“Los jóvenes creen que pueden comerse el mundo de un solo bocado”  Esa frase la decía una y otra vez mi cuñado, ese varón que me adoptó como hija durante mi edad escolar. En realidad, no entendía lo que quería decir y mientras tanto, me era fácil vivir vertiginosamente. Era arrastrada por la corriente de este mundo, me deslizaba como en un tobogán rápidamente sin poder frenar, o peor aún, sin tener intenciones de detenerme 

Todo parecía sencillo y sin consecuencias 

Pasaban y pasaban las horas hasta convertirse en años, y uno piensa que jamás envejecerá o que falta muchísimo tiempo para que eso suceda; y cuando menos lo esperas estás peinando canas y has dejado de temer a la obscuridad.  “Mientras somos jóvenes sin temor a Dios, hay demasiado mundo en el corazón, demasiado amor a uno mismo. Corta visión al futuro y poca inversión en la eternidad  Y con el paso del tiempo, con tristeza puedo ver que eso no es exclusivo de una generación. Con los años he logrado ver que eso envuelve a todos, desde el más pequeño hasta el más grande. Pareciera que no hemos entendido que estamos de paso en esta tierra.  En ocasiones me siento como si estuviera en medio de una calle, permanezco estática y todo avanza a gran velocidad. Observo a mi alrededor y solo veo rostros tristes, desencajados, frustrados. Veo niños inocentes jugar y brincar sin temor al qué dirán, y veo jóvenes disfrutar de los excesos de este mundo fugaz para después irse a refugiar en sus cuartos donde reina la soledad.  

Demasiado mundo 

Y es que, a decir verdad, cada vez estamos más alejados de la sociedad, aunque argumentamos que somos más amigables gracias a las redes sociales, pero en diversas ocasiones la vida digital es un espejismo, un velo que impide ver con claridad la necesidad que tenemos de estar en comunidad, con gente real.   Somos tan propensos a anclarnos en este mundo temporal, perdemos de vista la ciudad celestial (Ap. 21:2). No me refiero a los que no saben, o a los que han decidido no creer en la vida eterna, sino a nosotros, a los que hemos conocido el final de la historia. Le damos más valor a lo que este mundo nos ofrece aun cuando sabemos que todo esto es temporal. Compramos la idea de que podemos obtener el cielo aquí en la tierra y eso es mentira. Nada de este mundo se asemeja a la inmensidad de la gloria eterna.   Nuestro corazón, tan vulnerable al engaño del mundo, corre tras los sueños que este le ofrece, porque sabe que busca con desesperación llenar vacíos, saciar esa hambre y sed; olvida muy pronto que solo Cristo es capaz de satisfacer el alma, el único capaz de fortalecer el espíritu, el único en darnos una razón por la cual despertamos cada mañana y nos ponemos en pie.   El mundo nos ofrece una vida de lujos y excesos, “si tan solo postrado me adorares” (Mt. 4:9) nos dice el diablo mientras nos llena los ojos con las maravillas terrenales, nos sacia el ego y las ganas de triunfar y ser mejor que los demás. Pero eso nos lleva a compararnos con otros y ocultarnos tras la máscara de ser mejores que nosotros mismos.   Eso no existe, nadie es mejor que sí mismo por causa del mundo. Nadie. El mundo no se compara con la vida que se nos dará cuando lleguemos a la eternidad. ¿Por qué anhelar lo que es una vanidad temporal?  Nuestros ojos deben estar mirando a la eternidad. Nuestro anhelo debiera ser no ser mejor que nuestro vecino, ni que nosotras mismas, nuestro anhelo debe ser el parecernos más a Cristo cada día (Ef. 4:13). Con fallas, con tropiezos y resbalones, con lágrimas y con ganas de ser mejores, nuestras manos deben extenderse a Él, sabiendo que en este camino angosto por el que andamos, aunque tambaleemos, tenemos la seguridad de que Él nos sostiene, nos levanta y camina con nosotros.  El mundo es temporal, sus pasiones no nos saciarán la sed que experimenta nuestro ser, durará solo un instante y nos quedaremos con más sed. Es como si bebiéramos agua salada, parecería que está saciándonos cuando en realidad nos está matando lentamente. Cuando somos jóvenes queremos comernos el mundo de un solo bocado, pero ¿quién lo ha logrado? ¿Quién de los que lo han intentado ha salido en pie sin haber sido derrotado primero? 

Aprendemos a la mala y al final de cuentas, es bueno 

Cada día que pasamos en esta tierra y conocemos más acerca del mundo, de sus placeres temporales, del costo que pagamos por dejarnos atrapar en sus deleites, nos hace madurar y depositar nuestra confianza en Cristo, nos ayuda a vivir ancladas a la esperanza de gloria. Que nuestro amor por Dios, nuestra gratitud por el sacrificio de Cristo y nuestra dependencia del Espíritu Santo, sea tan real en nuestra vida que nunca tengamos necesidad, ni deseo, ni siquiera intención de abrirle nuestro corazón a las cosas de este mundo.   No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.Porque todo lo que hay en el mundo, la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo.Y el mundo pasa, y también sus pasiones, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1Jn. 2:15-17). 

Karla de Fernandez

Karla de Fernández está casada con Jorge Carlos y es madre de Daniel, Santiago y Matías. Radican en Querétaro, México y son miembros de iglesia SOMA Querétaro. Karla ama discipular a sus hijos, es defensora del hogar y de la suficiencia de las Escrituras para dignificar el rol de la mujer en el hogar, como esposa, madre y hacedora de discípulos. Puedes encontrarla en X (https://twitter.com/karlowsky) Instagram (https://instagram.com/kardefernandez) y YouTube (https://youtube.com/@kardefernandez)

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