Lo primero que me afectó fue el hedor. Hacía 100 grados afuera, la humedad superaba el 90% y había hasta una docena de niños y jóvenes hacinados en pequeñas celdas que parecían jaulas. Había un agujero en el suelo casi completamente cubierto por un mini huracán de mosquitos furiosos. El calor, el hedor y el ruido eran insoportables. Una prisión en el Amazonas Mientras los guardias armados de la prisión me conducían a los pabellones; los jóvenes y los hombres salían al patio como hormigas obreras. Cada uno de ellos era un asesino condenado. Algunos eran delincuentes múltiples. Una sensación de amenaza flotaba en el aire. El silencio mientras me miraban era intimidante. Saqué mi Biblia y en mi portugués imperfecto, pregunté si podía compartir con ellos unas palabras sobre el amor de Jesucristo. Esperaba que me echaran de allí con la boca llena de insultos y amenazas de muerte. En lugar de eso, uno a uno, estos violentos prisioneros, algunos de tan solo 7 años de edad, vinieron y se sentaron a mis pies. Todavía no se había dicho una palabra. Finalmente, uno de ellos habló. «Fala Tio» (habla, fulano) dijo. No se oyó ni una palabra más durante mi charla. Nadie me interrumpió. No hubo risitas ni comentarios sarcásticos. Sólo un silencio total y absoluto ya que tenía toda su atención. Nunca había experimentado tanto temor a Dios y asombro por su Palabra como en aquella prisión en las afueras de la selva amazónica. Confía en Dios para obtener frutos Visité ese lugar muchas veces y compartí el evangelio de Jesucristo. A pesar de mis esfuerzos, y de muchas conversaciones y oraciones de corazón, ni una sola vez en todas mis visitas nadie entregó su vida a Cristo. Ni uno solo hizo una profesión de fe en Jesús. Fue desalentador. Era deprimente. Una vez más, tuve que recurrir a las promesas de Dios en Su Palabra. La iglesia primitiva se enfrentó a batallas y oposición. Conocieron tiempos de miedo y desesperación. Así es como Pablo los animó: “Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a esos también llamó; y a los que llamó, a esos también justificó; y a los que justificó, a esos también glorificó” (Ro. 8:29-30). El hecho de que no viera frutos en esa prisión no significa que no los hubiera. Fue un consuelo saber que Dios estaba (y está) llevando a cabo Sus maravillosos propósitos y que tenemos que desempeñar un papel en Su gran plan cósmico. No tengo ni idea de quiénes son exactamente Sus elegidos. No tengo ni idea de a quién está llamando y justificando. Sólo sé que Él lo hace. Sólo sé que es así como yo mismo llegué a ser salvado. Conoce tu trabajo Sin embargo, no es mi trabajo saber. Mi trabajo es predicar fielmente el evangelio y perseverar hasta que se acabe mi tiempo. Sé que Dios está trabajando en las cárceles de niños en la selva amazónica y en los salones de la iglesia de Edimburgo. Sé que Él está trabajando en los estacionamientos de casas rodantes en Estados Unidos y en los barrios pobres de la India. Lo sé porque Pablo nos dice que Él ha llamado, ha justificado y ha glorificado a un pueblo, a todos los suyos. Estas son buenas noticias para nosotros, hermanos en Jesús. Sean quienes sean y estén donde estén, sigan predicando el evangelio. Abran sus Biblias y continúen predicando y enseñando de cara a un avivamiento, de cara a la indiferencia, de cara a la hostilidad, en temporadas fructíferas y en la sequía. Perseveren sabiendo que nuestro trabajo no es en vano porque la redención es obra de Dios de principio a fin. “Entonces, ¿qué diremos a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Ro. 8:31).