Hace ya 10 años, un estridente grupo musical llamado Fangoria alcanzaba una notable popularidad al reeditar una canción titulada “A quién le importa”. El éxito fue inmediato y no tardaría demasiado en ser adoptada por parte de determinados colectivos como su himno lema. El estribillo decía lo siguiente: Mi destino es el que yo decido el que yo elijo para mí ¿a quien le importa lo que yo haga? ¿a quien le importa lo que yo diga? yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré. Más allá del ritmo o el estilo, sin duda refleja el sentir de una época. Vivimos en un momento de la historia en el que el orgullo no es visto como un defecto de carácter, sino que se percibe y se proyecta como una señal de identidad. Para muchas personas hoy, “orgullo” es sinónimo de fiesta y desparrame. En un sentido, ha llegado a ser un rasgo distintivo para toda una generación al representar un estilo de vida en el que los límites los establece uno mismo. La humildad, en cambio, es concebida como una restricción del yo de la que hay que escapar… ¡a menos que queramos limitarnos a nosotros mismos! La Biblia habla mucho del orgullo y la humildad. Pero lo hace en términos radicalmente opuestos a los que comúnmente reparamos a nuestro alrededor. Y las epístolas generales y Apocalipsis no son una excepción. Esta sección del Nuevo Testamento nos revela qué lugar ocupa el ser humano en el universo (Hebreos 2:6; 1 Pedro 1:24). Y, simultáneamente, subraya una verdad liberadora y sobria a partes iguales: la gloria del cristiano no se encuentra en lo que tiene o en lo que hace, sino en su posición en Cristo (Santiago 1:9-10). En su libro El Esposo Ejemplar, el Dr. Stuart Scott enumera hasta 30 actitudes pecaminosas que son consecuencia directa de la falta de humildad.[1] Y es que, como si de un camaleón se tratase, el orgullo se manifiesta de maneras múltiples, pero siempre con un mismo fin: elevarse a uno mismo. De manera particular, quisiera destacar tres manifestaciones concretas que nos exponen de lleno a esta cuestión. Son las siguientes: autocomplacencia, autosuficiencia y autopromoción. Todas estas palabras comparten un mismo prefijo: “auto”. Se trata de un término de origen griego que significa literalmente “por sí mismo”. Y es que este es precisamente el problema que nos ocupa, el lugar que nos damos a nosotros mismos.
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La autocomplacencia
Cuando nos acercamos a las páginas de las Escrituras observamos cómo la mayoría de las exhortaciones con respecto al orgullo lejos de estar dirigidas exclusivamente a los pérfidos e inmorales, ponen su foco en aquellas personas cuya religiosidad era pública y notoria. De hecho, una de las amonestaciones más severas que encontramos en la Biblia tiene como destinatario una iglesia local, y la causa no es otra que su autocomplacencia. En Apocalipsis 3, el mismo Señor Jesucristo confronta a la congregación de Laodicea insistiendo en su necesidad de arrepentirse de una actitud tibia. Muchas veces pensamos que el pecado que se denuncia ahí es la falta de compromiso o la pérdida de interés de estos hermanos. Sin duda esto era parte del problema. No obstante, la raíz de esa pérdida de celo por las cosas de Dios era resultado de su engreimiento. Se sentían completamente satisfechos con el estatus que habían alcanzado, y no veían que debieran reforzar ningún área, ¡Todo lo hacían bien! Hasta el punto de llegar a pensar: “Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad” (3:17). Nuestra carne pretende hacernos creer que somos mejores de lo que los otros notan. Obstinada, insiste en que no necesitamos represión o revisión alguna, sino todo lo contrario. Sus halagos son seductores, y terminamos por pensar que la corrección no tiene cabida en nosotros. Sin embargo, el creyente maduro es consciente de sus propias carencias. Sabe que no hay lugar para la jactancia, pues es mucho todavía lo que le queda por progresar (1 Juan 1:7-8). Sus méritos reposan en lo que Cristo ha hecho a su favor, por eso su alabanza se dirige solamente a Él (Apocalipsis 1:5-7). Aquel que ha sido alcanzado por el evangelio reconoce que aun las pruebas y dificultades que enfrentamos a lo largo de la vida son un privilegio que viene de Dios y un medio por el que constantemente estamos siendo refinados y conformados a Su imagen (1 Pedro 1:7-9; 4:16). La prescripción de Jesucristo para la iglesia de Laodicea incluía un colirio para sus ojos (Apocalipsis 3:18). Su orgullo les había cegado de tal modo que todo lo que observaban en ellos mismos les generaba plena confianza. Pero su análisis estaba viciado por el orgullo. ¿Estás satisfecho contigo mismo? ¿Piensas que no hay lugar para el crecimiento? Si tu respuesta es afirmativa es posible que necesites limpiar tus ojos también. Recuerda que hemos sido llamados a andar como Él anduvo (1 Juan 2:6). Lee tu Biblia o pasa un tiempo en oración y pronto descubrirás algo de las excelencias de Cristo. Entonces sabrás lo mucho que aun te queda para que tu semejanza a Él sea completa. Y si aun tienes dudas, ¡pregúntale a tu esposa! O a alguien que te conozca de cerca, y todas tus dudas se despejarán rápidamente. Nunca olvides que “Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes” (Santiago 4:6; 1 Pedro 5:6).
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La autosuficiencia
El orgullo anida en el corazón del hombre sin importar su educación, condición social o experiencias previas. Dale la oportunidad e intentará convencerte de toda tu valía, haciéndote ver lo exitoso de tu trayectoria sea la que sea. Mientras, indiscreto, señalará las fallas de otros hasta hacerte despreciar cualquiera de sus logros. En palabras de William Gurnall: “el orgullo distorsiona nuestro gusto de modo que no podamos saborear nada que provenga del plato de otro”.[2] Es por esta causa que el hombre arrogante desprecia tanto la subordinación como la gracia, pues en ambos casos el mérito siempre se le atribuye a otro. Fue precisamente un carácter envanecido el que privó al pueblo de Israel de alcanzar la tierra prometida (Hebreos 3:8-12). En lugar de reconocer la mano de Dios en su salida de Egipto, se sintieron agraviados. Los que por cuatrocientos años habían sido esclavos consideraban que merecían más y no quisieron seguir las instrucciones que Dios les había dado. Habían visto lo que Él era capaz de hacer, sin embargo, en su orgullo fueron endurecidos al punto de no creer en Aquel que los había librado de manos del faraón (Hebreos 3:19). Una vez que el yugo enemigo ya no reposaba sobre sus hombros se sentían autosuficientes y no contemplaban el obedecer otra cosa que sus propios impulsos. Esta falta de modestia irremediablemente nos aleja del arrepentimiento genuino. Sin embargo, el cristiano no ha sido llamado a la autosuficiencia, sino a una dependencia humilde, que comienza con reconocimiento de una constante necesidad de perdón (1 Juan 2:1-2), pero también de instrucción (Santiago 1:21). Una vez que uno ha gustado la benignidad del Señor se deleita al escuchar Su Palabra, y no teme someterse a Dios o a aquellos a los que Él ha designado sobre nosotros (1 Pedro 2:1-5, 13-18). Eso incluye de manera particular a quiénes velan por nuestra salud espiritual (Hebreos 13:17). La persona humilde reconoce la necesidad que tiene de otros (particularmente de Dios) para su propio crecimiento, pero también asume su compromiso para con sus hermanos por medio de un servicio amoroso y desinteresado. No con el fin de hacerse un nombre, sino de glorificar a Su Señor y Salvador (Hebreos 13:16; 1 Pedro 4:8-11; 1 Juan 4:20).
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La autopromoción
Algunos quieren ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro. De forma que aprovechan la mínima oportunidad para hacerse ver, y hacer notar a otros lo que obran, lo que saben o lo necesario que resulta su presencia. Este era, precisamente, el caso de Diótrefes, de quien Juan escribió “le gusta ser el primero entre ellos” (3 Juan 9). En su afán por promoverse a sí mismo rechazaba la instrucción apostólica, impedía la comunión con otros creyentes y presionaba a los hermanos de la iglesia, llegando incluso a expulsarles de la congregación si no hacían lo que él quería (3 Juan 9-10). ¡Qué distinto ha de ser el carácter de un verdadero siervo de Cristo! (1 Pedro 5:1-3). A medida que aumenta la soberbia lo hace también la ingratitud para con quienes nos niegan el reconocimiento que merecemos. Progresivamente terminamos por pensar que nuestros criterios son los mejores y no admitimos que nadie cuestione nuestra opinión. Santiago advierte que es entonces cuando los celos amargos y la ambición personal da lugar a la arrogancia, el engaño y el conflicto (Santiago 3:16; 4:1) Esta actitud resulta particularmente grosera en los que pretenden hacer de la iglesia un espacio para la promoción personal y el “auto bombo”. La arrogancia y la vanidad son distintivos de los falsos maestros, que no hacen sino repetir, en forma y en fondo, aquello por lo que es conocido el diablo (2 Pedro 2:18; Judas 16). Sin embargo, esto no afecta solamente a aquellos que aspiran a ejercer responsabilidades dentro de la congregación. Todo hombre que da rienda suelta a su carne verá cómo el orgullo fácilmente le persuade de que no existe otro soberano que uno mismo. Las relaciones en el hogar o el trabajo no tardarán en verse afectadas por la altivez de quien desea imponerse allá por dónde va. El orgullo deforma y manipula la realidad. Sin embargo, como si de una brújula se tratara, las Escrituras nos devuelven a la senda correcta sanando nuestra ceguera y proveyendo de una perspectiva objetiva: toda la gloria del universo pertenece exclusivamente a Aquel que está sentado en el trono. El cielo, al unísono, reconoce que la dignidad está en el Cordero. Y nadie tiene derecho a atribuirse lo que le corresponde solamente a Dios ¡Cuánto menos los que se declaran siervos del Rey de reyes! (Apocalipsis 4:11; 5:13). La enseñanza bíblica es clara: “Humillaos en la presencia del señor y Él os exaltará” (Santiago 4:10). Nunca pretendas ocupar un espacio al que Dios no te haya llamado ni reclames lo que Él no demande en Su Palabra. En lugar de atraer la atención a ti mismo, permite que los que te rodean pongan su mirada en Cristo. ¡Él es el único protagonista!
Conclusión
La Palabra de Dios nos proporciona información suficiente como para comprender el daño que provoca el orgullo, al tiempo que nos descubre lo apropiada que resulta la humildad. Cuando somos humildes reconocemos que hay Uno que sabe mejor que nosotros, nos refugiamos en Uno que es más fuerte que nosotros y confesamos que nuestra salvación eterna descansa en la sangre de Otro (Apocalipsis 12:11). Que el Señor derrame de Su gracia y nos libre de la soberbia (Santiago 4:6). Sea nuestro nombre olvidado para siempre, pero el de Cristo exaltado por los siglos. [1] Stuart Scott, The Exemplary Husband (Bemidji, MN:Focus Publishing, 2002), 180-183. [2] William Gurnell, El Cristiano con Toda la Armadura de Dios (Carlisle, PA: El Estandarte de la Verdad, 2011), 199.