David caminaba por el árido desierto de Judea cuando escribió:
Porque Tu misericordia es mejor que la vida,
Mis labios te alabarán.
Así te bendeciré mientras viva,
En Tu nombre alzaré mis manos (Sal 63:3–4).
El deambular de David por el desierto no fue una experiencia de reflexión personal o de acercamiento con la naturaleza. No estaba en un retiro espiritual en el desierto para escapar del ajetreo de la vida y reconectarse con Dios. David huía de personas que querían matarlo (Sal 63:9). Una vez más, trataba de mantenerse a “un paso de la muerte” (1S 20:3), y sentía su aliento helado en la nuca.
Así que, decirle a Dios que Su amor era “mejor que la vida” no fue para David una expresión hiperbólica, romántica o poética. Fue el clamor de su corazón mientras enfrentaba la dura realidad de la muerte. Fue su privación de una seguridad aparente lo que agudizó en David el sentido de lo precioso que era lo que Dios había prometido ser para él. Y así, este fue otro ejemplo de cómo el dulce cantor de Israel (2S 23:1) escribió uno de sus salmos más dulces en una de sus experiencias más amargas.

Los mejores regalos de Dios
Ese es un patrón experiencial constante en la vida de los santos a lo largo de la Biblia y la historia de la iglesia. El pueblo de Dios suele experimentar más la preciosidad de Dios en temporadas de privación (en dificultad o necesidad) que en temporadas de prosperidad. Por eso los cristianos oran cosas extrañas como esta:
Déjame aprender por paradoja
que el camino hacia abajo es el camino hacia arriba,
que estar abajo es estar en lo alto,
que el corazón quebrantado es el corazón sanado,
que el espíritu contrito es el espíritu que se regocija,
que el alma arrepentida es el alma victoriosa,
que no tener nada es poseerlo todo,
que llevar la cruz es llevar la corona,
que dar es recibir,
que el valle es el lugar de la visión (Tomado de El valle de la visión).
¿El valle es el lugar de la visión? ¿Se experimenta la preciosidad de Dios en la privación? Al principio esto puede parecer contraintuitivo. ¿Acaso no nos dijo Jesús que el Padre ama dar buenos dones a Sus hijos? (Lc 11:9-13). Sí. ¿No comunicaría la prosperidad más eficazmente la bondad de Dios que la privación? En última instancia, sí. De hecho, ¿no es la privación la retención de buenos dones mientras que la prosperidad es dar buenos regalos? No, no si la privación es un medio que Dios usa para darnos los mejores regalos de la prosperidad superior. Esto es precisamente lo que Él hace.

El poder de la privación para hacer prosperar
Un lugar (de muchos) donde puede verse la lógica divina es en algo que el apóstol Pablo escribió un milenio después de David:
Por tanto no desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día. Pues esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas (2Co 4:16-18).
En otras palabras, la privación física temporal que Pablo y sus compañeros experimentaron señalaba una prosperidad espiritual eterna para Pablo, sus compañeros, sus oyentes y sus lectores. Sus privaciones los ayudaban a todos a mirar más allá de lo transitorio y visible hacia lo que se les había prometido, lo cual era eterno, infinitamente próspero e invisible. Su ser interior era renovado en una esperanza inconquistable que nunca podría ser defraudada aquí, sin importar lo que pasara en la tierra.

Pero sus privaciones terrenales eran más que indicadores de una futura prosperidad. Estaban produciendo algo de esa prosperidad futura. Eso es lo que Pablo quiso decir en el versículo 17, cuando dijo que nuestras leves y momentáneas tribulaciones visibles (como estar perplejos, perseguidos y derribados [2Co 4:8-9]) están produciendo para nosotros un incomparable y eterno peso de gloria invisible. La palabra griega que Pablo usó (katergazetai), traducida como “produce”, significa llevar algo a cabo.
Pablo sabía que Jesús enseñó claramente que las privaciones que Sus seguidores soportaran por Su causa y con fe serían abundantemente recompensadas por el Padre (Mr 10:28-30). Sabía que nuestro sufrimiento fiel sería recompensado. Pero Pablo también sabía que la única gran recompensa que valía más que cualquier otra era Cristo mismo para siempre (Fil 3:8-11), y que nuestros sufrimientos fieles serían, en última instancia, recompensados con esa Recompensa.
Una prosperidad que es mejor que la vida
Esa fue también la recompensa que David más deseó (Sal 23:6, 27:4). Es por eso que pudo decir en ese desierto seco y cansado, con la muerte pisándole los talones, que el amor constante de Dios era para él mejor que la vida. David no amaba su prosperidad terrenal más que a Dios, ni más que los propósitos de Dios, ni más que las promesas de Dios.
David aprendió cuál era su mayor prosperidad, dónde estaban guardados sus tesoros más valiosos, a través de sus muchas travesías por el desierto, sus muchos momentos desesperados y sus muchas persecuciones. Las privaciones de David, mucho más que su prosperidad terrenal, prepararon para él un incomparable peso de gloria. Y a causa de ellas, ha señalado al resto de nosotros hacia la verdadera prosperidad por tres mil años.

El verdadero evangelio cristiano, bíblico, es un evangelio de prosperidad. Es descubrir un tesoro de valor tan supremo que quienes lo encuentran simplemente no están dispuestos a conformarse con la prosperidad de pastel de lodo de este mundo caído. Es un tesoro que es mejor que la vida, y nada demuestra más el valor de un tesoro que lo que estamos dispuestos a sufrir y perder para tenerlo (Mt 13:44; Fil 3:7-8). Y este tesoro se descubre y se experimenta con mucha más frecuencia en el campo de la privación terrenal que en el de la prosperidad terrenal.
Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.