El cuidado informado por el trauma se presenta como un puerto seguro, un espacio donde los que sufren pueden finalmente respirar. Suena compasivo, incluso protector. Sin embargo, si se observa de cerca, su fundamento no está en la Palabra de Dios. Parte de una visión terapéutica del ser humano que, de manera sutil, exalta la autoprotección por encima de la obediencia a Cristo. Y, con frecuencia, alienta a los hijos adultos a distanciarse, o incluso a cortar lazos, con sus padres, como si ese fuera el camino hacia la sanidad. El anhelo de alivio es comprensible. Pero este tipo de consejo sustituye el llamado de Dios a la reconciliación por una búsqueda de autonomía, desplazando la confianza en el Redentor hacia las estrategias humanas de desvinculación.
La Escritura no ignora el dolor causado por familias fracturadas. Lo vemos en los clamores de los Salmos, y también en Génesis, donde los hogares se rompen bajo el peso de los celos, el engaño y la traición. Pero ¿qué más vemos? Vemos a un Dios que, una y otra vez, llama a Su pueblo a confiarle sus heridas, no a cerrarse en la autopreservación. Piensa en José, en Génesis 50:20. Traicionado, vendido como esclavo y olvidado durante años. Si alguien tenía buenas razones para cortar para siempre con sus hermanos, era él. Y, sin embargo, sus palabras resuenan a través de los siglos: “Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien”. Ese tipo de perdón no brotó del interior de José. Fluyó de una profunda confianza en la providencia de Dios.

Aquí radica el fracaso de los enfoques informados por el trauma. Elevan la seguridad emocional por encima de la obediencia a Dios. Suponen que la paz proviene de mantener una distancia. Pero la Palabra enseña que la paz no es la ausencia de dificultades, sino la presencia de Dios en medio de ellas. Pedro escribe en 1 Pedro 2:21 que “Cristo sufrió por [nosotros, dejándonos] ejemplo para que [sigamos] Sus pasos”. Ese pasaje no habla de comodidad, sino de sufrimiento injusto bajo autoridad. ¿Y qué hizo Jesús? Se encomendó al Padre que juzga con justicia. Ahí se encuentra la verdadera paz.

Otro peligro es que estos modelos tienden a tratar las emociones como si fueran la verdad definitiva, cuando Jeremías 17:9 nos advierte que “mas engañoso que todo es el corazón, y sin remedio; ¿quién lo comprenderá?”. Los recuerdos y las emociones son reales, pero pueden engañar. El dolor puede magnificar los agravios del pasado y cegarnos ante la gracia de Dios. En la consejería bíblica no descartamos las emociones, pero sí las examinamos a la luz de las Escrituras. Pablo nos recuerda en Romanos 12:2 que hemos de renovar nuestra mente para no conformarnos al molde de este mundo. Sin esa renovación, la amargura se puede disfrazar de sanidad.

El mandamiento de honrar a padre y madre, dado en Éxodo 20:12 y repetido en Efesios 6:2-3, no tiene fecha de caducidad. No depende de que los padres sean dignos de honor. Ahora bien, honrar no significa excusar el pecado ni permanecer en peligro, sino acercarse a los padres con humildad y respeto, abiertos hacia la paz cuando sea posible. Pablo añade en Romanos 12:18: “Si es posible, en cuanto de ustedes dependa, estén en paz con todos los hombres”. Fíjate en esa frase: “Si es posible”. La Biblia es muy honesta. A veces la paz no se logra. Pero el creyente es llamado a buscarla, no a cortar lazos simplemente porque se siente como la opción más fácil.

El evangelio aporta lo que ninguna terapia puede lograr: un corazón transformado. 1 Pedro 2:24 dice que Jesús “llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes sanados”. Esa es la verdadera sanidad. No un parche psicológico, sino la obra profunda de Cristo. Y de esa sanidad se alimenta el perdón, incluso cuando la reconciliación sea lenta o no llegue. El cuidado informado por el trauma puede enseñar técnicas de afrontamiento; el evangelio, en cambio, otorga el amor necesario y la libertad requerida para poder abandonar la amargura.

Recuerdo a un hombre llamado Fred, que no hablaba con su madre desde hacía ocho años. Me dijo con franqueza: “La corté de mi vida por mi salud mental”. Parecía seguro, pero detrás de sus palabras se percibía una tristeza que no podía esconder. Tenía algo parecido a la paz, pero era la paz del silencio, no la paz de Cristo. Al abrir juntos la Palabra de Dios comenzó a reflexionar. Comprendió que honrar a su madre no dependía de la bondad que ella poseyera, sino de la bondad de Dios. Meses después le escribió una carta. Sin acusaciones. Sin resentimiento. Tan solo gracia y verdad. Ella nunca respondió, pero Fred fue libre. No porque su madre cambiara, sino porque Dios lo transformó a él.

También estaba John. Su padre lo había defraudado en todo: ausente, egoísta, de temperamento iracundo. John quería liberarse, pero el perdón le parecía imposible. Lo que finalmente lo quebrantó no fue una técnica terapéutica, sino la cruz misma, pues “siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro 5:8). Ese versículo se quedó grabado en su alma. Con el tiempo, sus oraciones pasaron de la ira a la intercesión. La primera llamada con su padre duró apenas cinco minutos antes de que él colgara el teléfono. Pero John perseveró. Ese fue el primer paso. Descubrió que el perdón no era debilidad, sino una verdadera guerra espiritual contra la amargura.

He visto a demasiadas personas optar por el distanciamiento porque “se sentían mejor” o “más seguros”. Ese es el engaño del cuidado informado por el trauma: se disfraza de protección mientras erosiona familias enteras. Durante décadas, el pensamiento humanista ha socavado la familia nuclear, reemplazando la dependencia de Dios por la dependencia de los terapeutas. Y con el cuidado informado por el trauma, esa visión ha encontrado un vehículo poderoso. Ahora bien, hemos de aclarar algo: Dios nunca ordena a Sus hijos que permanezcan en un camino peligroso. A veces, la separación es la opción más sabia. Proverbios nos advierte del peligro de permanecer junto a aquellos que buscan el mal. Pero la separación nunca debe endurecer el corazón. Uno puede alejarse del peligro sin darle a la amargura un trono. El modelo secular enseña que la distancia es empoderamiento, mientras la Escritura enseña que, cuando es inevitable, debe asumirse con pesar y con la esperanza de restauración.

El quinto mandamiento sigue vigente. No elimina la prudencia ni la necesidad de seguridad, pero llama a una postura de humildad, de respeto y de un corazón abierto hacia la paz. Honrar no borra las consecuencias. Rechaza el devolver mal por mal. Implica hacer el bien, aun cuando el bien no es recibido. En última instancia, el cuidado informado por el trauma pregunta: “¿Qué te pasó?”. Pero la Escritura pregunta algo mucho más profundo: “¿Cómo glorificarás a Dios en lo que te pasó?”. Uno se centra en el yo; el otro, en el Salvador. El primero puede ofrecer una calma temporal, pero solo Cristo concede esa paz que sobrepasa todo entendimiento. Solo Él hace todas las cosas nuevas.
Publicado originalmente en SoulCare.