Concluir un sermón puede ser una de las partes más difíciles de la preparación de una predicación. Todos hemos escuchado sermones en los que al predicador le ha costado horrores «aterrizar el avión». Lo hace rebotar en la pista de aterrizaje seis o siete veces seguidas pero siempre parece tomar vuelo de nuevo cuando pensabas que iba a pisar los frenos. Pero «aterrizar el avión» en un sermón es tan importante como el despegue. Idealmente, como predicadores, la conclusión de nuestro sermón debe tener peso. La conclusión debería hacer descender todo el peso y la fuerza de nuestro mensaje, como una cuña, en el corazón endurecido del pecador, en la voluntad complaciente del cristiano, o en el alma herida del santo. No hace falta que sea nada escandaloso o dramático, y no debería ser una distracción de los puntos que hemos resaltado de las Escrituras. Simplemente debería llevar esos puntos un poco más allá con una declaración o pregunta de peso. Una de las mejores conclusiones que puedo recordar fue la conclusión de un sermón sobre la crucifixión de Cristo, del Evangelio según Marcos. Dick Lucas estaba predicando, y estando allí de pie, con sencillez y calma en el púlpito, meditando sobre la obra de Dios en Cristo, terminó el sermón con una voz de asombro y simpleza: «No se puede hacer nada más. No hay ninguna barrera entre el amor de Dios y tú. En lo que a Dios respecta, todos los pecados han sido quitados. Él te aceptará si vienes en el nombre de Jesús, no en el tuyo propio. Si vienes humildemente en su nombre, eres bienvenido». Y con la articulación de la palabra «bienvenido», la calidez de la aceptación de Dios para conmigo en Cristo emocionó y llenó de asombro mi alma una vez más. No solo fue esa frase. Fue el modo en cómo todo lo que había estado predicando —sobre mi pecado, sobre el amor de Cristo, sobre la expiación, la cruz, la ira de Dios, la sustitución y la muerte de Jesús— quedó resumido y encapsulado en un frase: «Si vienes humildemente en su nombre, eres bienvenido». Y después estaba cómo todas las bendiciones del evangelio, la gran necesidad de la humanidad de ser reconciliada con Dios, fueron resumidas incluso en la última palabra: «bienvenido». Fue un ejemplo brillante de cómo todo el peso del sermón caía sobre los corazones de los oyentes en la última frase, incluso en la última palabra. No nos dejó aplaudiendo al predicador, sino que nos dejó asombrados en silencio ante Jesucristo. Este, finalmente, debería ser el objetivo de todo sermón. Si la introducción, la exégesis, las ilustraciones, la aplicación, y la conclusión funcionan juntas perfectamente, el resultado debería ser que todo el sermón deje a tu congregación pensando, no en tu brillantez como predicador, sino en la carga y el mensaje del texto que acabas de predicar. Todo debería estar alineado para que los ojos de tus oyentes miren a Jesús; para llevarlos a amarle más a él, a su Palabra, y a su pueblo.
Texto adaptado del capítulo 7 (The Structure of a Sermon) del libro Preach (Theology Meets Practice) de Mark Dever y Greg Gilbert.