El movimiento de “batalla espiritual” enseña la necesidad de romper las maldiciones hereditarias y de anular compromisos que quedaron pendientes con el diablo, incluso después de que la persona fuera salva por Cristo. Se enseña que heredamos las maldiciones que acompañaron a nuestros antepasados, a causa de sus pecados y pactos demoníacos, y que necesitamos anular estas maldiciones hereditarias.
Uno de los textos usados para defender este punto es Éxodo 20:5, donde Dios amenaza con visitar la maldad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación de los que lo aborrecen. “No los adorarás ni los servirás; porque yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen” (Ex 20.5).
Sin embargo, enseñar que Dios hace caer sobre los hijos las consecuencias de los pecados de los padres, es sólo la mitad de la verdad. La Escritura nos dice igualmente que si un hijo de padre idólatra y adúltero, viendo las malas obras de su padre teme a Dios y camina en sus caminos, nada de lo que el padre hizo caerá sobre él. La conversión y el arrepentimiento individual “rompen”, en la existencia de las personas, la “maldición hereditaria” (un efecto solamente posible a causa de la obra de Cristo). Este fue el punto enfatizado por el profeta Ezequiel en su predicación al pueblo de Israel de la época (lea cuidadosamente Ezequiel 18).
A través del profeta Ezequiel, Dios los reprendió afirmando que la responsabilidad moral es personal e individual ante Él: “tanto el alma del padre como el alma del hijo mías son. El alma que peque, ésa morirá” (Ez. 18:4, 20). Y que, por la conversión y una vida recta, el individuo está libre de la “maldición” de los pecados de sus antepasados, ver Ezequiel 18:14-19. Este pasaje es muy importante, pues nos muestra de qué manera el mismo Dios interpreta (a través de Ezequiel) el significado de Éxodo 20:5.
Aplicando a nuestros días, es evidente que el creyente verdadero, ya rompió con su pasado y con las implicaciones espirituales de los pecados de sus antepasados cuando, arrepentido, vino a Cristo en fe.
Hay más, el apóstol Pablo nos aclara que el escrito de deuda que nos era contrario, es decir, la maldición de la ley,ya no posee ningún efecto sobre nosotros ya que Jesús lo anuló en la cruz:
Y cuando estabais muertos en vuestros delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con Él, habiéndonos perdonado todos los delitos, habiendo cancelado el documento de deuda que consistía en decretos contra nosotros y que nos era adverso, y lo ha quitado de en medio, clavándolo en la cruz.Y habiendo despojado a los poderes y autoridades, hizo de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de Él (Col. 2:13-15).
Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros (porque escrito está: Maldito todo el que cuelga de un madero (Gá 3:13).
Por tanto, toda condenación que pesaba sobre nosotros fue removida completamente cuando Cristo pagó, de forma suficiente y eficaz, nuestra culpa ante Dios. Ahora bien, si la obra de Cristo en el Calvario a nuestro favor fue lo suficientemente poderosa para quitar de nosotros la maldición de la santa ley de Dios, cuanto más puede quitar cualquier cosa que podría ser usada por Satanás para reclamar derechos sobre nosotros, incluyendo pactos hechos por nosotros con las entidades malignas, o por nuestros padres en nuestra ignorancia.
Basta un simple estudio en las Escrituras y del lenguaje usado para describir nuestra redención, para que no quede ninguna duda de que el creyente, al igual que un esclavo expuesto a la venta en la plaza, fue comprado por precio, y que ahora pasa a pertenecer totalmente a su nuevo Señor. El antiguo jefe no tiene más derecho sobre él, como rezaba la legislación romana de la época.
Así, Pablo en 1 Corintios 6:20 dice que fuimos comprados por precio. La palabra en el griego para “comprados” es agorazo que significa: comprar, redimir, pagar un rescate; este término era utilizado para el acto de comprar un esclavo en la plaza, o pagar su rescate para liberarlo. Así que, ahora siendo libres, no debemos dejarnos otra vez esclavizar (1 Co. 7:23), hemos sido rescatados por la preciosa sangre de Cristo:
Sabiendo que no fuisteis redimidos de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo (1 P. 1:18-19).