No podemos dejar de insistir en la importancia de conocer nuestro propósito. No hay duda de que nuestras vidas se desviarán e incluso, se echarán a perder si no aprendemos el propósito de nuestra existencia y de nuestra salvación. Lo más importante para entender nuestro propósito es comprender por qué Dios nos puso en esta tierra. Por eso, el antiguo catecismo comienza con la pregunta del propósito: «¿Cuál es el fin principal del hombre?». Esta es la pregunta que ha servido de alimento a teólogos y filósofos desde tiempos inmemoriales. Muchos creen que el fin de la vida es el placer. Como no sabemos qué hay más allá, dicen, nos debemos a nosotros mismos saciar nuestra sed de placer con cualquier cosa que atraiga a la mente o al cuerpo. Tal vez sea esto lo que pide el anciano sabio en Eclesiastés: «Por tanto yo alabé el placer, porque no hay nada bueno para el hombre bajo el sol sino comer, beber y divertirse, y esto le acompañará en sus afanes en los días de su vida que Dios le haya dado bajo el sol» (8:15). Un hombre que se está muriendo de sed estrujará un paño húmedo para conseguir la última gota de agua. Del mismo modo, muchos viven para el placer y mueren tratando de exprimir hasta el último placer antes de partir hacia una eternidad desconocida. Otros caen en el extremo opuesto, alabando la austeridad en lugar del placer, el monacato en lugar del hedonismo y menos en lugar de más. Hay una respuesta mejor que nos orienta hacia un mayor placer. La primera respuesta del catecismo resume la sabiduría de la Biblia y nos llama a algo mucho más satisfactorio: nuestro propósito es glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre. La piedad es el camino hacia el placer, porque mediante esta glorificamos a Dios y, al glorificar a Dios, disfrutamos de Él. No hay mayor placer que la estrecha comunión con nuestro Creador y por lo tanto, no hay mayor propósito que la piedad. Al llegar al final de esta serie de «8 reglas para crecer en piedad», vemos que nuestra instrucción final es una que las resume todas: proponte ser piadoso. Aquí puedes leer la regla 1, regla 2, regla 3, regla 4, regla 5, regla 6 y regla 7. El poder del propósito Al anciano sacerdote Zacarías se le concedió un privilegio extraordinario: tener un hijo inesperado que serviría como precursor del Mesías. Este hijo sería la voz que clamaría: «Una voz clama: Preparad en el desierto camino al Señor; allanad en la soledad calzada para nuestro Dios» (Isaías 40:3). Este hijo sería el que bautizaría a Jesús para que éste, como nuestro sustituto, pudiera cumplir toda la justicia (Mateo 3:15). Y al nacer Juan, Zacarías se encontró de repente profetizando sobre este Mesías venidero y el propósito que cumpliría en y a través del pueblo que salvaría: «Concedernos que, librados de la mano de nuestros enemigos, le sirvamos [a Dios] sin temor en santidad y justicia delante de Él, todos nuestros días» (Lucas 1:74-75). Nosotros, que hemos sido liberados del mundo para ser seguidores de Cristo, tenemos el privilegio y la responsabilidad de servir a Dios en santidad y justicia, de ser apartados para servir a Dios por nuestra semejanza con Él debido a Su obra. Por eso, Dios siembra en cada uno de sus hijos una profunda aversión al pecado y un gran anhelo de piedad. La oración de David debería salir a menudo de nuestros labios: «Sean gratas las palabras de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Señor, roca mía y redentor mío» (Salmo 19:14). También, nosotros debemos orar para que todo nuestro corazón, nuestra boca, nuestro hombre interior y nuestro hombre exterior sean marcados por Dios y consagrados a Dios. Cuando ponemos nuestra fe en Jesucristo, somos inmediatamente justificados, declarados justos a los ojos de Dios. Al mismo tiempo, recibimos la garantía de que finalmente seremos glorificados y de que algún día seremos perfeccionados en la presencia de Dios. Pero entre ambas, se encuentra la tarea de crecer a semejanza de Jesucristo. Entre la justificación y la glorificación —cada una realizada en un momento— se encuentra la santificación, la que se lleva a cabo durante toda la vida. Se trata de una vida de confianza en el Espíritu, de aferrarse a Sus promesas y Su poder y de unirse a Él en esta gran tarea. Este mundo es nuestro campo de entrenamiento en el que respondemos a la justificación y nos preparamos para la glorificación. Lo hacemos despojándonos de lo que éramos y convirtiéndonos en lo que somos. Vemos esta tarea representada vívidamente en el amigo de Jesús, Lázaro. Lázaro había estado en la tumba durante cuatro días cuando de repente, Jesús gritó: «¡Lázaro, ven fuera!». Milagrosamente, Lázaro escuchó y despertó, respiró y se levantó. Lázaro salió arrastrando los pies de aquella tumba oscura con los ojos parpadeando a la luz del día. «Y el que había muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desatadlo, y dejadlo ir» (Juan 11:44). Lázaro salió de su tumba envuelto en las ropas de un muerto. Pero al haber vuelto a la vida, era conveniente que le quitaran sus ropas de muerto, para que le vistieran con ropas propias de un hombre vivo. Sería absurdo e inapropiado ir por la vida con las ropas de la muerte. Y ésta es la tarea que Dios nos encomienda a los cristianos: «que en cuanto a vuestra anterior manera de vivir, os despojéis del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y que seáis renovados en el espíritu de vuestra mente, y os vistáis del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad» (Efesios 4:22-24). Esta vida es un camerino, en el que vestimos nuestras almas para la eternidad. La necesidad de la determinación Para vestirnos para la eternidad, debemos acercarnos a la piedad con tenacidad. Debemos ser intencionales en nuestro enfoque y decididos en nuestra búsqueda. El conductor que quita el pie del pedal del acelerador, primero irá por inercia, luego reducirá la velocidad y después, se detendrá. Es inevitable que se detenga en el momento en que el motor vuelve a estar parado. De la misma manera, el cristiano que pierde su determinación de ser piadoso encontrará que su santificación primero se ralentiza y luego se detiene. La piedad siempre requiere un esfuerzo. Por eso, una y otra vez, hemos vuelto a Filipenses 2:12 y su instrucción de que «nos ocupemos» de nuestra salvación. Por eso Pedro traza una progresión constante y decidida en la vida cristiana: «Por esta razón también, obrando con toda diligencia, añadid a vuestra fe, virtud, y a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio, al dominio propio, perseverancia, y a la perseverancia, piedad, a la piedad, fraternidad y a la fraternidad, amor. Pues estas virtudes, al estar en vosotros y al abundar, no os dejarán ociosos ni estériles en el verdadero conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pedro 1:5-8). Esfuerzo y crecimiento, esto es vivir piadosamente, porque «sin santidad nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14). Sin esfuerzo y crecimiento, sólo seremos impíos e ineficaces. Conclusión Ser cristianos que crecen en conformidad con Jesucristo requiere primero que conozcamos la gran importancia de la piedad y luego, que la abordemos con propósito, confianza, tenacidad y determinación. No debemos permitirnos ser desviados, interrumpidos o distraídos. Debemos estar decididos a despojarnos de todo lo que huele a viejo y sus costumbres y a vestirnos de todo lo que se asocia con lo nuevo. Los que acumulan tesoros mundanos mientras descuidan la piedad han invertido y frustrado el mismo propósito para el que fueron creados. Pueden haber ganado el mundo entero pero al final, perderán sus almas. «Pero la piedad con contentamiento es una gran ganancia», y los que persiguen la piedad se han embarcado en la mayor tarea de todas (1 Timoteo 6:6). Estos son los que logran encontrar y alcanzar el propósito más elevado. Estos son los que obtendrán el inmenso privilegio de glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre. Las «8 reglas para crecer en piedad» se han extraído de la obra de Thomas Watson. Estas son las palabras que inspiraron este artículo: «Tengan esta máxima, que la piedad es el fin de su creación; Dios nunca envió a los hombres al mundo sólo para que comieran y bebieran y se vistieran con ropas finas, sino para que ‘le sirvieran en justicia y santidad’. Lucas i. 75. Dios hizo el mundo sólo como una habitación para vestir nuestras almas; nos envió aquí con el gran mandato de la piedad: ¿debería cuidarse nada más que el cuerpo, la parte bruta? Esto sería degenerar vilmente. Sí, invertir y frustrar el fin mismo de nuestro ser».