¿Cómo acompañar a quienes sufren por la realidad de la muerte?

El duelo nos confronta con el dolor más hondo. Acompañar no es dar explicaciones, sino reflejar el evangelio: dejar llorar, amar con gestos sencillos y recordar la esperanza en Cristo.
Foto: RDNE Stock project (Pexels)

Cuando la muerte irrumpe en nuestras vidas y nos arroja en la cara el recuerdo del poder destructivo del pecado, de la oscuridad en la que los hombres quedamos inmersos al alejarnos de Dios, sacude y hace temblar todo nuestro mundo. Cuando se cuela en nuestras vidas, es como un impetuoso viento que lo desarma todo, que nos desestabiliza. Inevitablemente, nos llena de confusión y de dolor.

Sin embargo, antes de que nosotros mismos nos enfrentemos a nuestra última hora, seremos testigos de la partida de otros. La muerte tiene también esa cara: no solo lo que experimenta aquel que se va, sino también lo que viven aquellos que se quedan, el duelo. La muerte es tan tremenda que, cuando sucede, afecta a un sinnúmero de personas.

El evangelio tiene mucho que decirnos y enseñarnos acerca de cómo reflejamos el amor de Dios a los demás en esos momentos. Ciertamente, no hacer nada no es una opción amorosa. Pero es cierto también que hay algunas actitudes que deberíamos evitar. Al mismo tiempo, reflejar la gracia del Señor puede ser algo más simple de lo que imaginamos.

La muerte no solo toca al que parte, también hiere a quienes permanecen: el duelo. / Foto: Lightstock

Déjalos llorar

En ocasiones somos tentados a pensar que el dolor y el llanto son malos. Hasta pareciera que el llanto ajeno nos perturba. Por eso, nuestra primera reacción es buscar que el llanto cese. Nuestros esfuerzos se dirigen a buscar que el dolor desaparezca. Pero las lágrimas son necesarias. El dolor es una respuesta muy natural ante la muerte.

La muerte es horrible y dolorosa, y no podemos pretender que quien está sufriendo por la pérdida de alguien amado deje de llorar con facilidad. Es básico entender que al estar junto a alguien que llora, nuestro amor hacia él, nuestra manera inicial de reflejar el amor desde el evangelio, es, precisamente, permitirle llorar. Y no solo eso, sino también llorar junto a él… con él (Ro. 12:15). El evangelio nos llama a sentir el dolor de los demás como nuestro. Así, al estar frente a las lágrimas de mi hermano, quiero que él experimente la libertad de llorar. Y quiero que, al hacerlo, sepa que no está solo, porque su dolor es también el mío.

La muerte duele, y no se le puede pedir a quien ha perdido a un ser amado que deje de llorar pronto. / Foto: Lightstock

No te pongas en lugar de Dios

Otra tentación que debemos evitar ante el dolor ajeno es la de querer ponernos en el lugar de Dios. ¿Qué quiero decir con esto? Muchas veces, ante la presencia terrible de la muerte, al no saber qué decir, y al no entender que el silencio no necesariamente es algo malo, terminamos hablando y diciendo aquello que no sabemos. Es decir: hablamos de más y nos ponemos en el lugar de Dios. Buscar explicaciones lógicas, tratar de darle algún sentido (distinto al que la Palabra de Dios nos deja entender) o tratar de justificar a Dios es peligroso.

Aquel que está llorando no necesita las grandes palabras y las complejas explicaciones que a menudo queremos suplir. No. Necesita nuestra presencia y las palabras simples del amor: “Aquí estoy, contigo. Tu dolor es mío también. El Señor está contigo”.

En medio del duelo, una persona puede experimentar distintas reacciones, como la incredulidad, la desesperanza, el enojo, la negación, entre otras. La forma de ayudar a esa persona no es buscando argumentos forzados. Solo sabemos lo que Dios nos ha permitido saber en la Biblia, y eso es suficiente. Aquel que está atravesado por el dolor de la pérdida necesita que lo acompañemos en su dolor, y que lo hagamos siendo un recordatorio de la presencia amorosa del Dios que también debió atravesar la muerte de su propio Hijo.

Ante el dolor ajeno no hacen falta grandes explicaciones, sino presencia, amor y el recordatorio de que Dios está cerca. / Foto: Pexels

Abraza con el amor de Dios

Hasta aquí hemos dicho que deberíamos ser comprensivos con alguien que sufre por la muerte de un ser amado y no minimizar su dolor. Al mismo tiempo, deberíamos evitar hablar de aquello que no sabemos. En síntesis, deberíamos brindarle a esa persona todo el amor que sea posible.

Ahora bien, nuestro amor se puede hacer evidente, siempre, en actitudes tangibles. No necesariamente tienen que ser grandes gestos; a menudo las cosas simples y sencillas son de gran bendición. En realidad, si no estamos dispuestos a realizar esas pequeñas acciones, ¿cómo podemos decir que verdaderamente amamos?

Aquel que es sacudido por el duelo necesita experimentar el amor de Dios de una manera profunda. Necesita recordar que Él sigue presente en su vida, que no está ausente en el sufrimiento. Esa persona lo sabe, pero nosotros estamos ahí para ser instrumentos de ese amor y para ser recordatorios del cuidado de Dios por cada uno de sus hijos. Tenemos la gran oportunidad de estar ahí, a su lado, amándolo. Jesús nos enseñó a verlo en todo aquel que está en necesidad (Mt. 25:31-46).

Aquel que es sacudido por el duelo necesita experimentar el amor de Dios de una manera profunda. / Foto: Pexels

Comparte la esperanza del evangelio

Si hay algo que aquel que sufre necesita, en medio del dolor, es recordar la esperanza del evangelio. El evangelio es, precisamente, la forma en la que Dios trata con el pecado y su resultado: la muerte y el dolor que ella produce. La muerte, la maldad, el dolor y el sufrimiento entraron en nuestro mundo con el pecado. Desde Adán, los hombres quedamos indefensos e incapacitados de hacer nada ante ella. Tarde o temprano todos los hombres morimos, sin remedio, sin esperanza.

Sin embargo, Jesús dijo que Él había venido para que nosotros tengamos vida (Jn 10:10). Además, dijo que quien cree en Él no morirá jamás (Jn 11:25-26). En Él está la vida (Jn 1:4), ya que Él mismo es la vida (Jn 14:6). Estas buenas noticias lo cambian todo.

La muerte cobra un sentido absolutamente distinto cuando la vemos desde la cruz, desde la victoria de nuestro Señor sobre ella.

La muerte cobra un sentido absolutamente distinto cuando la vemos desde la cruz, desde la victoria de nuestro Señor sobre ella. Sigue siendo dolorosa, sigue siendo un recordatorio del daño que el mal causa, pero hay esperanza. Sin Cristo, ante la muerte, las opciones que los hombres tenemos son tristes: o nos hundimos en la desesperación o lo hacemos en la ignorancia. ¿Cómo viviremos si pensamos que al morir no hay nada más? ¿Qué seguridad podemos tener si la eternidad depende de nuestros méritos? Solo aquel cuya confianza y fe están puestas en el Señor Jesús puede considerar la muerte como ganancia, porque su vida está en Cristo (Fil 1:21).

Esto es lo que el evangelio produce en nosotros y lo que necesitamos compartir con aquel que está en medio del duelo: la muerte no es la palabra final. En Cristo lloramos, pero lo hacemos con esperanza. Y lloramos también con el gozo de saber que aquel que ya no está entre nosotros se encuentra en la presencia del Salvador. Quien llora necesita que le recuerden esta firme y gloriosa esperanza.

Y ¿qué de aquellos casos en los que quien ha muerto, o quien llora, no es un discípulo de Aquel que resucitó? La respuesta sigue siendo la misma. Sin crueldad, sin egoísmo y con mucho amor, lo que esa persona necesita escuchar de nosotros (y ver en nosotros) sigue siendo el evangelio.

Conclusión

En el año 2012, murió mi padre. Sin duda fue un tiempo de mucho dolor. El Señor me confortó y consoló de una manera preciosa por medio de mi familia y de los hermanos de la fe. Su fallecimiento fue algo para lo que, de alguna forma, me había venido preparando, pero igualmente, fue una experiencia dolorosa. La manera en la que aquellos que me aman me acompañaron fue una fuente de bendición. Si tuviera que sintetizar mi experiencia en ese sentido, simplemente diría que me supe acompañado y amado.

Ante el duelo, no se trata de mostrar conocimiento, sino de reflejar el evangelio: amar, llorar con el que sufre y recordar que Dios está presente. / Foto: Pexels

Dos años después, en el 2014, murió, siendo aún muy joven, un hermano de mi esposa. Su muerte fue como si una bomba de destrucción masiva cayera sobre la familia. Fue una tragedia. Han pasado años y el polvo de la explosión sigue en el aire. Déjame compartirte dos imágenes que considero valiosas (y reflejos del evangelio) de ese momento que vivimos. La primera de ellas es ver a mi esposa, en medio del caos inicial, abrazando a sus padres, orando con ellos y recordándoles que, en medio de ese dolor tan atroz, el Señor es nuestro Pastor, y su presencia va con nosotros en el valle oscuro. La segunda tiene que ver conmigo. Debo confesar que, en mi caso, me faltaron las palabras. En ese momento, pensé que eso era malo y, como no supe qué decir, solo pude abrazar y acompañar a mi esposa y el resto de mi familia. Solo estuve ahí. ¿Y sabes de qué me doy cuenta hoy? Que eso fue muy valioso.

El punto es que, cuando alguien está en medio del dolor de un duelo de esta magnitud, debemos recordar que lo que necesita de nosotros no es que nos mostremos llenos de conocimiento o que lo distraigamos. Necesita que reflejemos el evangelio, amando, llorando con él y recordándole que Dios está a su lado, que su gracia es más preciosa en medio de esas lágrimas.

Sebastián Winkler

Sebastián Winkler

Adrián Sebastián Winkler, argentino, sirve en la Iglesia Bautista de Lincoln, Buenos Aires, Argentina. También escribe el devocional «Gracia y Sabiduría» junto a su familia, y es el director de traducciones en «Volvamos al Evangelio». Además, es profesor de Literatura y está cursando un diplomado en Biblia y Teología en el Instituto de Expositores de Argentina (IDEAR). Adrián disfruta mucho la música, leer, pasar tiempo al aire libre, hacer cosas con sus manos y, sobre todo, compartir lo que el Señor le enseña a través de su Palabra. Contribuyó como escritor en El orgullo, Dominio propio y La sabiduría, está casado con Karina y tienen dos hijas: Julia y Emilia.

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