Al dirigirse a las iglesias que plantó y con las que estuvo estrechamente involucrado, Pablo continuamente les habló de la humildad. Para él, este rasgo del carácter cristiano era de suma importancia para la salud, unidad y continuidad de la iglesia, pues sabía que el pecado del orgullo nunca estaría lejos de los cristianos. Hablando desde su propia experiencia, entendía que Satanás buscaría dividir y destruir la iglesia por medio de personas enorgullecidas que intentarían utilizar la enseñanza y el ministerio para su propia ganancia y exaltación. Por ello, su convicción fue que la única manera en que la iglesia se mantendría unida, creciente y bajo un liderazgo bíblico, todo con el fin de dar testimonio al mundo, sería por medio de fomentar una cultura de humildad.
Reflexionemos en cuatro formas en las que el orgullo destruye la iglesia. Cada una de ellas está fundamentada en la Escritura y tiene que ver con nuestras congregaciones hoy.
1. El orgullo destruye el liderazgo
Pablo instruyó a Timoteo que, al establecer ancianos en la iglesia, no nombrara recién convertidos, los cuales podrían verse tentados a una falta en particular: “No debe ser un recién convertido, no sea que se envanezca y caiga en la condenación en que cayó el diablo” (1Ti 3:6). ¿Cuál fue la condenación del diablo? El orgullo; el deseo de liberarse del señorío de Dios a toda costa. Cuando el diablo tentó a Eva a comer del fruto del árbol prohibido, lo hizo para que le fueran abiertos sus ojos, a fin de ser “como Dios” (Gn 3:5) y así quedar libre del gobierno del Señor. Como reflejo de la condenación del diablo, si ella llegaba a saber el bien y el mal, podría hacer lo que bien le pareciera.
El orgullo, ese deseo de vivir independientemente del Señor y ser superior a los demás, es sumamente grave. Tal es su magnitud pecaminosa, que Pablo lo nombró a la par de la fornicación y el homicidio (Ro 1:29-30). Ya que es un pecado que fácilmente puede ser enmascarado y escondido —y generalmente está firmemente arraigado en el alma— Pablo le recomendó que no buscara a un hombre que acabara de llegar a Cristo, sino uno que hubiera tenido tiempo amplio para identificar y combatir contra el orgullo en su vida. De lo contrario, el puesto de pastor en la iglesia lo perjudicaría trágicamente, tanto a él como a la congregación.

Hoy en día, el peligro sigue latente. El orgullo tiene el potencial de envenenar y destruir el liderazgo de cualquier iglesia. Según los escritos de Pablo, normalmente comienza por medio de hombres que “se alaban a sí mismos… comparándose consigo mismos” (2Co 10:12). Y poco a poco, a veces discretamente, llegan a utilizar a la congregación para satisfacer su necesidad de adulación y admiración (2Co 11:20). Tristemente, llegan a convertir la predicación y la enseñanza en momentos para enaltecerse sobre los demás: “Predican… por envidia y rivalidad… por ambición personal” (Fil 1:15, 17). Su ministerio de liderazgo se centra en ellos mismos y sus necesidades. Al final, dejan de ver a la iglesia como un cuerpo al cual servir y la perciben como una comunidad de la cual beneficiarse.
Un liderazgo bíblico es muy diferente. Está compuesto por gente que reconoce que sin Dios seguirían siendo lo más vil del mundo, y que no tienen de qué jactarse delante de Él (1Co 1:29). Entienden que son instrumentos indignos para velar por el bien de la iglesia y que su llamado les es encomendado por pura misericordia (2Co 4:1). No están en una posición alta para buscar “gloria de los hombres” (1Ts 2:6) ni para agradarse a sí mismos (Ro 15:1), sino para servir sacrificialmente y con amor sincero a Dios y a Su rebaño (1Co 13:3). Como Pablo, los líderes fieles viven de tal manera que pueden pararse delante de su iglesia local y, habiendo expuesto su proceder, decir: “Soy humilde” (2Co 10:1).

En resumen, los líderes humildes buscan llevar a cabo su ministerio, invirtiendo sudor, sangre y lágrimas, con el único fin de glorificar a Dios y servir a la iglesia, aunque las personas los desprecien y abandonen. Entienden que no están en la congregación para servirse, sino para darse por los demás, y ven sus dificultades y dolencias como “aguijones en la carne” a fin de no enorgullecerse (2Co 12:7–10). Estas palabras del apóstol resumen el espíritu de liderazgo humilde:
Nos agotamos trabajando con nuestras propias manos. Cuando nos ultrajan, bendecimos. Cuando somos perseguidos, lo soportamos. Cuando hablan mal de nosotros, tratamos de reconciliar. Hemos llegado a ser, hasta ahora, la basura del mundo, el desecho de todo (1Co 4:12–13).
2. El orgullo destruye la unidad
El orgullo entre la congregación es igual de letal que el orgullo en el liderazgo. Si las personas en la iglesia buscan elevarse sobre los demás, sintiéndose superiores a su prójimo, ahogarán la vitalidad de la comunidad, haciéndola débil y vulnerable. Una de las peores cosas que le pueden suceder a una iglesia es la práctica continua de rencores, riñas y rumores entre los miembros. Si hay altivez, arrogancia y favoritismo, la iglesia no disfrutará de unidad, e inevitablemente será una presa fácil para cualquier ataque del enemigo y para todo tipo de ideologías y doctrinas erróneas que buscarán plantarse y florecer bajo la sombra de hombres soberbios (Ef 4:13-14).
Pablo, conociendo los peligros de una iglesia en división, les imploró que continuamente practicaran la humildad. Filipenses 2:3-4 resume su enseñanza:
No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás.

Analicemos esta exhortación. Primero, les rogó que no se enfocaran en sus propios intereses, lo cual evitaría los pleitos y problemas que vienen cuando cada uno trabaja por obtener sus deseos egoístas (v 3a; Stg 4:1). Junto con ello, los animó a ver a los demás como superiores y más importantes que a sí mismos, lo cual promovería un interés sincero en las otras personas, a las que verían como más valiosas (v 3b). Finalmente, les ordenó procurar el bien de los demás, buscando maneras prácticas para velar por los intereses ajenos (v. 4).
Una iglesia que practica la humildad como reflejo de su nueva vida en Cristo será una congregación interesada por el bien, los asuntos, la familia, el bienestar, la santidad y el gozo de cada uno de los miembros. Andando “como es digno de la vocación… con toda humildad y mansedumbre” (Ef 4:1-2), será un cuerpo bien unido, pues nadie pensará de “sí mismo más de lo que debe pensar” (Ro 12:3). Sus miembros no se llenarán de arrogancia, sino que cuidarán su testimonio de amor hacia Dios y su prójimo (Ro 11:18-20). Los incrédulos velan por sus propios intereses, pero en Cristo “ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo” (Ro 14:7).

3. El orgullo destruye el crecimiento
Una de las características del orgullo es la apatía a crecer espiritualmente. Una persona soberbia normalmente piensa que su alma está satisfecha y no necesita más amor, paciencia, mansedumbre y dominio propio. Ve a su alrededor las carencias en las vidas de sus hermanos y rápidamente puede señalarlas, pero rara vez se ve a sí mismo y reconoce sus fallas (Mt 7:1-6). Frecuentemente, este tipo de actitudes da lugar a iglesias desinteresadas en el crecimiento espiritual serio y la madurez en santidad genuina. Se reúnen personas que se creen decentes y modestas, y no pecadores que necesitan de la gracia del Señor diariamente.
Por eso, Pablo recordó a las iglesias que debían vestirse: “como escogidos de Dios… de humildad” (Col 3:12). Es decir, se evidenciaría su cristianismo al desvestirse del orgullo y arrogancia y, en vez de ello, arroparse de humildad y amor. Para él, una iglesia sana está compuesta de personas que se interesan por el crecimiento de los demás (Ga 6:1-2), comenzando por un compromiso serio de crecer en lo individual (Ro 12:1-4).
Como una madre atenta que se alegra en ver crecer a sus hijos gracias a sus innumerables esfuerzos y fatigas, Pablo se gozaba al ver que sus ovejas vivían en la Palabra, y eso lo animaba a continuar luchando diariamente. Al ver que los seguidores de Cristo crecían en conocimiento de la voluntad de Dios, amaban a sus hermanos, luchaban contra el pecado y vivían en obediencia, ¡se emocionaba enormemente! A la iglesia en Tesalónica le dijo: “nosotros mismos hablamos con orgullo de ustedes entre las iglesias de Dios” (2Ts 1:4).
4. El orgullo destruye el testimonio
El mundo espera que las personas sean orgullosas por defecto. Es sumamente extraño que alguien se comporte humildemente, busque el bien de los demás sin desear nada a cambio y se interese genuinamente por el crecimiento y éxito de otros. Pero esa es precisamente la manera que el mundo sabrá que somos seguidores de Jesús: porque nos amamos unos a otros de manera sacrificial e intencional (Jn 13:34–35). Daremos evidencia de que somos hijos de Dios al buscar humildemente el bien y la bendición de los demás, aun cuando sean nuestros enemigos y opositores (Mt 5:39-48).
Para Pablo, una de las mejores maneras de dar testimonio era por medio de iglesias cuyos miembros se amaban y cuidaban entre sí, tal como los miembros del cuerpo humano se interesan unos por otros (1Co 12:12). Su anhelo era que, si un incrédulo entraba en la reunión, viera un cuerpo unido, en el que los ricos y pobres se quieren, políticos y mecánicos comparten del mismo pan, doctores y albañiles se preocupan por el crecimiento espiritual uno del otro. En cambio, si veía una congregación desunida, orgullosa, en donde se “muerden y comen unos a otros” con tal de sobresalir sobre los demás (Ga 5:15), no creería. En corto: la humildad embellece el evangelio.

Humildad: un rasgo esencial
Concluimos afirmando que la humildad no es solo una virtud deseable en la vida cristiana; es esencial para la salud y el testimonio de la iglesia. Como hemos visto, el orgullo es un enemigo letal que puede destruir el liderazgo, la unidad, el crecimiento y el testimonio de una congregación. Pablo entendió este peligro y, por eso, exhortó continuamente a los creyentes a despojarse del egoísmo y revestirse de humildad. Su enseñanza sigue siendo crucial para nosotros hoy. No podemos permitir que el orgullo erosione nuestras iglesias ni nuestro testimonio ante el mundo. En cambio, debemos imitar el ejemplo de Cristo, quien “se humilló a sí mismo” (Fil 2:8) y nos llamó a servir en amor. Sigamos reflexionando sobre este tema, aplicando estas verdades en nuestra vida y promoviendo una cultura de humildad que glorifique a Dios y fortalezca a Su iglesia.