Dios había prometido a Su pueblo una tierra. Había prometido sacarlos del cautiverio y llevarlos a un lugar propio. Y ahora los había liberado de su esclavitud en Egipto, los había conducido a través del mar Rojo, había permanecido con ellos durante cuarenta años de peregrinación, los había llevado sanos y salvos a través del río Jordán. Ahora solo quedaba una gran barrera: el pueblo que ya habitaba aquella tierra. La primera ciudad que encontraron fue Jericó, una ciudad fuerte y acorazada, rodeada de grandes murallas. ¿Cómo podían estos nómadas del desierto tener la esperanza de prevalecer contra una ciudad tan grande? Dios tenía un plan.
Durante seis días los israelitas marcharon alrededor de Jericó. Primero los guió una guardia de honor. Detrás de ellos caminaban siete sacerdotes, y cada uno llevaba y tocaba un cuerno de carnero. Luego venía el arca del pacto, la presencia de Dios en la tierra. Tras el arca iba la retaguardia y el ejército de Israel. Todos marchaban en silencio, sin otro sonido que el de los cuernos. Durante seis días, esta extraña procesión marchó una sola vez alrededor de la ciudad antes de retirarse a su campamento. Luego, al séptimo día, marcharon siete veces alrededor de la ciudad y, justo cuando completaban el último circuito, alzaron sus voces y gritaron con gran estruendo. Y en un instante los muros de la ciudad se derrumbaron.

Esta fue la liberación de Dios. Una ciudad con murallas era un enemigo temible, y capturarla requería una batalla costosa y devastadora. Pero una ciudad sin murallas estaba indefensa y sin esperanza. Y, efectivamente, “la muralla se vino abajo. El pueblo subió a la ciudad, cada hombre derecho hacia adelante, y tomaron la ciudad. Destruyeron por completo, a filo de espada, todo lo que había en la ciudad: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, bueyes, ovejas y asnos” (Jos 6:20-21). La batalla quedó sentenciada en el momento en que cayeron los muros.
Me pregunto si Salomón estaba pensando en Jericó cuando escribió: “Como ciudad invadida y sin murallas es el hombre que no domina su espíritu” (Pro 25:28). No hay ciudad más lamentable que una ciudad sin murallas. No hay peor lugar para construir un hogar, ni peor lugar para criar una familia, ni peor lugar para fundar un negocio que una ciudad sin murallas. Un lugar así es siempre vulnerable a los merodeadores, siempre propenso a caer en las manos equivocadas. Prácticamente invita a los invasores. Es presa fácil.

Casi no pasa un día sin que hable con alguien, pregunte por alguien u ore por alguien que lucha contra el pecado de la pornografía. Los hombres se ponen en contacto todo el tiempo para confesar el pecado y pedir ayuda. Y lo que quiero que sepan es que son ciudades sin muros. Por medio de su falta de dominio propio, han hecho la obra de un conquistador en sus propias vidas. Han derribado voluntariamente sus defensas y se han hecho vulnerables a los ataques. Están en el acto mismo de cometer suicidio espiritual, de mostrar a cada enemigo que están maduros para la cosecha. Ellos, al igual que Jericó, son derrotados incluso antes de que comience la batalla. No hay ciudad más lamentable que una ciudad sin murallas, y no hay hombre más lamentable que un hombre sin autocontrol.
Su salvación está en el Señor que les ofrece sabiduría y, con ella, dominio de sí mismos. “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía”, dice Pablo, “sino de poder, de amor y de dominio propio” (2Ti 1:7). El dominio propio es la muralla que rodea su ciudad, la protección que rodea su alma. “Mejor es el lento para la ira que el poderoso, y el que domina su espíritu que el que toma una ciudad” (Pro 16:32).
Publicado originalmente en Challies.