Parece que la mayoría de las mañanas olvido cómo orar, o al menos parece que olvido lo que realmente es la oración: lo que realmente está sucediendo en esos momentos tranquilos frente a una Biblia abierta y un Dios que escucha. Puede que tropiece con mis acciones de gracias y peticiones, pero, a menos que lo recuerde a diario, mis oraciones, como peregrinos torpes en una alegoría de Bunyan, tienden a caer en el pantano de la distracción, o quedar atrapadas en el castillo del desánimo, o quedarse dormidas en la tierra encantada.
En su libro sobre la oración, Tim Keller habla de la necesidad de “tomarnos de la mano y despertarnos ante la magnitud de lo que va a suceder” cuando oramos (La oración, 127). Antes de murmurar inconscientemente “Padre nuestro” o “Señor”, detente, toma tu alma en la mano y recuerda la maravilla de la oración.
Y una de las mejores maneras de recordar es escuchar lo que Jesús mismo dice sobre la oración. Gran parte de la enseñanza de nuestro Señor sobre la oración está diseñada para ayudarnos a “orar en todo tiempo, y no desfallecer” (Lc 18:1). En los Evangelios, Jesús se acerca a los que oran y son como nosotros —desanimados, distraídos, dispuestos en espíritu pero débiles en la carne— y nos da el corazón para orar. De los muchos recordatorios que podríamos mencionar, consideremos cuatro lecciones representativas.
1. Nos acercamos a un Padre
Ustedes, pues, oren de esta manera: “Padre nuestro que estás en los cielos…” (Mt 6:9).
Michael Reeves señala lo propensos que somos a tratar la oración “como una actividad abstracta, una ‘cosa que hacer’”, en lugar de recordar “a quién oramos” (Disfruta de tu vida de oración, 30). La oración fácilmente se vuelve impersonal: “orar” es repasar una lista de nombres, sentarse o arrodillarse en este o aquel lugar durante un tiempo, repetir las mismas frases diez mil veces. Pero, en lo más fundamental, la oración no es una actividad abstracta o un hábito, ni siquiera una disciplina espiritual. La oración es una respuesta personal a un Dios personal; un Dios a quien Jesús nos dijo que llamáramos Padre.
La maravilla de esta palabra a menudo se nos escapa; no se les habría escapado a los discípulos. Ellos nunca habían llamado a Dios Padre, excepto en el sentido más amplio (Ex 4:22-23; Os 11:1). Dirigirse a Dios como “nuestro Padre que está en los cielos”, imitar el afectuoso “Abba” de Jesús, era algo asombroso, maravillosamente nuevo. Cuando los que confiamos en Jesús vamos a orar, nos acercamos a un Padre.
¡Y qué gran Padre es! Él conoce nuestro pensamiento y necesidad más íntimos, pero aún así ama escuchar cómo desahogamos nuestras almas ante Él (Mt 6:8, 32). Su oído siempre está abierto, Sus ojos siempre sobre nosotros; Él convierte nuestras habitaciones y armarios ordinarios en santuarios de comunión (Mt 6:6). Él es el arquetipo y la fuente de toda generosidad paternal, distribuyendo buenos regalos con ambas manos (Mt 7:9-11).
Pero tal vez las palabras más conmovedoras que Jesús pronunció sobre el Padre son las de Juan 16:27: “El Padre mismo los ama”. “Esto es algo para decirnos a nosotros mismos todos los días”, escribe Sinclair Ferguson sobre estas cinco palabras. “Son palabras simples, pero que cambian la vida, traen paz, y crean equilibrio”, y, podríamos añadir, inspiran la oración (Lecciones del aposento alto, 174).
2. Jesús perfecciona nuestras oraciones
En verdad les digo, que si piden algo al Padre en Mi nombre, Él se lo dará (Jn 16:23).
Durante Su ministerio, Jesús mostró una paciencia suprema con peticiones que otros habrían silenciado. Cuando la multitud calló al ciego Bartimeo, que gritaba, Jesús lo llamó (Mr 10:47-49). Cuando los discípulos quisieron despedir a la madre cananea, Jesús sacó a relucir Su corazón y sanó a su hija (Mt 15:21-28). Cuando el padre desesperado clamó: “Si Tú puedes hacer algo…”, Jesús reprendió su incredulidad, pero aún así sanó a su hijo (Mr 9:22-27). Tomó peticiones maleducadas, oraciones imperfectas, incluso un poco incrédulas, y las pasó por el fuego refinador de Su propio corazón amoroso.
Y así lo sigue haciendo. Tres veces en el aposento alto, les dijo a Sus discípulos que oraran “en Mi nombre” (Jn 14:13-14; 15:16; 16:23-24, 26). En mi nombre: aquí está la escalera de Jacob, elevando nuestras palabras al cielo; la llave que abre de par en par el hogar de nuestro Padre; la túnica que adorna nuestras peticiones desnudas; el nombre del propio Hijo del Rey, sellado con Su sangre y firmado con Su mano resucitada.
Entonces, como escribe Charles Spurgeon:
El Señor Jesucristo siempre está listo para tomar la oración más imperfecta y perfeccionarla por nosotros. Si nuestras oraciones tuvieran que subir al cielo tal como son, nunca tendrían éxito; pero encuentran un amigo en el camino, y por eso prosperan.
Ya que el Padre ama a Su Hijo, y ya que le encanta honrar el valor de la obra de Su Hijo (Jn 14:13), también le encanta escuchar y responder oraciones moldeadas por las palabras de Su Hijo (Jn 15:7) y enviadas en el nombre de Su Hijo. En Cristo, nuestras oraciones imperfectas reciben una audiencia celestial.
3. La lucha y la resistencia son normales
…pidan, y se les dará; busquen, y hallarán; llamen, y se les abrirá (Lc 11:9).
Solo porque nuestras oraciones comiencen con “Padre nuestro” y terminen “en el nombre de Jesús”, no significa que todas las palabras en el medio fluyan fácilmente. A veces, incluso aquellos que son conscientes de la maravilla de la oración, enfrentan dificultades desalentadoras: lucha interna, resistencia externa, tal vez incluso una sensación de silencio divino. Y aunque tales dificultades pueden reflejar algo mal dentro de nosotros —un corazón sobrecargado de preocupaciones mundanas (Lc 8:14) o pecados no confesados (Sal 66:18)—, la enseñanza de Jesús sobre la oración es sorprendente por su realismo.
“Pidan, y se les dará” puede sonar lo suficientemente sencillo en la superficie: una causa simple seguida de un efecto seguro. Pero de hecho, estas palabras siguen a la historia de un hombre que recibe pan de su amigo solo “por su importunidad”, porque el terco hombre no se fue (Lc 11:8). A veces, Jesús quiere que sepamos que la oración se siente como pedir y no recibir respuesta, como buscar y no encontrar nada, como golpear la puerta de un amigo que no abre, hasta que la “persistencia santa” prevalece (Lc 11:9).
George Müller, el cuidador de huérfanos que tuvo muchas más oraciones respondidas que la mayoría de personas, aprendió de la enseñanza de Jesús:
Aunque firmemente creo que Él me dará, a su debido tiempo, cada chelín que necesito [para las casas de huérfanos]; sin embargo, también sé que le encanta ser implorado con fervor, y que se deleita en la continuidad en la oración, y en la importunidad hacia Él (Respuestas a la oración, 29).
A Dios le encanta ser implorado con fervor (ver Mt 9:37-38), incluso por dones que le encanta dar. A menudo, entonces, la lucha, la resistencia y las oraciones no respondidas no son señales de algo malo, sino invitaciones a seguir adelante, y cada mañana tomar nuevo ánimo para pedir y buscar de nuevo.
4. La persistencia traerá una respuesta
…todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá (Lc 11:10).
Si examinas la enseñanza de Jesús sobre la oración, no lo encontrarás en ninguna parte aconsejándonos a esperar poco de la oración; lo encontrarás frecuentemente desafiándonos a esperar mucho. Nadie que persista en pedir al Padre queda sin respuesta; nadie que siga buscando deja de encontrar; nadie que golpee y golpee la puerta de la misericordia quedará afuera para siempre (Lc 11:10). En el tiempo de Dios, la persistencia traerá una respuesta.
A veces, por supuesto, no recibimos la respuesta que esperábamos; nuestro Padre sabe cuándo el “pez” que queremos realmente mordería como una serpiente (Lc 11:11). Otras veces, “en el tiempo de Dios” parece mucho más largo que “en mi tiempo”, como descubrió la viuda persistente en “su venir continuo” (Lc 18:5). Y, a veces, la respuesta llega incluso después de que hemos dejado de pedir, como aparentemente había perdido la esperanza el anciano Zacarías de tener un hijo (Lc 1:13, 18). De cualquier manera, si una respuesta a una solicitud deseada aún no ha llegado, y si aún no discernimos que la respuesta de Dios es “no” —como, por ejemplo, Pablo lo hizo con su espina (2Co 12:8-9)—, entonces Jesús nos invita a seguir pidiendo.
Müller, contando la historia de cómo oró durante años por un terreno en particular, escribe: “Cientos de veces había mirado con un ojo de oración este terreno, sí, como si lo hubiera rociado con mis oraciones” (33). Sus oraciones cubrieron ese campo como tantas gotas de rocío, cayendo cientos de veces a lo largo de los años. Me pregunto si nosotros también podemos decir que rociamos con nuestras oraciones los asuntos que más anhelamos, sin rendirnos, sin desilusionarnos, pero pidiendo humildemente y fielmente a Dios una vez más.
Jesús quiere que lo hagamos. Porque nos acercamos a un Padre. Nuestro Salvador perfecciona nuestras oraciones. La lucha y la resistencia son normales. Y la persistencia traerá una respuesta.
Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.