Seguro que conoces el viejo dicho: “A quien mucho se le da, mucho se le exigirá”. O, para expresarlo con las palabras de Jesús: “A todo el que se le haya dado mucho, mucho se demandará de él; y al que mucho le han confiado, más le exigirán” (Lc 12:48). El punto es claro: Dios nos hace responsables de todo lo que tenemos. Dicho de otro modo, Dios nos hace responsables de todo lo que nos concede.
Solemos pensar en este principio cuando consideramos todos los buenos regalos que recibimos. Debemos ser fieles administradores de nuestro dinero, reconociendo que los que tienen en abundancia son especialmente responsables de dar con abundante generosidad. Debemos ser padres fieles a nuestros hijos, reconociendo que son hijos de Dios antes que nuestros propios hijos. Debemos ser pastores fieles, velando por todo el rebaño como aquellos que tendrán que rendir cuentas al verdadero Pastor. Es un principio que reconoce la soberanía de Dios sobre todas las bendiciones que recibimos y nuestra responsabilidad de cumplir fielmente con nuestro deber.

Sin embargo, aunque tendemos a considerar este principio cuando se trata de las cosas buenas que recibimos, ¿quién puede decir que no se aplica igualmente a las cosas difíciles? Al fin y al cabo, del mismo modo que la providencia de Dios dirige el sol, también dirige la lluvia, y del mismo modo que dirige los momentos de risa, también dirige los momentos de llanto. Si la prosperidad viene de Su mano, también lo hace la pobreza y si la salud puede ser Su plan para nosotros, también lo puede ser la enfermedad. No solo somos responsables del bien, sino también de las dificultades. Porque ellas también están dentro de Su voluntad.
Por eso, cuando nos enfrentamos a tiempos de dolor y enfermedad, de tristeza y pérdida, de pobreza y necesidad, no debemos preguntarnos simplemente: “¿Cómo puedo soportar esto?” o “¿cómo puedo salir de esto?”, aunque ciertamente esas preguntas pueden ser apropiadas. También, deberíamos preguntarnos: “¿Cómo puedo gestionar esto? ¿Cuál es mi deber en esto? ¿Qué quiere conseguir Dios con esto?”.

¿Y si Joni Eareckson Tada hubiera elegido vivir una vida de abatimiento en lugar de abrazar su discapacidad como la voluntad de Dios y como su propio ministerio para el pueblo de Dios? ¿Y si Susannah Spurgeon se hubiera consumido en la autocompasión en lugar de permitir que su cama se convirtiera en su oficina, el medio a través del cual enviaría libros a tantos pastores necesitados? ¿Y si Amy Carmichael hubiera permitido que la mala salud que la obligó a abandonar Japón pusiera fin a su carrera misionera, en lugar de aceptarla como la voluntad de Dios de dirigirla a la misión que se le había encomendado? ¿Y si Job se hubiera rendido tras la pérdida de todo lo que apreciaba, si David hubiera abandonado tras la muerte de su hijo, si Pablo hubiera dejado la misión tras ser derrotado la primera vez, o incluso la segunda o la tercera?

Todos ellos, y muchos más, aceptaron su sufrimiento como una mayordomía. Lo aceptaron como algo precioso y significativo y comprendieron que les había llamado a un nuevo deber, a una nueva obediencia, a nuevas formas de ser útiles a Dios. Y todos nos hemos beneficiado. Hemos aprendido más de cómo soportaron sus tiempos de sufrimiento que de sus tiempos de alegría, de sus tiempos de escasez que de sus tiempos de abundancia, de sus tiempos de enfermedad que de sus tiempos de salud. Porque aunque hayamos aprendido lo que ellos profesaban creer en los días de sol, hemos aprendido lo que realmente creen en los días de lluvia. Y ha sido una bendición y una inspiración para todos nosotros.
Cada uno de ellos hizo lo que todos estamos llamados a hacer: abrazar nuestras penas como algo acorde con la voluntad de Dios, y convertir ese dolor en amor a los demás y en servicio a Dios. A quien mucho se le ha dado (mucho dolor, mucho sufrimiento), mucho se le exigirá, porque eso nos da oportunidades únicas para servir al pueblo de Dios y mostrar Su gloria.
Publicado originalmente en Challies.