[dropcap]A[/dropcap] veces pareciera que adondequiera que vaya, escucho a personas quejándose acerca de los demás. Tal vez sea yo. Quizá las personas me consideran un compañero de quejas y se sienten cómodas descargándose en mi presencia. Pero me inclino a creer que en realidad somos todos nosotros, y todos tenemos una especie de catarsis al quejarnos de la gente. Incluso detrás del escenario en conferencias con pesos pesados de la teología, no es inusual escuchar nombres usados y mal usados, escuchar historias que van y vienen. Desearía ser la excepción, ser más noble que esto, pero yo también puedo caer pronto en ello. Parece ser una tentación universal y un pecado casi universal. He llegado a odiarlo. Lo odio en los demás y lo odio mucho más en mí mismo. Odio que nos sintamos en libertad de hablar mal de otros creyentes. Odio la facilidad con la que soltamos datos cuya finalidad es hacernos quitarles mérito a lo demás en vez de dárselo. Odio la manera en que nos sentimos mejor acerca de nosotros mismos cuando logramos que nuestros amigos se sientan peor acerca de alguien más. Odio que tratemos de elevarnos rebajando a los demás. Hace poco me impactó este pensamiento, esta ilustración. Imagina que estás en un palacio hablando con uno de los amigos o consejeros del rey. Si bien amas al rey, tienes mucho menos respeto por su hijo, el príncipe. Dentro del palacio del rey, serás muy cuidadoso al hablar, muy prudente con cada palabra que digas. ¿Por qué? ¡Porque el rey está cerca! El rey puede estar a la vuelta de la esquina, al alcance del oído. Puede estar escuchando, y las consecuencias serán terribles si te escucha hablando mal de su hijo. Y no es solo el temor lo que te motivará, sino también el amor. Amas al rey y no quieres lastimarlo diciendo palabras hirientes acerca del hijo que él ama. ¿Quién eres tú, su súbdito, para difamar a su hijo? La realidad es que el rey está escuchando. El rey siempre está al alcance del oído. Está escuchando atentamente y ama a su hijo comprado con sangre mucho más de lo que cualquier rey terrenal ama a su príncipe. Si simplemente consideraras cuánto ama Dios a esa otra persona, nunca hablarías mal de ella. Si consideraras la obra que Dios ha realizado por esa persona y en esa persona, solo dirías palabras que la valoren. Medirías cada palabra, elogiarías cada virtud.