A principios de esta semana leí, o mejor dicho, releí, el libro de R.C. Sproul «The Truth of the Cross» [La verdad de la cruz], (un libro ideal para leer antes de Pascua si deseas preparar tu corazón para celebrar). En un capítulo que estudia los motivos bíblicos de bendición y maldición, se analiza el cumplimiento del rito de la circuncisión. La señal del antiguo pacto era la circuncisión. Cortar el prepucio tenía dos significados, uno positivo y otro negativo, correspondientes a las dos sanciones. En el aspecto positivo, cortar el prepucio simbolizaba que Dios estaba apartando a un grupo de personas del resto, separándolos, apartándolos para ser una nación santa. El aspecto negativo, consistía en que el judío que se sometió a la circuncisión estaba diciendo: «Oh, Dios, si no cumplo con cada uno de los términos de este pacto, que sea cortado de ti, separado de tu presencia, cortado de la luz de tu rostro, arrancado de tu bienaventuranza, tal como he cortado ahora por medio de este ritual el prepucio de mi carne». La cruz fue la circuncisión suprema. Cuando Jesús tomó la maldición sobre sí mismo y se identificó tanto con nuestro pecado que se convirtió en maldición, Dios lo cortó, y lo hizo con justicia. En el momento en el que Cristo cargó sobre sí el pecado del mundo, Su figura en la cruz fue la masa de pecado concentrado más grotesca y obscena de la historia de la humanidad. Dios es tan santo que no puede mirar la iniquidad, así que cuando Cristo colgaba de la cruz, el Padre, por así decirlo, le dio la espalda. Apartó Su rostro y cortó a Su Hijo. Jesús, en lo que respecta a Su naturaleza humana, había estado en una relación perfecta y bendecida con Dios a lo largo de Su ministerio, ahora cargaba con el pecado del pueblo de Dios, y por eso fue abandonado por Dios. Si Jesús no fue abandonado en la cruz, todavía estamos en nuestros pecados. No tenemos redención, ni salvación. El punto principal de la cruz era que Jesús cargara con nuestros pecados y con las sanciones del pacto. Para poder hacerlo, Él tuvo que ser abandonado. Jesús se sometió a la voluntad de Su Padre y soportó la maldición, para que nosotros, Su pueblo, pudiéramos experimentar la máxima bienaventuranza. E incluso hoy en día se nos concede la responsabilidad y el privilegio inconmensurable de vivir dentro de esa suprema bienaventuranza. Este artículo se publicó originalmente en Challies.