, vio la forma de Rubén en lo alto, agarró un brazo extendido y  fue sacado de su pozo. “Corre”, dijo Rubén en un susurro urgente. Y corrió. Corrió como si su vida dependiera de ello, corrió hasta que le dolió el cuerpo y estuvo a salvo en casa.

Pero unos pocos años después, una gran hambruna asoló la tierra. El viejo Jacob fue el primero en morir. Su debilitado cuerpo sucumbió rápidamente al hambre y  varios de los hermanos y sus familias también habían desaparecido. Algunos de los que quedaron habían emprendido un largo viaje en busca de alimentos, pero aunque habían buscado por Moab, Madián y Egipto, habían vuelto a casa con las manos vacías. El cementerio de la familia, la cueva de Macpela, estaba lleno a rebosar. Y ahora también había llegado la hora del joven José. Cerró los ojos, exhaló su último suspiro y se sumió en la oscuridad.}

La historia de José en el libro de Génesis abarca desde el capítulo 37 hasta el capítulo 50. / Foto: Jhon Montaña

Nada de esto es cierto, por supuesto. Nada de esto excepto la oración, porque seguramente un hombre tan intachable como José habría clamado a Dios para que lo librara de la ira de sus hermanos. Seguramente habría rogado a Dios que lo rescatara por medios ordinarios o milagrosos. Seguramente se habría sentido decepcionado cuando Dios pareció sordo a sus gritos, cuando fue vendido a mercaderes madianitas por un mero puñado de plata y cuando fue arrastrado a una vida de cautiverio en Egipto. Seguramente habría sido angustioso ser obligado a servir como sirviente doméstico, ser acusado falsamente y encarcelado injustamente. Seguramente se habría preguntado si Dios le había dado la espalda cuando se dio cuenta de que lo habían olvidado y lo habían dejado languidecer en una cárcel egipcia.

Solamente mucho más tarde todo empezó a tener sentido, solamente mucho más tarde empezó a ver la gran historia que Dios había estado escribiendo. Una gran hambruna asoló la región y la familia empezó a pasar hambre. Sin embargo,cuando viajaron a Egipto, descubrieron que el país rebosaba de grano. Tenía suficiente no solo para sus propias necesidades, sino también para venderles a ellos y a cualquier otra persona. Egipto tenía esta abundancia por José, solo porque había sido llevado a esa tierra, solo porque había ascendido a un lugar de gran honor y solo porque había sido diligente en sus responsabilidades. Egipto tenía todo esto solo porque Dios no había respondido a las oraciones de José de la manera que él había anhelado.

Cuando José estaba en la fosa, debió de pedir a gritos que Dios lo liberara en ese mismo momento, que lo devolviera a su padre ese mismo día. Pero si Dios hubiera respondido a esa oración, habría preservado la vida de José solo para que terminara muriendo de hambre. Habría preservado la vida de José durante un tiempo, pero habría cortado las promesas que había hecho a Abraham cuando la familia sucumbió a la gran hambruna. Dios sabía que no debía responder a las oraciones de la manera que le parecía tan buena y tan necesaria a aquel joven.

Muchos años después, José reflexionó sobre todo lo que Dios había hecho y solo pudo maravillarse. De pie ante los hermanos que lo habían tratado cruelmente, dijo: “No han sido ustedes quienes me han enviado aquí, sino Dios”. Sus manos lo arrojaron a la fosa, sus manos habían recibido las piezas de plata, sus manos habían mojado un manto en sangre para engañar a su padre, pero detrás de las manos de los hombres estaba la mano de Dios. “En cuanto a ustedes, quisieron hacerme mal, pero Dios lo quiso para bien”. Dios había obrado Sus propósitos. Dios había cumplido Sus promesas. Dios había redimido las malas intenciones y las malas acciones. Dios había triunfado.

La historia de José termina con estas palabras: “José vivió 110 años. Y vio José a los hijos de Efraín de la tercera generación”. Vivió hasta los 110 años, vio a los hijos de sus hijos, murió en paz y a una edad madura, solo porque Dios había dado una respuesta mejor que la más inmediata necesidad expresada en sus oraciones.


Este artículo se publicó originalmente en Challies.

Tim Challies

Tim Challies es uno de los blogueros cristianos más leídos en los Estados Unidos y cuyo BLOG ( challies.com ) ha publicado contenido de sana doctrina por más de 7000 días consecutivos. Tim es esposo de Aileen, padre de dos niñas adolescentes y un hijo que espera en el cielo. Adora y sirve como pastor en la Iglesia Grace Fellowship en Toronto, Ontario, donde principalmente trabaja con mentoría y discipulado.

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