El chisme no es solo un pecado de la boca, sino también de los oídos. Se necesitan dos: el que habla y el que escucha. Leer o escuchar un chisme no es un pecado diferente a decirlo o esparcirlo, sino simplemente el lado opuesto del mismo. Una moneda de veinte cinco centavos lo es cuando sale cara o cruz, un dado es un dado cuando cae en seis o en uno, y un chisme es un chisme si se pronuncia o se escucha. Es tan pecaminoso oírlo sin protestar como hablarlo sin disculparse. Como advierte la canción infantil: “Oh, ten cuidado boquita con lo que dices” y “Oh, tengan cuidado orejitas con lo que escuchan”.
El problema, por supuesto, es que no siempre sabemos que se trata de chismes hasta que estamos metidos en ellos hasta el cuello. Y luego, cuando comenzamos a reconocer esa creciente sensación de inquietud, a menudo es insoportablemente incómodo interponerse y preguntar: “¿Es un chisme?” o “¿Realmente necesito saber esto?” o “¿Te dio permiso para contármelo?”. Y así nos permitimos ser partícipes de este pecado, saber lo que no deberíamos saber, permitir en silencio lo que deberíamos rechazar con firmeza.
No debemos chismosear, por supuesto. No debemos avivar el fuego que pronto arderá sin control (Stg 3:6, 8). Debemos negarnos a ser la clase de pirómanos cuyo delito no consiste en quemar edificios o bosques, sino en derribar personas e iglesias. “¡Qué gran bosque se incendia con tan pequeño fuego!”.
Pero también debemos prepararnos para apagar la leña humeante y responder a quienes nos utilizan como combustible para su fuego. Esto requiere una preparación cuidadosa.
Debemos estar preparados para identificar las primeras señales de fuego y actuar rápidamente contra ellas. La única forma de lograrlo es interviniendo y haciendo preguntas. “Antes de que sigas…”, o “Permíteme hacerte una pregunta rápida…”. Estas preguntas pueden resultar incómodas, pero evitan echar leña a una gran conflagración. Pueden ser incómodas, pero Jesús nunca prometió que la santidad vendría sin incomodidad. Es mejor sonrojarse que pecar.
Y mucho antes de que aparezca la primera brizna de humo, debemos apagar la paja para que no estalle fácilmente en llamas al primer contacto. El terreno seco se incendia fácilmente; los corazones impíos se avivan fácilmente para el chisme. Necesitamos admitir que nuestros corazones son madera seca que desesperadamente quiere encenderse en llamas y necesitamos apartar nuestros corazones del chisme hasta que estemos convencidos de que ya ni siquiera queremos escucharlo. Nuestros corazones santificados están destinados a ser los cortafuegos impregnados de agua que impiden que las llamas se propaguen. Un corazón santo es terreno inhóspito para que se propague el pecado.
A menudo desearía poder retractarme de todas las palabras que he dicho sobre otros y que han sido injustas, indebidas, inútiles o innecesarias. A menudo desearía poder dejar de escuchar muchas de las cosas que he escuchado sobre los demás. Pero el camino de la vida y el camino a la santidad solo van hacia adelante, así que me arrepiento, perdono y decido por la gracia de Dios edificar y no quemar, guardar mi boca y mis oídos de la misma manera, y hacer que el chisme sea indecible e impensable.
Este artículo se publicó originalmente en Challies.