Una de las preguntas que todos nos hacemos por estos días es ¿cuándo terminará todo esto que estamos viviendo? ¿Cuándo volveremos a la normalidad? ¿Volveremos a la normalidad? ¿Regresaremos a la vida que hasta hace unas semanas conocíamos? ¿Seguirán en pie los planes que hicimos? ¿Será que otra vez podremos abrazar a nuestros seres queridos, a los amigos, a la familia de la fe? ¿Qué pasará cuando termine el horror de esta pandemia? La verdad es que no hay ser humano que pueda responder a las preguntas que hoy nos hacemos. Los gobernantes pueden hacer sus propias conjeturas, los científicos pueden darnos pronósticos según los datos que recopilan, pero saber cuándo terminará y qué sucederá entonces, solo Dios. Solo Dios tiene la respuesta al cuándo y el cómo del fin de esto que ahora mismo nos parece una terrible pesadilla. Y mientras, también es verdad que al contemplar este cuadro podemos sentirnos abrumadas, podemos experimentar desasosiego, lamento. Los tiempos así nos hacen recordar las palabras del salmista que, bajo circunstancias diferentes, también clamó a Dios suplicando una respuesta: «¿Hasta cuándo, oh, Señor? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás de mí Tu rostro? ¿Hasta cuándo he de tomar consejo en mi alma, teniendo pesar en mi corazón todo el día? ¿Hasta cuándo mi enemigo se enaltecerá sobre mí?» (Salmos 13:1-2). Este salmo entra en la categoría de «salmos de lamento», y dicha categoría es la más amplia en todo el libro. Eso nos indica que sentirse así, abrumado, triste, lamentando una situación, es algo común de este lado de la eternidad. Ser cristiano no quiere decir que estamos exentos del sufrimiento, ni que debamos colocarnos una máscara que disfrace nuestros verdaderos sentimientos y muestre un rostro feliz. Si así fuera, en realidad caeríamos en el pecado de la hipocresía que Dios claramente condena (ver, por ejemplo, 1 Pedro 2:1). A través de este pasaje aprendemos que al igual que David, podemos llegar con toda sinceridad confianza al trono de nuestro Padre Celestial y expresar nuestro dolor, nuestra tristeza, el lamento ante una situación que por momentos nos abruma y nos deja sin palabras. Lamentarnos no es pecado, de hecho, Jesús mismo lo experimentó. ¿Recuerdas aquellas palabras que pronunció al contemplar a Jerusalén? La mayoría de nuestras biblias las colocan en una sección que dice «lamento sobre Jerusalén», porque así fue como Jesús se sintió (ver Mateo 23:37). Sí, mi querida lectora, podemos sentirnos abrumadas ante el dolor de tantos, ante el sufrimiento de miles. La Biblia nos dice que debemos llorar con los que lloran, este tiempo es así. Tiempo de llorar. Muchos están perdiendo a los que aman, funerales solitarios, bodas que se cancelan, estudiantes que no tendrán una graduación… ¡la lista podría continuar interminable! Momentos duros. Este tiempo nos recuerda que vivimos en un mundo caído y destruido por el pecado. Tiempo para considerar nuestros anhelos y el motivo de nuestra canción Sin embargo, este tiempo nos recuerda también que nuestro anhelo no debe ser solo por una cura para el coronavirus, aunque eso sería maravilloso. Nuestro anhelo debe ser el establecimiento de ese otro mundo, la nueva creación, el reino de Cristo, y del que podremos disfrutar gracias a Su sacrificio. Amiga que lees este artículo, David se sentía abrumado porque un enemigo lo perseguía. A nosotras nos persigue un enemigo invisible, un microorganismo poderoso que nos pudiera afectar; podríamos enfermarnos nosotras o aquellos que amamos, no somos inmunes. Esa idea nos abruma pero, como nos enseña la Escritura en este pasaje, ¡tenemos que escoger dónde poner la esperanza! «Pero yo en Tu misericordia he confiado; Mi corazón se regocijará en Tu salvación.» (v. 5) Es un tiempo de esperar confiadas en Dios, en Su misericordia. Es un tiempo de espera, y vale recordar que, en las esperas, Dios obra, nos transforma. En las esperas Él nos revela los ídolos del corazón y las falsas esperanzas. Este tiempo nos revelará dónde hemos puesto la esperanza. Si está en Cristo, y en Su salvación, entonces, no importa lo que suceda, podemos experimentar ese gozo inexplicable que no es circunstancial sino el resultado de una vida redimida y transformada que ha puesto su confianza para vida o para muerte en el Salvador. Pero si no es así, tal vez entonces este sea un tiempo para arrepentirnos por haber puesto la esperanza en el lugar equivocado. Y aunque parezca contraproducente, podemos decir junto al salmista: «Cantaré al Señor, porque me ha llenado de bienes» (Salmos 13:6). Podemos decirlo porque nuestros bienes son mucho más grandes que la salud o el bienestar, nuestros bienes son de otro mundo, de otra naturaleza, y son eternos en Cristo Jesús. Así que, en medio de la pandemia del Covid-19, lamentar y sentirse abrumada es una emoción natural por la que vamos a pasar, y está bien, pero tenemos a Cristo y esta palabra es nuestro consuelo: «Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna» (Hebreos 4:16).