Vuélvanse a Mí y sean salvos, todos los términos de la tierra;
Porque Yo soy Dios, y no hay ningún otro (Is 45:22).
A través de toda la Escritura encontramos varios temas principales, que no solo son autóctonos de un libro o de un autor, sino que aparecen una y otra vez y se desarrollan a medida que avanza el relato bíblico. Su vasta repetición nos deja saber que son dignos de una atención especial.
Uno de estos grandes temas de la teología bíblica son las naciones. Casi todos los libros de la Biblia, de una manera u otra, tocan el tema de las naciones. A diferencia de lo que muchos creen, la Palabra de Dios no se trata solo de Israel; ese pueblo fue solo el punto de partida. Dios es el Dios de todo el mundo. Reflexionemos brevemente en cómo se ve este tema en la Escritura.

Dios y las naciones desde el principio
Génesis nos dice que Dios creó todo. El autor humano de este libro, Moisés, escribió palabra por palabra el mensaje de su Autor divino, y aunque se dirigía a Israel, es claro que el Señor tenía en mente algo más grande. Israel era la nación escogida, pero aun así leemos que “Dios creó los cielos y la tierra” (Gn 1:1), y no “Dios creó a Israel”. También leemos que “Dios creó el hombre a Su imagen” (Gn 5:1), no “los israelitas fueron creados a imagen de Dios”.
Adán fue el primer ser humano; su nombre significa “hombre” y proviene de la misma raíz que la palabra “tierra” (Gn 2:7), lo cual nos deja ver en él una universalidad como humano. Unos capítulos después, el hombre cae en el engaño de Satanás, y así las consecuencias del pecado afectaron, una vez y para siempre, a toda la humanidad: a israelitas y no israelitas.

Más adelante se nos presenta a Abram, el patriarca de Israel. En su persona, el Señor nos entregó la promesa conocida como el “protoevangelio” (el primer evangelio): Dios le prometió que todas las familias y naciones del mundo serían benditas a través de su simiente (Gn 12:3), aunque en ese momento no se supieran todos los detalles. Estas palabras debieron sonar muy extrañas para el pueblo de Israel, quienes probablemente pensaban que Dios era exclusivamente suyo.
Ahora, Israel sí tenía un lugar especial en el mundo. En el resto del Pentateuco, vemos parte del plan del Señor para este pueblo: que fueran santos, como Él, y que de esta forma mostraran las verdades sobre su Dios a las otras naciones. Sin embargo, la historia no solo nos dice que Israel falla y termina alejándose de Su voluntad, sino que muchos gentiles (no israelitas) sí agradaron a Dios al creer en Él y se refugiaron en Su cuidado. ¡Todo el libro de Rut es un ejemplo de ello!

Todas las naciones en el tiempo de los reyes
En la época de los reyes, se hace aún más claro que el Señor tenía un plan para todas las naciones. Cientos de años después de Moisés, el rey David proclama en los Salmos al Señor como gobernante sobre todos los otros dioses (Sal 95:3; 96:4; 97:9; 135:5), creador de todas las cosas (Sal 96:5; 148:2-5; 8:3-8; 100:3) y salvador de todos (Sal 18:2, 46; 19:4; 28:1; 31:2). En esto vemos un subtema continuo: todas las naciones son invitadas a exaltar al Señor como el Rey de reyes (Sal 22:27; 72:11; 86:9).
Los libros proféticos también muestran claramente el deseo de Dios de relacionarse con todas las naciones. Jonás es enviado a Nínive para predicar arrepentimiento (Jon 1:1-2), Amós trata ampliamente el tema de la justicia social y el juicio de las naciones (Am 1) y Habacuc nos enseña que los eventos mundiales pueden ser confusos, pero nuestro Dios está en control (Hab 1:12-13). En los profetas mayores, vemos vastas manifestaciones y destellos de aquel “protoevangelio” en el anuncio del Mesías que habría de venir y de la salvación que traería a Israel y a todas las naciones (Dn 9:24-27; Ez 37:26-27; Is 53:5).

El Mesías para todas las naciones
Entonces, entra a la historia el Cristo, el Hijo de Dios, y el mensaje se vuelve evidentemente universal. Su vida y sacrificio fueron suficientes para limpiar los pecados de todo el mundo (Jn 3:16), no solo los de Israel. Jesús predicó a la mujer samaritana (Jn 4:1-42) y al joven rico (Mr 10:17-30). Él cambió la vida del eunuco etíope (Hch 8:26-39), del centurión romano (Lc 7:1-10) y la de Simón (Hch 13:1), también conocido como Níger, quien posiblemente era de origen africano.
Las Epístolas son una gran parte del Nuevo Testamento. La mayoría fueron escritas por el apóstol Pablo, quien se autodenominó “apóstol de los gentiles” (Ro 11:13). Su llamado expreso era llevar el evangelio a las naciones. Dios levantó a Pablo para la proclamación del evangelio de la doble reconciliación: del hombre con Dios y de los judíos con los gentiles (2Co 5:18-21; Ef 2:11-22). Si Pablo y los demás discípulos se hubiesen quedado en Israel, con mucha probabilidad, tú y yo no conoceríamos el evangelio hoy.
Las palabras de Gálatas 3:23-29 dejan muy claro que el plan de Dios es para todas las naciones, y que la promesa de Abraham es para todos los que creen en Cristo:
Antes de venir la fe, estábamos encerrados bajo la ley, confinados para la fe que había de ser revelada. De manera que la ley ha venido a ser nuestro guía para conducirnos a Cristo, a fin de que seamos justificados por la fe. Pero ahora que ha venido la fe, ya no estamos bajo el guía. Pues todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que fueron bautizados en Cristo, de Cristo se han revestido. No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús. Y si ustedes son de Cristo, entonces son descendencia de Abraham, herederos según la promesa.

Dios y las naciones hasta el fin de los tiempos
Apocalipsis es el resumen del tema de Dios y las naciones. Allí se nos advierte qué pasará al final de los tiempos, pero el propósito de esta carta no es meramente escatológico, sino que busca estimularnos y exhortarnos, dándonos un vistazo del cielo y dejándonos saber que, a través de la tribulación, Jesús estará con nosotros. En la eternidad, Su Nombre será adorado por elegidos de toda tribu y toda nación, y la destinataria de esta carta no es Israel, sino la Iglesia universal. Juan, en Apocalipsis 7:9-10, nos dice:
Después de esto miré, y vi una gran multitud, que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos, y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos. Clamaban a gran voz: “La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero”.

Aplicando la teología de las naciones hoy
Y, ¿cómo se aplica todo esto a nosotros? Al menos de cuatro formas:
- Si a Dios le importan mucho las naciones, a nosotros también debería importarnos. Dios tiene hijos alrededor de todo el mundo, y tú tienes hermanos alrededor de todo el mundo. Con mucha probabilidad, ellos están más necesitados que tú, especialmente aquellos que sirven entre los no alcanzados y los que son perseguidos. Ora por ellos.
- La iglesia universal de Cristo es una de toda lengua y toda nación; de la misma forma, nuestras iglesias locales no tienen razón para no serlo. La diversidad racial, generacional y social no debe de ser un fin en sí mismo, sino un producto de la universalidad de la fe que profesamos.
- El ultra-nacionalismo no tiene lugar en la iglesia local. Nuestras iglesias no son centros de encuentros patrióticos. No es que sea pecaminoso estar orgulloso de tu nacionalidad, pero no todos los que van a nuestra iglesia son de nuestro país.
- Promovamos el nacionalismo celestial. No todos somos de aquí, pero definitivamente, ningún cristiano es de este mundo; nuestra nacionalidad está en los cielos. Eso sí es algo digno de celebrar.
Las últimas palabras de Cristo resucitado en Mateo son conocidas como la Gran Comisión (Mt 28:18-20), y constituyen el llamado que todos tenemos llevar el evangelio a “todas las naciones”. Que esta sea nuestra misión, nuestro motivo y nuestro estímulo. Él estará con nosotros hasta el fin del mundo, y en el final, todos los creyentes estaremos con Él.
¡Gloria al Dios de todas las naciones!