Si somos muy honestos, nadie se atrevería a preguntar si en realidad es una persona orgullosa, mucho menos un hombre. Si alguien te hace esta pregunta alguna vez, seguramente creerás que se trata de una pregunta capciosa o, en todo caso, de una broma. ¿Por qué digo esto? Porque todos de alguna manera u otra, en mayor o menor medida, abierta o encubiertamente, somos orgullosos. Estamos plagados de orgullo. Como hombres cristianos no estamos inmunes a esto, sino que somos igual de propensos y vulnerables que cualquier otro ser humano. La cultura de machismo que a menudo nos marca, la sociedad altamente competitiva en la que vivimos y la “carrera de ratas”[1] en la que la mayoría se ven envueltos, nos insta a ser muy orgullosos. Desde pequeños somos motivados a tener orgullo propio y a no dejar ser pisoteados por nadie. Nadie quiere verse vulnerable. Todos quieren resaltar y mostrar lo mucho que valen. Sin embargo, el hecho de que la sociedad valore el orgullo no quiere decir que sea algo bueno, admirable o digno de imitar. Lo cierto es que las Escrituras dicen que Dios aborrece el orgullo: “Abominación es a Jehová todo altivo de corazón”; por eso se afirma categóricamente que “ciertamente no quedará impune” (Pr. 16:5). Esto debe hacernos temblar y temer. Gracias a Dios que por los méritos de Cristo somos Sus hijos (Jn. 1:12) y somos aceptos ante Él (Rom. 8:1) únicamente por gracia (Ef. 2:8). Aunque seguimos y seguiremos teniendo orgullo mientras vivamos tendremos que luchar a diario con este pecado, en absoluta dependencia de Él, hasta que seamos completamente transformados. Aunque seguiremos teniendo orgullo, no puede ni debe dominarnos, puesto que el pecado ya no es nuestro amo (Rom. 6:17–18), sino solo Jesús. A continuación, veremos cinco razones por las que podemos afirmar que somos hombres que destilamos orgullo y que necesitamos constantemente acudir al Señor, hacer morir este pecado y cultivar un corazón humilde “porque Jehová es excelso, y atiende al humilde, mas al altivo mira de lejos” (Sal. 138:6).
Si respiro, soy orgulloso
La primera razón por la que podemos estar seguros de que somos hombres orgullosos es porque estamos vivos. Si respiras es porque estás vivo y si estás vivo —aún y cuando estés en Cristo— tienes orgullo circulando por tus venas. No podemos evitarlo. Es parte de ser humanos corruptibles y afectados por el pecado en todas las esferas de nuestras vidas. Más allá de la cultura, la sociedad o nuestra propensión al orgullo, la verdadera razón por la que tenemos orgullo es porque somos pecadores. Gracias damos a Dios que, a pesar de ello, estando muertos en «delitos y pecados», fuimos traídos a salvación por medio de Cristo (Ef. 2:1). Sin embargo, aunque hemos sido librados del poder del pecado —“Porque el pecado no se enseñoreará de [nosotros]” (Rom. 6:14a)— la presencia del pecado sigue y seguirá en nosotros hasta que seamos redimidos plenamente (1 Cor. 15:51–52). Mientras tanto, debemos seguir luchando contra este pecado (Rom. 7:24) hasta el final de nuestros días. Santiago nos recuerda que “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Stg. 4:6b). Esto debe servirnos de recordatorio a diario. A menudo pedimos gracia a Dios para nuestro día; sin embargo, si estamos alimentando nuestro orgullo, no solo evitaremos recibir gracia de parte de Dios, sino que también seremos resistidos. La solución es clara: “Humillaos delante del Señor, y él os exaltará” (Stg. 4:10). Debemos evitar autoexaltarnos y buscar el reconocimiento de los hombres. Busquemos humillarnos delante de Él y exaltarlo solo a Él para que solo Él se lleve la gloria. A su tiempo, si hacemos bien —con corazones humildes— Él nos exaltará.
Si tengo un más alto concepto de mí que el que debo tener, soy orgulloso
La segunda razón por la que podemos estar seguros de que somos hombres orgullosos es porque a menudo nos caracterizamos por tener un buen concepto de nosotros mismos. Difícilmente alguien tiene un mal concepto de sí mismo. Constantemente buscamos promovernos, hablar de lo que hicimos, de los que nos gusta o disfrutamos, de las buenas o malas experiencias que tuvimos, etc. De alguna manera nos gusta ser el centro de atención. Como hombres nos gusta exagerar nuestras historias, hacernos ver fuertes y sabios y evitar el conflicto siempre que podamos. Esto, sin embargo, solo hace que nuestro orgullo se vea inflado, algo que no es visto con agrado por Dios: “Altivez de ojos, y orgullo de corazón, y pensamiento de impíos, son pecado” (Pr. 21:4). Por esa razón, Pablo nos recuerda lo siguiente: “Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Rom. 12:3). Debemos pensar acerca de nosotros mismos con mesura, sabiendo que no somos más que pecadores regenerados. Si hay algo bueno en nosotros es únicamente por la gracia de Dios. Ciertamente, la altivez —el orgullo— solo traerá penuria a nuestra vida, alejándonos del propósito para el cual fuimos creados: “Cuando viene la soberbia, viene también la deshonra; mas con los humildes está la sabiduría” (Pr. 11:2).
Si creo merecer algo, soy orgulloso
La tercera razón por la que podemos estar seguros de que somos hombres orgullosos es porque creemos merecer algo o, en todo caso, nos comportamos como que somos merecedores de algo. Puede ser que tengamos la teología correcta pero que, aún así, nos comportemos diferente. Sabemos que somos del Señor porque Él nos salvó (Tit. 3:5), que la salvación es de Él (Sal. 3:8) y que no merecemos de Su amor y perdón. No obstante, frecuentemente nos encontramos demandando cosas porque creemos ser merecedores de algo. Una vez escuché a un pastor decir que como creyentes tenemos que estar consientes de que somos alfombras. Nada más que eso. Las alfombras tienen un propósito. Pues eso, cumplamos nuestro propósito y tengamos siempre presente lo que somos delante de Él. El Señor dio a Israel casas, viñas y posesiones que ellos no edificaron, labraron ni obtuvieron por sus propios medios (Deut. 6:10–11). Por eso Él les recordó por medio de Moisés que una vez obtuvieran esos beneficios no se olvidaran de Él, quién los había sacado de Egipto y quién les daría todo (Deut. 6:12). De igual forma, huyamos de la altivez. No permitamos que el orgullo permee nuestra vida. Busquemos la humildad y no seamos sabios en nuestra “propia opinión” (Rom. 12:16). Dicho de otra manera, si hay algún valor en nosotros es solo por Sus méritos, por Su sacrificio, por Su gracia, por Su amor, por Su misericordia, por Su fidelidad, por Su soberana voluntad. No merecemos nada y, a menudo, tenemos más de lo que merecemos o necesitamos aun y cuando ya nos ha bendecido con toda bendición espiritual en Cristo (Ef. 1:3).
Si pienso haber logrado algo por mí mismo, soy orgulloso
La cuarta razón por la que podemos estar seguros de que somos hombres orgullosos es porque fácilmente nos jactamos de lo que hemos logrado. Desde chico un hombre se jacta de las buenas notas que saca, del golazo que metió en un partido de fútbol, de lo rápido que corre, de cuántos pedazos de pizza puede comerse, etc. Esta práctica puede seguirnos toda la vida y no darnos cuenta de que realmente estamos haciendo relucir el orgullo. Estamos dando oportunidad para hacernos creer a nosotros y al mundo que es debido a nuestro esfuerzo que hemos llegado hasta aquí. Esto nos da un sentido de autosatisfacción y autosuficiencia que nos hace caer de varios pisos de altura tan pronto llega la aflicción. Cuando el fracaso toca a la puerta, de pronto, ya que todo depende de ti, no acudes a Dios por ayuda, sino que te frustras, pataleas, crujes los dientes y nos lamentamos. Como hijos de Dios, reconozcamos que nuestros logros son realmente obra de Dios. Él es el soberano y siempre está en control. Tanto lo bueno como lo malo que sucede en nuestras vidas no es por el mucho o poco esfuerzo. Empero, la palabra de Dios nos exhorta a tener la perspectiva correcta: “Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas” (Jer. 9:23). No te reconozcas a ti mismo, mi te jactes de lo que has logrado: “Alábete el extraño, y no tu propia boca; el ajeno, y no los labios tuyos” (Pr. 27:2). Humíllate delante del Señor y dale a Él la gloria siempre.
Si mi motivación no es siempre la gloria de Cristo, soy orgulloso
La quinta razón por la que podemos estar seguros de que somos hombres orgullosos es porque, si somos muy honestos, Cristo no es siempre nuestra motivación en todo lo que hacemos. Difícilmente podría la descripción del impío, por ejemplo, ser la nuestra como hijos de Dios, ya que él “por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos” (Sal. 10:4). Nosotros amamos a Dios y le servimos, pero no siempre lo hacemos de la manera correcta. Esto puede sucedernos incluso en la iglesia. Podemos hacer creer que nuestra motivación es Cristo y Su gloria, pero verdaderamente lo hacemos para quedar bien con otros, para hacernos un nombre o, incluso, para acallar nuestra conciencia porque nos sentimos culpables. Sin embargo, Pablo recordó a los Filipenses que no debían hacer nada “por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Fil. 2:3). Tenemos que evaluar nuestras intenciones y motivaciones para todo lo que hacemos, sabiendo que somos llamados a dar gloria a Dios en todo siempre: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís” (Col. 3:23–24). No podemos ni debemos bajar el estándar. Dios es digno de toda honra y gloria y debemos dar “la gloria debida a su nombre” (Sal. 29:2). Ya sea que hablemos o hagamos algo, debemos hacerlo todo para Él, tanto para mostrar con nuestra vida y acciones que somos de Él y que damos fruto agradable a Él y para que Su nombre sea supremamente exaltado siempre.
Conclusión
Hermano, si lees esto es porque probablemente te has preguntado si hay orgullo en ti. Los cinco puntos anteriores nos exponen como hombres orgullosos. El pecado del orgullo está en nosotros. Ten esperanza, porque “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9). Debemos depender del Señor y vivir a diario rindiendo este pecado a los pies de la cruz, sabiendo que hemos sido lavados y perdonados una vez y para siempre por nuestro Señor. No dejes para más tarde la batalla contra el orgullo porque te consumirá. No olvides que “antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu. Mejor es humillar el espíritu con los humildes que repartir despojos con los soberbios” (Pr. 16:18). La Escritura habla de un final catastrófico para todo altivo: “La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día. Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido” (Is. 2:11–12). Arrepiéntete hoy y busca activamente la humildad, para que Cristo sea el único que sea exaltado. [1] “La carrera de ratas” es un concepto propuesto por Robert T. Kiyosaki en su libro Padre rico, padre pobre en el que describe la carrera frenética que todos siguen compitiendo unos con otros por alcanzar sus metas sin sentido o sin realmente ir a ningún lado. De ninguna manera esta mención implica una recomendación de dicho autor o libro. El concepto es citado únicamente para ilustrar el punto.