¡“Sáquenla y que sea quemada”! (Gn 38:24). Este pronunciamiento dramático me conmueve cada vez que lo leo. Y se ha vuelto tan familiar que se ha convertido en uno de mis pasajes bíblicos favoritos. Es raro, lo sé. Sin embargo, no es un pasaje favorito en el sentido de que lo recomendaría como versículo de vida o para hacerse un tatuaje o para el interior de una tarjeta de felicitación. Es un pasaje favorito en el sentido de que habla con mucha verdad sobre el estado de la humanidad. Y habla con mucha verdad de la forma en que Dios redime la oscuridad para Sus propósitos buenos.
Pongámonos en contexto. Judá se ha casado con una cananea y, por medio de ella, ha tenido tres hijos. Han pasado los años y el mayor, Er, ha tomado por esposa a Tamar. Pero Er es abrumadoramente malvado; tal es así que Dios lo mata y su esposa pasa a Onán, el hermano del medio. Onán es aún peor que Er, y también es juzgado y destruido por Dios. Ahora, según la costumbre, Tamar debe convertirse en la esposa de Sela, el pequeño de la familia. Judá promete que esto sucederá cuando Sela tenga edad suficiente. Pero pasan los años y se hace evidente que él no piensa cumplir esta promesa. Supongo que es más fácil ver a Tamar como un amuleto de la mala suerte que admitir la maldad de sus propios hijos. Tamar está destinada a sufrir el dolor y la vergüenza de no tener hijos. ¿Será así?

Tamar trama un plan. Según los principios de su cultura, ella tiene derecho a tener un hijo de parte de Sela, pero como Judá no le concede este derecho, buscará la manera de conseguirlo por sí misma. Sabiendo que Judá ha perdido recientemente a su esposa y que, tal vez, esté ansioso por encontrar algo de “consuelo”, se viste como una prostituta (incluyendo un velo para ocultar su identidad). Espera a que él pase por el camino y, efectivamente, él no tarda en hacerlo. Judá la ve, le hace una oferta, ella acepta y él “se llega a ella”.
Pronto, Tamar se da cuenta de que está embarazada y no pasa mucho tiempo para que también esto sea obvio a los demás. Los habitantes de la ciudad se alborotan con la noticia de su gran inmoralidad y los informes no tardan en llegar a Judá: “Tu nuera Tamar ha fornicado, y ha quedado encinta a causa de las fornicaciones” (Gn 38:24). Es en este contexto que Judá hace un juicio precipitado: “Sáquenla y que sea quemada”. Pero Tamar es la que ríe por último. Ella ha conservado la prueba de que el padre de su hijo no es otro más que su suegro. Él no puede reclamar ninguna autoridad moral. De hecho, se ve obligado a admitir: “Ella es más justa que yo” (Gn 38:26).

Cuando leo esta historia cada mes de enero (como parte de mi plan anual de lectura bíblica) y en otras ocasiones, veo que la acusación de Judá no solo se aplica a él, sino a toda la humanidad. Déjame compartirte parte de lo que veo.
Vemos el pecado de los demás con tanta claridad y el nuestro nos parece más tenue. Desde una gran distancia y con la información más escasa somos capaces de juzgar la menor transgresión de otra persona. Aun así, podemos sacudir nuestros propios corazones y mentes y, a menudo, a duras penas se nos ocurre una sola manera en la que no somos perfectos. Lo que vemos tan claramente en los demás, sencillamente no lo vemos en nosotros mismos.
Vemos el pecado de los demás como algo muy grave y el nuestro como algo insignificante. Somos muy duros cuando juzgamos y medimos a los demás por sus acciones, pero somos muy suaves con las nuestras. Después de todo, tendemos a encariñarnos con nuestros pecados, y especialmente con aquellos pecados que nos están cercando. Pero, al mismo tiempo, odiamos los pecados de los demás; y especialmente los pecados que nos molestan, dañan o incomodan.

Queremos que los demás actúen ante nuestro pecado con paciencia y comprensión, aunque nosotros actuamos despiadadamente ante los suyos. Podemos inventar cualquier cantidad de excusas para justificar el pecado que mora en nosotros. Podemos describir un largo y feliz progreso en el que lenta pero progresivamente hemos dado muerte a un pecado. Sin embargo, a los demás les exigimos que maten su pecado hoy. Ahora mismo. El progreso lento que nos anima en nuestra propia batalla contra nuestro pecado es el que en otros nos exaspera.
Podríamos decir mucho más, tal vez podríamos mencionar la negativa de Judá a hacerse cargo de Tamar cuando ella estaba fuera de la mirada pública, contrario a su rapidez para actuar cuando el pecado de ella amenazó con avergonzarlo. Sin embargo, vale la pena señalar que la Biblia no juzga a ninguno de los dos personajes. Ni condena ni afirma las acciones de Tamar. Pero sí nos narra el final feliz de la historia cuando Tamar da a luz no a uno, sino a dos hijos. Y nos habla de un final aún más feliz que ella misma no podría haber esperado, ya que su nombre aparece en la genealogía de Jesucristo cuando se registra lo siguiente: “ Judá fue padre de Fares y de Zara, cuya madre fue Tamar” (Mt 1:3). Dios tornó en bien el mal que sucedió, trajo bendición de la injusticia.
Publicado originalmente en Challies.