El evangelio: el único remedio para el pecado y sus consecuencias sociales

Ya que nuestras soluciones humanas son insuficientes ante la injusticia social, ¿cuál es la única respuesta definitiva al sufrimiento humano? El evangelio de Cristo. 
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El profundo, profundo amor de Jesús por Sus escogidos hace que toda la tristeza y el odio terrenales no sean nada; sí, menos que nada. 

El amor eterno de Cristo hacia Sus escogidos

Nunca ha existido ningún momento dentro de la existencia del Dios trino en el que el Hijo de Dios no estuviera comprometido con una relación de amor con una humanidad redimida; una humanidad que sería rescatada del indescriptible pecado de matar a Dios. Él amó a sus escogidos antes de la fundación del mundo en el pacto eterno de redención. “Porque Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él” (Ef 1:4). Él nos amó mientras estaba en el mundo y, habiendo amado a los Suyos, “los amó hasta el fin” (Jn 13:1).

Nos amó cuando entregó Su vida, derramando Su verdadera sangre humana de un cuerpo humano verdadero, herido y perforado, mientras experimentaba una tristeza extrema en un alma humana verdadera. Nos amó en Su resurrección para que la vida eterna fuera el regalo seguro para los escogidos que estaban muertos en delitos y pecados, porque “por causa del gran amor con que nos amó” fuimos resucitados con Cristo (Ef 2:4-6). Nos ama ahora intercediendo por nosotros, sentado a la diestra del Padre, para que nada nos pueda “separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro 8:34-39).

Este amor se demostró con poder indeleble, pues se mostró en su plenitud cuando estábamos en nuestro peor momento. Cuando estábamos “sin fuerzas” y, por lo tanto, indefensos, Su amor hizo lo necesario para dar vida a nuestros afectos muertos; cuando éramos impíos, el Dios/hombre murió por nosotros; mientras aún éramos pecadores, el justo murió por los injustos; somos salvos de la ira porque Jesús tomó nuestra ira como sacrificio propiciatorio; mientras éramos enemigos, fuimos reconciliados por Su muerte; Él vive, así que seremos salvados por Su vida (Ro 5:6-10).

Cristo nos amó entregando Su vida, derramando Su sangre y sufriendo tristeza en un cuerpo y alma humanos verdaderos. / Foto: Pexels

Ya que Cristo nos perdonó, podemos perdonar 

Ninguna relación humana puede oprimir a aquellos a quienes Jesús ha amado, porque ninguno puede odiarnos u ofendernos más de lo que nosotros odiamos y ofendimos a Cristo. Cuando recuerdo que Jesús me ha amado, me ama y me amará; cuando recuerdo que me salvó del pecado, la vergüenza, la muerte, la ira y el infierno, toda oposición y ofensa humana, incluso el odio y las maquinaciones contra mí, es menos que nada. Lucas 12:4-5 lo dice así:

Así que Yo les digo, amigos Míos: no teman a los que matan el cuerpo, y después de esto no tienen nada más que puedan hacer. Pero Yo les mostraré a quién deben temer: teman a Aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar al infierno; sí, les digo: ¡A Él, teman! (Lc 12:4-5). 

Si Dios me ha perdonado, me ha justificado, a través de Cristo, y actualmente e incesantemente intercede por mí, entonces nadie puede mirarme y decir: “No eres perdonado, no eres justificado, todavía hay algo en tu contra”. Ni Satanás, el acusador de los santos, ni siquiera otros santos pueden decir eso. Cada uno de nosotros debe resistir vivir bajo la sombra del pasado alimentando el resentimiento que interfiere con nuestro sentido de bendición en la gracia del perdón.

El profundo amor de Jesús por Sus escogidos hace que toda la tristeza y el odio terrenales se desvanezcan / Foto: Envato Elements

Solo cuando consideramos cuán infinitamente más grotescos son nuestros pecados contra Dios (nota la confesión de David en el Salmo 51:4: “Contra Ti, contra Ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de Tus ojos”) que cualquier daño que cometamos contra nuestro prójimo, podemos sentir la profundidad de la súplica: “Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores” (Mt 6:11). Encontramos las repercusiones de esa idea a lo largo de las palabras y argumentos de las Escrituras, intrínsecamente conectadas con nuestro sentido de perdón personal: “Sean más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros, así como también Dios los perdonó en Cristo” (Ef 4:32); “Bendigan a los que los persiguen. Bendigan, y no maldigan… Nunca paguen a nadie mal por mal… Amados, nunca tomen venganza ustedes mismos” (Ro 12:14, 17, 19).

El problema del Síndrome Postraumático de Esclavitud

Desde el punto de vista de la Biblia, parece que cualquier persona o grupo de personas que acuse a otro grupo de personas de pecados que no han cometido  —y que quizás ni siquiera tienen la capacidad de conocer—, y los retenga como rehenes de una penitencia que no deben, proviene de un intento de explicar comportamientos y condiciones fuera de la fealdad humana común, la cual los teólogos llaman Depravación Total. 

Me intriga, y a veces me desconcierta, la vertiginosa ola de nuevos conocimientos sobre lo que constituye el arrepentimiento y la reconciliación cristiana. Ahora que tenemos el Síndrome de Esclavitud Postraumática verificado como una condición verdaderamente debilitante y con la aprobación cristiana de un psicólogo de la Sociedad Bíblica Americana, probablemente nunca lleguemos al final de una lista de lo que es necesario para el arrepentimiento. Esta explicación del comportamiento humano se basa en un libro aclamado por la crítica de Joy DeGruy, titulado Post Traumatic Slave Syndrome: America’s Legacy of Enduring Injury and Healing [Síndrome postraumático de esclavitud: la herencia de Estados Unidos de una herida y sanación duraderas].

Portada del libro Post Traumatic Slave Syndrome: America’s Legacy of Enduring Injury and Healing, por Joy DeGruy. / Imagen: Amazon

El libro intenta explicar las agravaciones perdurables en algunas comunidades afroamericanas en términos de los efectos generacionales del trauma de la esclavitud y señala tales supuestas particularidades como luchas internas, materialismo, mala crianza, celos, colorismo, derrotismo, frustración y rabia. Para mí, eso no parece una lista aislada a los descendientes de los antiguos esclavos, sino a todos los individuos caídos de todos los descendientes de Adán y de todas las naciones resultantes de la dispersión en Babel.

Aislar estos problemas como algo peculiarmente característico de una comunidad parece, no eliminar el racismo, sino reforzarlo. Tal intento de identificar y explicar comportamientos supuestamente más característicos de una comunidad que de otra implica algún defecto cultural o psicológico incrustado. Si identificamos nuestros problemas en términos de determinismo psicológico impuesto generacionalmente, que solo puede sanarse mediante algún tipo de empatía transformadora y conciliatoria de otras personas caídas, hemos cometido dos errores bíblicos y hemos hecho nuestro caso prácticamente sin esperanza.

El evangelio: la respuesta suprema a las desigualdades

Un error es que hemos minimizado los efectos del pecado en todos nosotros y nos hemos convertido en un cúmulo de respuestas a una variedad de traumas personales que cada persona experimenta. Nuestro problema no es principalmente la opresión de un ambiente (aunque debemos trabajar por ambientes en los que los humanos puedan prosperar), sino los efectos espiritualmente pútridos del pecado. En segundo lugar, hacemos que nuestra sanación dependa de una respuesta humana acorde con la profundidad de nuestro sentido de trauma. Nada humano puede jamás quitar la mancha del pecado, reconciliarnos con Dios o reemplazar a Jesús como el único que puede “compadecerse de nuestras flaquezas… para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna” (Heb 4:15-16). No tenemos poderes para sondear las profundidades del pecado humano ni sanar la brecha que causa todas las demás brechas. Si la sanación depende de eso, entonces no seremos sanados.

Hemos minimizado el pecado, viéndonos solo como reacciones a nuestros traumas personales. / Foto: Envato Elements

Las manifestaciones públicas de injusticia, reales e imaginadas, e inmoralidad, consensuadas y depredadoras, se presentan regularmente tanto al público como a la comunidad eclesiástica. La justificada perplejidad y alarma respecto a estas realidades lleva a algunos a implicar que “predicar el evangelio en sí” no es suficiente para contrarrestar estos ataques a la dignidad humana. Puede haber algunos que se identifiquen como cristianos, pero no compartan la idea del perdón a través de la muerte sustitutiva de Cristo, la justificación por Su vida justa ahora y para siempre entronizada a la diestra del Padre, y vean su principal ministerio cristiano como la búsqueda de una resolución final de las desigualdades terrenales. Otros pueden predicar la salvación, pero minimizan tanto los efectos reales del pecado que incluso la salvación misma se convierte en un asunto de una transacción humana, ignorando fatalmente la profundidad del trabajo que debe hacerse solo por el Espíritu Santo para llevarnos a un arrepentimiento profundo y sincero del pecado y a una fe amorosa en Cristo. 

Mientras los cristianos deben trabajar como sal y luz en el mundo, y trabajar por la pureza y la santidad en nuestras iglesias, y los ministros no deben abandonar su llamado a “amonestar, reprender, exhortar” (2Ti 4:2) y a “reprender severamente” (Tit 1:13) a las personas ociosas y maliciosas que “convierten la gracia de nuestro Dios en libertinaje” (Jud 4) y así niegan al Señor Jesucristo, debemos afirmar que todo este trabajo por la justicia y la rectitud surge del evangelio. No minimizamos la predicación del evangelio frente a los males sociales rampantes; la maximizamos porque anuncia el único remedio para el pecado que es la fuente de todos los males humanos y también la acusación innegable que se presentará contra nosotros en el día del juicio para el cielo o el infierno.


Este artículo se publicó originalmente en Founders Ministries.

Tom Nettles

Tom se ha desempeñado recientemente como profesor de teología histórica en el Southern Baptist Theological Seminary. Anteriormente enseñó en la Trinity Evangelical Divinity School, donde fue profesor de Historia de la Iglesia y Presidente del Departamento de Historia de la Iglesia. Anteriormente, enseñó en el Southwestern Baptist Theological Seminary y Mid-America Baptist Theological Seminary. Junto con numerosos artículos de revistas y artículos académicos, el Dr. Nettles es el autor y editor de quince libros. Entre sus libros están Por Su Gracia y Por Su Gloria; Los bautistas y la Biblia, James Petigru Boyce: un estadista bautista del sur, y viviendo por la verdad revelada: la vida y la teología pastoral de Charles H. Spurgeon.

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