Aunque no sepamos hebreo, el término Shalom tiene una importancia trascendental para nosotros como cristianos del siglo veintiuno. Quizás has escuchado que los judíos se saludan con esta palabra. De manera superficial, su significado es “paz” o ausencia de conflicto. Sin embargo, la intención de saludar con este término va mucho más allá de desear que alguien no tenga enemistad; se trata de experimentar plenitud.
Por ejemplo, esta palabra se utiliza en Josué 8:31 para hablar de un altar de “piedra sin labrar [Shalom]”, es decir, una piedra que no tiene divisiones ni está fracturada. También vemos la palabra cuando Elifaz le dice a Job que acepte la disciplina de Dios, ya que sería bendecido y sabría que su “tienda está segura [Shalom], porque visitarás tu morada y no temerás pérdida alguna” (Job 5:24). Es decir, Shalom hace referencia a un estado de perfección y seguridad en el que nada se ha perdido o roto; en el que todo es pleno.
Por eso, en Números 6:24-26, Dios mandó a Moisés a bendecir a Israel de la siguiente forma:
El Señor te bendiga y te guarde;
El Señor haga resplandecer Su rostro sobre ti,
Y tenga de ti misericordia;
El Señor alce sobre ti Su rostro,
Y te dé paz [Shalom].

Ahora, si nosotros hoy no hablamos hebreo, ¿por qué es importante saber esto? Bueno, porque a diferencia de los judíos, nosotros sabemos que Shalom se refiere principalmente a una persona: Jesucristo, el único que puede darnos ese estado de plenitud. Isaías profetizó sobre el Señor diciendo: “Porque un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado […] Y se llamará Su nombre […] Príncipe de Paz [Shalom]” (Is 9:6). Él es nuestra paz en un sentido cósmico; nuestro Shalom a nivel universal.
Para entender plenamente a Cristo como nuestro Shalom, debemos revisar cómo se desarrolla el tema de la paz con Dios en la Escritura.

1) El Edén: Shalom entre el Creador y la criatura
La historia de la humanidad comienza con un estado de Shalom. Cuando Dios creó al hombre, lo puso en un lugar perfecto, el huerto del Edén, lleno de bendiciones y cosas “buenas en gran manera”. Pero la plenitud de este lugar no estaba asociada principalmente a los árboles, las frutas y los animales, sino a la comunión entre el Creador y Su representante, Adán, creado a Su imagen. Hay al menos cuatro elementos que conforman la plenitud de este lugar.
Primero, no había un sentido de temor. La narración de los primeros 3 capítulos de la Biblia nos muestra que Dios se paseaba libremente por el lugar (Gn 3:8), que hablaba libremente al hombre (Gn 3:9) y que el hombre y su mujer estaban desnudos, sin vergüenza alguna (Gn 2:25).

Segundo, Dios les proveyó un cuidado paternal. No solo se encargó de darles todo lo que necesitaban para sus cuerpos —“El Señor Dios hizo brotar de la tierra todo árbol agradable a la vista y bueno para comer” (Gn 2:9)—, sino que también les dio mandamientos que los protegerían —“del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás” (Gn 2:17)—.
Tercero, Dios le confió al hombre las responsabilidades de la creación, llamándolo a llenar la tierra y ejercer una administración sobre las demás criaturas: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra” (Gn 1:28).
Sin embargo, esto cambió.

2) La caída: enemistad entre Dios y los hombres
Cuando el hombre toma del fruto prohibido, destruye ese estado de Shalom. Nuevamente, más allá de haber sido expulsados del huerto en donde tenían toda clase de bondades, el pecado causó una ruptura en su comunión con Dios, quien era la fuente absoluta de su felicidad. Entonces el hombre, al escuchar la voz de su Creador, tiene miedo y siente vergüenza de su desnudez (Gn 3:10). El nacimiento de hijos, que solía ser el medio para obedecer el mandato de multiplicarse, se convierte un acto doloroso (Gn 3:16). La tierra, que antes era una fuente de bendición, ahora requerirá que el hombre la trabaje con el sudor de su frente (Gn 3:17-29).
En los capítulos que siguen a la caída vemos cómo la comunión entre el Creador y Su representante se deteriora. En el capítulo 6 escuchamos que, a medida que los hombres se multiplicaron sobre la superficie de la tierra, comenzaron a dar rienda a sus deseos inmorales, tomando “para sí mujeres de entre todas las que les gustaban” (Gn 6:2). En respuesta, el Señor dice: “Mi Espíritu no luchará para siempre con el hombre, porque ciertamente él es carne” (Gn 6:3). Dios se había cansado de la lucha con aquellos que eran solo criaturas, así que decide traer el diluvio para acabar con todos.

Aquí entendemos de qué se trata esta enemistad: el Creador y la criatura no están en conflicto como dos pares que chocan entre sí, sino que el hombre —infinitamente inferior— le debe obediencia y honra a Dios, pero su corazón ya no es capaz de agradarlo. En Génesis 11 vemos cómo los hombres buscaron hacerse un nombre y Dios tuvo que bajar a detenerlos, confundiendo su idioma. La enemistad es una lucha por la adoración: aunque Dios merece la gloria, el hombre se entrega a sí mismo y al resto de la creación. Pablo resume bien este punto:
Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que con injusticia restringen la verdad […] cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles (Ro 1:18, 23).
Así, el estado de Shalom se convirtió en un estado de ira de Dios que se revela contra la humanidad caída; la paz se convirtió en conflicto.

3) Cristo: paz como nadie la puede dar
Pero no debemos olvidar que Génesis 3 nos habló de otra enemistad, no entre Dios y los hombres, sino entre la serpiente que tentó a Adán y la simiente de la mujer:
Pondré enemistad
Entre tú y la mujer,
Y entre tu simiente y su simiente;
Él te herirá en la cabeza,
Y tú lo herirás en el talón (Gn 3:15).
La simiente de la mujer es Cristo, el Dios-hombre que nació en carne (Jn 1:14). A través de la cruz, Él venció a la serpiente, que simbolizaba el pecado, la tentación y la muerte, por los cuales fuimos expulsados del Edén.

¿En qué sentido Jesús derrotó al pecado? Primero, allí en el madero Él recibió toda la ira que estaba reservada para la humanidad pecadora, pagando el castigo que nosotros merecíamos por deshonrar al Creador. Segundo, Jesús nos dio Su justicia, como dice Pedro: “Cristo murió por los pecados una sola vez, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1P 3:18). Ahora el Creador nos ve tan santos como ve a Jesús, quien no cometió pecado alguno. Tercero, a través de Su Espíritu, Él obra en nosotros para que ya no vivamos en desobediencia a Dios sino en santidad.
Por eso podemos decir con plena seguridad que Jesús es nuestro Shalom; Él es nuestra paz, y nos ha devuelto a la comunión con Dios, quien nos da plenitud. “Por tanto, habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro 5:1). Quizás hoy no vivamos en el Jardín del Edén, pero a través de Cristo hemos recibido la plena certeza de que ya no seremos separados de Dios nunca más.
Tendremos la perfección de un paraíso cuando lleguen los Cielos Nuevos y la Tierra Nueva (Apo 21-22), pero desde ya sabemos que nuestra comunión con Dios no está en peligro. A diferencia de Adán, no hay nada que un creyente pueda hacer para traer la ira del Creador, pues Cristo ya pagó por todo. Bien lo dijo el autor de Hebreos:
Él también es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos (Heb 7:25).
La joya más preciada
Jesús es nuestro Shalom porque gracias a Él ya no volveremos a ser separados de Dios. Eso debe llevarnos hoy a la gratitud y al deleite, pues la cruz hizo mucho más que sacarnos del infierno; nos devolvió la comunión con nuestro Creador. Por eso, como dijo Spurgeon en 1870, en su sermón “Peace by Believing” [“Paz por medio de la fe”], no hay nada más dulce para nosotros que entender la paz que trajo Cristo:
La paz con Dios es la joya más preciada de la corona del evangelio. No hay nada más dulce para el alma arrepentida que saber que el pecado ha sido quitado, y que ahora hay paz entre el alma y su Creador.