Tengo que confesarlo: la muchacha no me simpatizaba mucho. Para mí era la intrusa, la que llegó para arruinarlo todo, la que destruyó la familia. Una extraña que luego se mostró un tanto orgullosa. Así la veía yo, y no me simpatizaba.
Quizá porque algunas de esas cosas me recordaban mi propia infancia. Yo también viví en una familia donde un día llegó una intrusa. Viví la destrucción del matrimonio de mis padres. También vi el orgullo reflejado en el rostro de alguien que se regodea en el sufrimiento ajeno. Sin embargo, un día el Señor cambió mi perspectiva y por fin pude entenderlo mejor, ¡y hasta llegar a simpatizar con “la intrusa”! Su historia comienza en Génesis 16 y su nombre fue Agar.
Huyendo del dolor, encontrando la obediencia
La historia bíblica de Agar, una sierva egipcia, es la de una víctima de malas decisiones por parte de otros. Su ama, Sarai, no podía tener hijos y, siguiendo una costumbre de la época, decidió entregar a Agar a su esposo, Abram, para que él tuviera un heredero por medio de ella. En un contexto donde su posición de sierva extranjera no le dejaba muchas opciones, Agar obedeció y quedó embarazada de su amo.
Sin embargo, la situación se complicó rápidamente. Cuando Agar concibió, la relación con su ama se deterioró, y Sarai, sintiéndose despreciada, comenzó a maltratarla duramente. La historia nos hace ver que Agar estaba tan desesperada que decidió que era mejor huir al desierto, con todos sus peligros, que quedarse bajo el peligro y el maltrato de su ama. Ella no tenía familia a quien acudir, así que huyó sola.

Me imagino que, luego de recorrer cierta distancia, esta mujer embarazada estaba cansada, con hambre y muy sedienta. Y, descansando junto a un manantial, el ángel del Señor se encuentra con ella. Le hace dos preguntas: “‘Agar, sierva de Sarai, ¿de dónde has venido y a dónde vas?’. Ella le respondió: ‘Huyo de la presencia de mi señora Sarai’” (Gn 16:8). Sabía de dónde venía, pero no tenía idea de adónde iba. Y el ángel le da una respuesta que no debe haber sido de su agrado: “Vuelve a tu señora y sométete a su autoridad” (Gn 16:9). ¿Te imaginas? Regresar al maltrato, regresar a ser extranjera, regresar al dolor.
En la vida, cuando nos vemos ante los conflictos, muchas veces optamos por huir. Huir parece más fácil porque evitamos el enfrentamiento y las conversaciones difíciles. Sin embargo, también huimos porque no queremos cambiar, no queremos ceder. Creo que por eso el ángel no solo le dijo que regresara, sino que le pidió dar un paso más: “Sométete a su autoridad”. Esas palabras le recordaban que no regresaba en calidad de familia, sino de sierva; regresaba a humillarse.

¿Por qué regresar? Primero, en el desierto tenía muchas probabilidades de morir o perder su embarazo; regresar le garantizaba protección. El plan de Dios, aunque parezca difícil, siempre considera lo mejor. Segundo, el carácter no se forma huyendo de los problemas; se forma en el roce del día a día. Esas cosas difíciles son las que el Señor usa para moldearnos.
Esta es la disciplina de Dios: no es castigo (pues no estamos bajo Su ira por la obra de Cristo), sino santificación. Regresar a lo que Dios nos llama, grande o pequeño, es una marca de nuestra obediencia. Y Él nos dará la gracia necesaria, porque lo ha prometido: “Su poder se perfecciona en la debilidad” (2Co 12:9). Así que, aunque le iba a costar, Agar obedeció. Si el Señor te llama a obedecer en algo que te cuesta, recuerda a Cristo. Filipenses 2:8 nos dice que Él obedeció hasta la muerte, y porque Él obedeció perfectamente, ahora nosotros podemos hacerlo también.

El Dios que escucha y ve
El ángel del Señor no solo le dio una orden; también hubo una promesa. Ella tendría un hijo al que llamaría Ismael, que quiere decir literalmente “Dios escucha”. Dios la vio en su situación desesperada, pero no solo la vio, sino que escuchó su aflicción.
Quizá llevas años orando por algo y piensas que el Señor no te escucha. Pero mira lo que dice la Palabra: “…copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos” (Ap 5:8b). Nuestras oraciones son olor fragante para Dios; Él escucha. Debemos descansar en Su soberanía y en Sus tiempos. Su respuesta puede ser un sí, un todavía no, o incluso un no. Pero si creemos que Su voluntad es la mejor, debemos descansar en Su respuesta, cualquiera que sea.

En este punto, la historia da un giro. “Agar llamó el nombre del SEÑOR que le había hablado: ‘Tú eres un Dios que ve’; porque dijo: ‘¿Estoy todavía con vida después de ver a Dios?’” (Gn 16:13). ¡Un Dios que ve! ¡Qué precioso! Ese es nuestro Dios: ¡Un Dios que te ve en medio de millones de seres humanos! Un Dios que se encuentra con nosotras en los momentos oscuros y difíciles.
Las circunstancias de Agar no cambiaron. Tuvo que regresar donde Sara y Abram, pero estoy segura de que no regresó igual, porque había tenido un encuentro con el Dios que nos ve. Él es El Roí, el Dios que me ve a mí, con mi pecado, mis defectos, con todo aquello que nadie más puede ver. Agar no era inocente del todo; dice el pasaje que al saber que estaba embarazada empezó a despreciar a su ama. Tenía un historial de culpa; pero, aun así, Dios la vio y la escuchó. Y hoy nos ve y nos escucha a ti y a mí.

Vistos en Cristo
Quizá tu vida ahora parece un desierto. Piensas que nadie te ve ni te escucha. Te sientes sola y quisieras poder huir. Quiero recordarte algo: Dios ya te vio, como hizo con Agar. La cruz así lo demuestra.
En Cristo tenemos lo que necesitamos. Él es el buen pastor que cuando estamos cansadas y sedientas, como Agar, nos da descanso. ¡Podemos ir a Él! Él es Aquel que prometió: “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20); el que dijo: “No se turbe su corazón ni tenga miedo” (Jn 14:27); el que nos dijo que nuestro Padre sabe de qué tenemos necesidad (Mt 6:8). En Cristo estamos bendecidas. En Él tenemos vida eterna. En Él tenemos la promesa de que nada nos puede separar de Su amor.
Agar solo conoció algo de Dios. ¡Nosotras conocemos la historia completa! El Dios que nos ve y nos escucha es el mismo que lo dio todo por nosotras. Tú puedes descansar en la verdad del evangelio. Sí, ahora puede haber sufrimiento y dolor, ahora puede haber lágrimas, ¡pero un día todo eso acabará gracias a Cristo! Un día toda lágrima será secada y el llanto se convertirá en risa. No mires las circunstancias, mira a Cristo. ¡Él te ve!
