Cada uno de nosotros tiene una imagen de sí mismo, que es la que intentamos transmitir a los demás. Ese concepto acerca de nosotros mismos generalmente es muy bueno, nos hace sentir orgullosos de lo que somos, nos hace ver que es evidente, que comparados a los demás, no somos tan malos. Ese alto concepto de nosotros mismos es el que quisiéramos que los otros también tengan. Pero la realidad es que lo que piensan los demás de nosotros probablemente no sea lo que nosotros quisiéramos. El problema es cuando ese deseo de mostrar algo que no somos se vuelve una parte de nuestra identidad y terminamos siendo una ficción, una falsedad, una hipocresía. Es entonces cuando mantener esta máscara, se vuelve un trabajo arduo, frustrante, que aisla y esclaviza. Porque tú sabes que ese “yo” que estás mostrando no es el verdadero.
Quitarnos la máscara
La única salida es, una vez más, y siempre, el Evangelio. La Biblia dice: “Confesaos vuestros pecados unos a otros, y orad unos por otros” (Santiago 5:16). Santiago lo dice en el contexto de alguien enfermo e instruye a los hermanos a orar por él. Lo que llama la atención es esta invitación a confesarnos nuestros pecados los unos a los otros porque no es solo quien está enfermo quien debería confesar sus faltas, sino que debería ser una práctica habitual en cada uno de aquellos que somos discípulos de Cristo Jesús. Por eso es que este no es el único lugar donde la Escritura nos invita a confesar nuestro pecado. David dice en el Salmo 32: “Mientras callé mi pecado , mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día.[…] Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones al SEÑOR; y tú perdonaste la culpa de mi pecado.” (Sal 32: 3,5) Es importante recordar que la Biblia no nos enseña andar publicando nuestras faltas a diestra y siniestra, pero poder ejercitarnos en esta práctica es un elemento que nos ayuda a depender cada vez más de la gracia del Señor. Reflexiones sobre el dominio propio
Mejores son dos, que uno
¿Cómo estás? “Todo bien”, respondemos automáticamente, pero debiéramos ser capaces de decir que (a veces) no está todo bien, que hay tristeza, que hay enojo en nuestras vida, que estamos luchando con el pecado, deberíamos poder mostrarnos tal cual somos, débiles, imperfectos y necesitados. En las fotos de Facebook o Instagram todo el mundo es feliz, todos tenemos la familia perfecta, y una sonrisa. Esa es la ficción en la que muchas veces el mundo nos invita a vivir, una invitación que aceptamos gustosos, aún a sabiendas de que es una irrealidad. Poder compartir tiempo con alguien en quien sabemos que vamos a encontrar misericordia y amor para confesar nuestras luchas, nuestras debilidades, nuestras faltas es poder mostrarnos vulnerables. Es poder despojarnos cada vez más de esa máscara que muchas veces nos ponemos, especialmente en las redes sociales. Confesar nuestros pecados es mostrarnos vulnerables, pero es una vulnerabilidad que nos fortalece y ayuda en nuestra lucha diaria con el pecado. Hablar de nuestras batallas perdidas es aceptarnos débiles, delante de nosotros mismos y de quien nos puede ayudar a ser más fuertes. Confesar nuestras dudas e inquietudes también hace que podamos mostrar un amor y una misericordia más genuinos hacia los demás.
¿Y cómo hago?
Aunque entendemos que confesar nuestras faltas delante del Señor no es nuestro primer instinto, la gracia del Señor es la que nos mueve a hacerlo, pero hacerlo con otra persona quizás necesite que consideremos algunas cosas:
- Es necesario contar con un hermano/a maduro en la fe, que tenga el suficiente conocimiento de la Escritura para aconsejarte y apoyarte desde allí.
- No solo es necesario que conozca las Escrituras sino que tenga un testimonio en su vida de vivir por ellas.
- Busca alguien de tu congregación, que sea cercano, en todo sentido, con el que te puedas ver regularmente, puedas escribirte por teléfono.
- Busca (y ora) por alguien que ame la gracia y la misericordia del Señor, de manera que la misericordia mutua sea lo que marque su compañerismo.
- Comienza regando esa relación con mucha oración. Orar siempre nos pone en la perspectiva correcta.
- Desarrolla confianza pero recuerda que el pecado que aún mora en nosotros siempre es un factor presente en cualquier relación.
- No temas mostrar tus vulnerabilidades, es en nuestra debilidad que Dios hace más evidente la gracia y el poder de su Evangelio.
Confesar nuestros pecados, mostrarnos vulnerables, necesita que aprendamos a ser humildes y nos ayuda a ser más humildes, como Aquel que nos dejó el más supremo ejemple de humildad, el que se despojó hasta hacerse siervo (Fil 2:7) Esa es la paradoja del cristianismo: para ser fuertes tenemos que reconocernos débiles. Para ser santificados tenemos que reconocer nuestro pecado. Para vivir, debemos morir.