A menudo, luchamos para tomar decisiones difíciles porque son difíciles. Sin embargo, a veces luchamos para tomar decisiones difíciles porque somos pecadores. El miedo, especialmente el miedo al hombre, puede hacernos innecesariamente indecisos. Queremos complacer a las personas, y las decisiones a menudo decepcionan a alguien. Así que dudamos, luchamos, vacilamos, postergamos y, a veces, pecamos.
Por supuesto, no toda indecisión es pecaminosa. Eso es lo que hace que los peligros espirituales sean sutiles. A veces necesitamos tiempo para decidir por buenas razones. La sabiduría rara vez llega rápidamente o de manera impulsiva. Muchas decisiones son inevitablemente desconcertantes y requieren tiempo. Jesús mismo creció en sabiduría (Lc 2:52), lo que seguramente incluyó Su capacidad para tomar mejores y más rápidas decisiones en situaciones difíciles. Pero todos sabemos que la indecisión puede ser una señal de que tememos al hombre.
“El amor por la aprobación,” escribe Lou Priolo, “tienta al complaciente a ser indeciso” (Pleasing People [Agradar a la gente], 76). Somos indecisos porque nos preocupa más lo que los demás piensan que lo que Dios piensa. Indecisos, porque a menudo tratamos de micromanipular cómo otros responden a nuestras decisiones, y porque estamos petrificados de cometer un error. La deliberación paciente y llena de oración es piadosa; la indecisión temerosa y centrada en el hombre no lo es.
Pero ¿dice la Biblia algo sobre esta indecisión? ¿Vemos alguna vez el temor al hombre manifestarse en pecado? Sí, lo vemos, y no en cualquier parte de la Escritura, sino en su momento más oscuro y crucial.
El ápice de la indecisión
Cuando la multitud arrastró a Jesús ante Pilato, el gobernador tenía el poder y la autoridad, humanamente hablando, para dejarlo ir y evitar las espinas, los clavos, la lanza y la tumba. La decisión era suya. Y aunque hizo (y solo hizo) lo que la mano y el plan de Dios habían predestinado que sucediera (Hch 4:27-28), también falló completamente en su juicio. Se podría decir que Jesús murió en manos de la indecisión: la falta de voluntad de Pilato para hacer aquello que sabía que debía hacer cuando debía hacerlo.
Pilato es un ejemplo tan claro y aterrador porque sabía lo que debía hacerse. “Él sabía”, nos dice Mateo 27:18, “que lo habían entregado por envidia”. Al menos dos veces declara: “No encuentro ningún delito en Él” (Jn 18:38; 19:4). Y, sin embargo, Pilato demoró, vaciló, se escondió, señaló a otros, y finalmente lo mató de todos modos.
La raíz de la indecisión de Pilato es la raíz de la mayoría de la indecisión pecaminosa: “Pilato, queriendo complacer a la multitud…, lo entregó para que fuera crucificado” (Mr 15:15). El temor al hombre hizo que Pilato se inclinara ante la multitud. El temor al hombre hizo que Pilato vacilara y demorara cuando sabía lo que era correcto. Luego, el temor al hombre llevó a Pilato a tratar de encontrar a alguien más (Herodes) para decidir (Lc 23:6-12), y lo cegó al consejo de su propia esposa (Mt 27:19). E incluso después de tomar la decisión y crucificar a Jesús, el temor al hombre convenció a Pilato de que aún debía rechazar la responsabilidad (Mt 27:24).
Debido a que el temor al hombre controló a Pilato, las voces de la multitud prevalecieron (Lc 23:23). El miedo lo hizo vulnerable a la manipulación, lo que primero lo obstaculizó, luego lo paralizó, y finalmente lo derrotó.
Dominado por el temor al hombre
Los cuatro relatos evangélicos sobre la indecisión de Pilato nos advierten sobre la tentación de la indecisión temerosa. En particular, muestran cómo el temor al hombre nos expone a la manipulación de los demás. Si nosotros, como Pilato, nos preocupamos más por lo que otros piensan de nosotros o cómo podrían responder a nosotros, entonces tomaremos decisiones (o no) basándonos principalmente en nuestras percepciones de los demás. No es de extrañar, entonces, que nos sintamos tan paralizados: tanto los sentimientos de los demás como nuestra percepción de esos sentimientos cambian perpetuamente. Complacer a todas las personas en todo momento es, literalmente, imposible.
Al observar específicamente los fracasos de Pilato, consideremos cuatro maneras en que el temor al hombre lo expuso a la manipulación de diversos tipos, todos ellos aún comunes hoy en día.
1. Manipulación por engaño
El temor al hombre nos hace más susceptibles a las mentiras. Cuando la multitud llevó a Jesús ante Pilato, él preguntó: “¿Qué acusación traen contra este hombre?” Ellos respondieron: “Si este hombre no fuera malhechor, no se lo hubiéramos entregado” (Jn 18:29-30). Nota su duplicidad. Ni siquiera podían responder su simple pregunta. En cambio, tratan de imponer su voluntad, diciéndole a Pilato que acepte su palabra. Y, al principio, él ve a través de ellos: “Se lo pueden llevar y juzgar conforme a su ley” (Jn 18:31; ver Mt 27:18). El asunto debería haberse resuelto allí, pero no fue así.
Cuando finalmente presentaron acusaciones, gritaron: “Hemos hallado que este pervierte a nuestra nación” —falso— “prohibiendo pagar impuesto a César” —falso (Mr 12:17)— “y diciendo que Él mismo es Cristo, un Rey” (Lc 23:2) —profunda y eternamente cierto—. Los dos primeros cargos eran los que más peso habrían tenido para Pilato (le preocupaban más la paz y el orden) y eran mentiras descaradas. Pero debido a que estaba más sujeto a las personas que a la verdad, dejó que su engaño creciera sin control. Mentiras que deberían haber sido refutadas y desechadas, lentamente tomaron fuerza.
Si tememos a los hombres más que a Dios, las mentiras suenan aún más convincentes, especialmente en boca de aquellos a quienes tememos. Porque queremos complacerlos, podemos pasar por alto o justificar sus errores solo para mantenerlos contentos con nosotros. Sin embargo, las mentiras cada vez caen más en oídos sordos si nuestros corazones están plantados cada vez más firmemente en el cielo, si nos deleitamos en la ley del Señor y meditamos en ella día y noche (Sal 1:2).
2. Manipulación por las multitudes
El temor al hombre también puede dejarnos a merced de las masas. Como vimos antes, “Pilato, queriendo complacer a la multitud, les soltó a Barrabás; y después de hacer azotar a Jesús, lo entregó para que fuera crucificado” (Mr 15:15). Si la multitud hubiera querido otra cosa, Pilato habría elegido de otra manera. A pesar de todo el poder y la autoridad que se le habían dado, no hizo lo que le complacía, sino lo que complacía a la mayoría. ¿Con qué frecuencia podría decirse esto de nosotros?
Y con la aparición de internet y las redes sociales, ¿cuánto mayor es hoy en día esta tentación para nosotros? ¿Cuánto más probable es que seamos controlados por lo que otros gustan y odian, alaban y critican, siguen y cancelan? Como escribe Douglas Murray, se nos ha ordenado “participar en nuevas batallas, campañas cada vez más feroces y demandas cada vez más específicas. Encontrar significado luchando una guerra constante contra cualquiera que parezca estar en el lado equivocado de una cuestión, que puede haber sido simplemente reformulada y cuya respuesta acaba de cambiar” (The Madness of Crowds [La locura de las multitudes], 2). Las consecuencias, dice, “son desquiciadas y dementes”.
Por convincente que pueda parecer la multitud, las masas parecerán cada vez más pequeñas si recordamos quién juzga finalmente al mundo y cuán masivo es Su ejército. Cuando Pilato lo amenaza, Jesús dice: “Mi reino no es de este mundo. Si Mi reino fuera de este mundo, entonces Mis servidores pelearían para que Yo no fuera entregado a los judíos. Pero ahora Mi reino no es de aquí” (Jn 18:36). Doce legiones de ángeles esperaban la orden (Mt 26:53). Eso hacía que los pocos cientos de alborotadores frente a Él, por hostiles que fueran, parecieran solo una clase de preescolar en comparación.
¿De qué manera un enfoque como el Suyo podría cambiar nuestra respuesta ante las multitudes a nuestro alrededor hoy, ya sea en línea o en otros contextos?
3. Manipulación por tono
Pilato no solo fue manipulado por números, sino también por el tono. El temor al hombre a menudo nos somete a los sentimientos de los demás, especialmente a los sentimientos intensos de los demás. Los judíos declararon que Jesús era una amenaza y exigieron que Pilato lo tratara como tal.
Pilato les preguntó qué querían que hiciera, y ellos gritaron: “¡Sea crucificado!” A lo que él, con razón, pregunta: “¿Por qué? ¿Qué mal ha hecho?” Nota cómo funciona este tipo de manipulación: “Pero ellos gritaban aún más, ‘¡Sea crucificado!’” (Mt 27:23).
Si no obtienes lo que quieres, exige lo que quieres. Si aún no lo obtienes, exige aún más fuerte. Los complacientes son especialmente vulnerables a la urgencia de los demás. Su pasión puede nublar nuestro juicio. No podemos contender con gritos —con insistencias, con estallidos de ira, con persistencia implacable, con ultimátums—. Nos desgastamos más fácilmente que otros y somos más tentados a simplemente ceder.
Sin embargo, la agresividad y la intimidación pierden su filo y fuerza cuando se las enfrenta a la luz de la realidad espiritual y la eternidad. En el momento, la ira o urgencia de los demás puede parecer inmensa, abrumadora, incluso definitiva. Pero si podemos dar un paso atrás y evaluar su urgencia a través del lente más amplio de los propósitos y planes de Dios, incluso hacia la eternidad, esa perspectiva probablemente expondrá emociones mal colocadas o manipulativas. Veremos mejor si su sentido de urgencia realmente corresponde con la realidad bajo Dios.
4. Manipulación por aprobación
Por último (al menos desde la historia de Pilato), el temor al hombre nos seduce a buscar el falso dios de la aprobación humana.
Mientras Pilato trataba de liberar a Jesús, los judíos gritaron: “Si suelta a este, usted no es amigo de César; todo el que se hace rey se opone a César” (Jn 19:12). Puedes escuchar la voz susurrante de Satanás en su argumento. Imagina todo lo que perderás al hacer lo correcto.
¿Cómo responde Pilato? “Entonces, Pilato, cuando oyó estas palabras, sacó fuera a Jesús y… lo entregó a ellos para que fuera crucificado” (Jn 19:13, 16). ¿Qué pensará César? Pilato no podía soportar la idea de su desagrado. Y así terminó su horrible indecisión y entregó a un hombre inocente para que fuera torturado y asesinado, todo para que un hombre pequeño, finito y caído pensara bien de él.
Todos tenemos a aquellos que estamos tentados a convertir en Césares, aquellos cuya aprobación amenaza con convertirse en todo para nosotros. Puede ser un cónyuge, un padre o incluso un hijo. Puede ser un jefe o un pastor. Puede ser un mejor amigo. ¿A quién te resulta más difícil enojar, incluso cuando el amor exige que lo hagas? Esta relación, sea cual sea, es probablemente la mayor y más confiable prueba de nuestro temor al hombre.
Cuando sentimos y abrazamos la aprobación de Dios en Cristo —si realmente creemos que Dios está totalmente y para siempre a nuestro favor, no en contra nuestra—, la aprobación de los demás pierde su lustre. Ser aprobado por Dios no nos hace indiferentes a lo que piensan los demás. Nos impide ser controlados por lo que piensan los demás.
Ninguna decisión es en última instancia tuya
En un momento de su diálogo, Pilato comienza a temer que Jesús pueda ser más de lo que parece a primera vista (Jn 19:7-8). “Él debe morir”, habían gritado las multitudes, “porque pretendió ser el Hijo de Dios” (Jn 19:7). ¿El Hijo de Dios? “Entonces Pilato, cuando oyó estas palabras, se atemorizó aún más” (Jn 19:8). ¿Qué he hecho? Se apresura a ver a Jesús, exigiendo saber quién es realmente: “¿De dónde eres Tú?” (Jn 19:9). Silencio.
“¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte, y que tengo autoridad para crucificarte?” (Jn 19:10). Esa pregunta (y cómo responde Jesús) puede ser más reveladora que cualquier otra cosa sobre la indecisión no piadosa. ¿Cuánto de nuestro propio temor y vacilación en decisiones difíciles proviene de una sobreestimación de nuestra importancia y nuestra autoridad; de un orgullo inflado y autosuficiencia?
A medida que el orgullo de Pilato se desborda, Jesús rompe Su silencio: “Ninguna autoridad tendrías sobre Mí si no se te hubiera dado de arriba” (Jn 19:11). Eres quién eres, y tienes lo que tienes, y tomas las decisiones que tomas, solo porque Dios así lo ha dicho. Nada ante ti depende en última instancia de ti. Nunca eres la persona más poderosa o importante en la sala.
Ese tipo de perspectiva marchita nuestros temores hacia los hombres y corta las raíces de la indecisión pecaminosa. Si recordamos quién es Dios, lo que ha hecho por nosotros en Cristo y lo que requiere de nosotros en su palabra, construiremos la sabiduría y el coraje para hacer aquello que necesitamos hacer cuando necesitamos hacerlo.
Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.