El océano de Dios para las almas sedientas

Ya tenemos acceso a la fuente, pero aún no hemos bebido lo suficiente. Así que ven a Cristo a saciar tu sed.
Foto: Envato Elements

Imagina un pecado tan terrible que las estrellas tiemblen de horror. Imagina una transgresión que horrorice a los planetas. Imagina un mal que asombre a los ángeles, escandalice al sol y haga temblar a la luna. ¿Qué puede ser tan malo que el Juez de toda la tierra llame al cosmos a la sala para que testifique contra él?

“Espántense, oh cielos, por esto, y tiemblen, queden en extremo desolados”, declara el Señor. “Porque dos males ha hecho Mi pueblo: Me han abandonado a Mí, fuente de aguas vivas, y han cavado para sí cisternas, Cisternas agrietadas que no retienen el agua” (Jer 2:12-13).

Dios nombra dos grandes males: primero, no beber de la fuente de aguas vivas y, segundo, tratar de beber de cisternas agrietadas que no pueden contener agua. Según Dios, el mal que horroriza a los ángeles y conmociona los cielos, consiste en negarse a ser saciado en Dios y tratar de saciarse en cualquier otra parte. Dónde buscamos estar satisfechos es un asunto que concierne a los cielos más altos.

Corazones resecos

Jesús expone el mismo mal estéril en su bondadosa interacción con una mujer samaritana. Ha puesto Su mirada soberana en hacer de ella una adoradora del Padre. Le ofrece agua viva, pero ella desconfía (Jn 4:10, 13-14). Desinteresada, incrédula, imperceptible y, sí, un poco sarcástica, esta mujer no se rendirá fácilmente.

Él identifica su cisterna agrietada: “Ve, llama a tu marido y ven acá” (Jn 4:16). Cuando ella niega tener marido, Jesús le responde: “Bien has dicho… cinco maridos has tenido [literalmente, has tenido cinco hombres], y el que ahora tienes no es tu marido” (Jn 4:17-18). El amor de nuestro Señor aquí es quirúrgico, exponiendo el desfile de encuentros sexuales de esta mujer y su alma reseca.

Según la Escritura, el mal que horroriza a los ángeles y conmociona los cielos, consiste en negarse a ser saciado en Dios. / Foto: Lightstock

Como cualquier otra persona, como el pueblo de Dios en Jeremías 2, esta mujer tiene una sed del tamaño de un océano, un anhelo profundo como el alma, un bostezo ancho como el corazón humano. Y ha intentado llenar ese abismo con hombres. Va de hombre en hombre, de cisterna en cisterna, tratando de saciar un anhelo que solo Dios puede satisfacer.

Eso es como intentar llenar un océano con un dedal. Es como intentar llenar el Gran Cañón con una cucharilla. ¿No conocemos todos la inutilidad de este intento? Si no eres creyente, vives en este lugar reseco. Si eres creyente, oh, cuán trágicamente a menudo nos extraviamos aquí.

Cada uno tenemos nuestros dedales y nuestras cucharillas. Si eres honesto, ¿no sabes lo que es correr de lodazal en lodazal, pensando que el próximo sucio bocado te satisfará? La próxima bebida, la próxima comida, la próxima pareja, el próximo hijo, la próxima cita, el próximo dólar, el próximo espectáculo, el próximo scroll, el próximo clic… y así sucesivamente. No hay estabilidad del deseo. Cavar sin cesar cisternas que no pueden contener agua. Amigo, estos dedales nunca podrán llenar un océano.

Pero Jesús nos ofrece algo para satisfacer la sed de nuestra alma.

Al invitarnos a venir a Él, Jesús nos llama a sumergirnos en la plenitud infinita de la Trinidad. / Foto: Lightstock

Su océano

Jesús utiliza tres imágenes para captar lo que ofrece a esta mujer y a cualquiera que se acerque:

Si tú conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva… El agua que Yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brota para vida eterna (Jn 4:10, 13-14, énfasis añadido).

El don de Dios, la vida eterna y el agua viva: tres imágenes que nos ayudan a imaginar lo que Jesús nos ofrece, es decir, disfrutar del Padre por medio del Hijo y por el Espíritu. En el contexto inmediato, sabemos que el don de Dios es el don que es Dios, el don del Padre al Hijo. “De tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito” (Jn 3:16). En otras partes del Nuevo Testamento, el don de Dios se refiere más a menudo al don del Espíritu Santo (Hch 2:38; 8:20; 10:45; 11:17; Heb 6:4; Ef 4:7).

Dios satisface nuestra necesidad más profunda al ofrecerse a sí mismo. / Foto: Envato Elements

Más adelante, Jesús define la vida eterna como el conocimiento del Padre y del Hijo (Jn 17:3), y del resto de Juan aprendemos que este conocimiento viene por el testimonio del Espíritu (Jn 14:26; 15:26).

Cuando observamos la imagen del agua viva, encontramos la misma realidad. Unos capítulos más adelante, en Juan 7:37-38, Jesús dice: “Si alguien tiene sed, que venga a Mí y beba. El que cree en Mí, como ha dicho la Escritura: De lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva”. Inmediatamente, Juan comenta que el agua viva aquí es el Espíritu (7:39). Y venir al Hijo es venir al Padre (Jn 1:18; 14:7-9). Son inseparables (Jn 1:1; 10:30; 17:11). Al invitarnos a venir, Jesús nos invita a nadar en el océano de la plenitud trinitaria (Jn 15:11; 17:26).

Él quiere saciar el alma de esta mujer ―y la nuestra― dándole a Dios. Nos invita a la vida y la alegría infinitas de la Trinidad. Pero no se limita a invitarnos a acercarnos a la fuente. No, pone la fuente dentro de nosotros. Nunca más tendremos que correr a cisternas vacías. Al darnos Su Espíritu, Jesús nos da una cascada interior de vida. Convierte cada vez más nuestro corazón desierto en un Edén con un manantial que nunca se secará.

Debemos abandonar continuamente los pecados “sin agua” y volver a la fuente.

Ven, ven, ven

¿Por qué, entonces, seguimos sintiendo sed? Cuántas veces ―con la lengua seca― nos hacemos eco del grito de los poetas: “¡Mi alma tiene sed de Dios!” (Sal 42:1-2; 63:1)? Nuestra alegría no siempre es plena. El jardín a veces se marchita. Seguimos diciendo con esta mujer: “Dame esa agua”.

Para responder, debemos volver a las sorprendentes palabras de Jesús: “Ve, llama a tu marido” (Jn 4:16). Recordemos que, para atraerla a su pozo, Jesús le muestra sus cisternas agrietadas y vacías. Al exponerle su sed del tamaño de un océano, Jesús solo le deja dos caminos: volver a los lugares secos o “venir a las aguas” (Is 55:1). No le deja otro camino. Ella no puede seguir revolcándose en el fango y zambullirse en el océano al mismo tiempo.

Y nosotros tampoco podemos. Nuestros corazones sedientos son tan propensos a alejarse de la fuente de toda bendición. A menudo volvemos a los pozos de lodo de los que Cristo nos liberó. Incluso después de creer, beber de Él no es automático. Debemos abandonar continuamente los pecados sin agua y volver a la fuente.

Después de todo, Jesús no elimina nuestra sed. Cuando dice: “El que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás” (Jn 4:14), quiere decir: “No tendrán que ir nunca más a otra fuente. Se acabaron las cisternas vacías. Tienes acceso ilimitado y eterno al océano”. Después de probar y ver por primera vez que el Señor es bueno, nadie dice: “Eso fue suficiente para mí. Ya me he saciado. Adiós, sed”. Dios aborrece ese tipo de religión estancada. No, el deseo de los santos aumenta. Pero debemos llevar constantemente esa sed al único que puede saciarla.

Nosotros ―como la mujer samaritana― tenemos admisión ininterrumpida al océano. Pero aún debemos acudir. El agua viva es una realidad ahora, pero todavía no. Ya tenemos acceso a la fuente, pero aún no hemos bebido lo suficiente. Así que ven. Ven cada domingo a saborear el brebaje embriagador de la comunión cristiana. Ven cada mañana a beber la Palabra de Dios y a alegrar tu alma en Él. Ven cada minuto a orar “para que tu gozo sea completo” (Jn 16:24). Ven, ven, ven y sigue viniendo.

“El Espíritu y la esposa dicen: ‘Ven’. Y el que oye, diga: ‘Ven’. Y el que tiene sed, venga; y el que desee, que tome gratuitamente del agua de la vida” (Ap 22:17).


Publicado originalmente en Desiring God.

Clinton Manley

Clinton Manley es editor contratado de Desiring God y estudiante en el Bethlehem Seminary. Él y su esposa, Mackensie, tienen un hijo y viven en Minneapolis, donde son miembros de Cities Church.

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