[dropcap]E[/dropcap]sta es una era de consumo, una era de abundancia, una era de exceso. Al menos para quienes vivimos en el mundo desarrollado, es un tiempo de bufés a tenedor libre, de armarios del tamaño de una habitación, de banda ancha ilimitada y de interminables horas viendo televisión. Nuestras casas están tan atiborradas de cosas que hemos convertido el arriendo de guardamuebles en una próspera y creciente industria multimillonaria. Estamos rebosantes y sobrecargados e infelices.
Algunos han respondido con un nuevo énfasis en la austeridad y el minimalismo, en gastar lo menos posible y poseer solo lo básico y esencial. No obstante, tales esfuerzos nunca son fieles a su promesa y rara vez duran largo tiempo. El minimalismo rápidamente resulta ser un dios tan decepcionante y fatigoso como la abundancia.
Debe haber otra forma. Debe haber una mejor opción. Y, según Dios, ¡sí la hay! En una breve serie de artículos, he estado analizando 10 deberes de todo cristiano y ahora, en este contexto, nos volvemos al deber de la moderación.
Vanidad de vanidades
Salomón lo tenía todo. No hubo deseo que él no intentara perseguir, ni apetito que no intentara saciar. Hacia el final de su vida, recordó: «No les negué a mis ojos ningún deseo, ni privé a mi corazón de placer alguno. Mi corazón disfrutó de todos mis afanes. ¡Solo eso saqué de tanto afanarme!» (Eclesiastés 2:10). Él no se negó ninguna licencia carnal, pues se casó con cientos de mujeres y durmió con muchas otras. Era desmedidamente rico, tan fantásticamente acaudalado que incluso los lujos casi se devaluaron en su tiempo: «Hizo que en Jerusalén la plata fuera tan común y corriente como las piedras, y el cedro tan abundante como las higueras de la llanura» (2 Crónicas 9:27).
No obstante, desde el punto de vista de su vejez, él convertiría estas palabras en su constante estribillo: «Vanidad de vanidades. Todo es vanidad». Todo ese placer, todas aquellas posesiones, toda esa riqueza llegó a ser tan significativa como el polvo que arrastra el viento, tan duradera como el aliento sobre un espejo. Prometía satisfacción pero produjo vacío. Habría sido mucho mejor orar como Agur: «No me des pobreza ni riquezas, sino solo el pan de cada día. Porque teniendo mucho, podría desconocerte y decir: “¿Y quién es el Señor?”. Y teniendo poco, podría llegar a robar y deshonrar así el nombre de mi Dios» (Proverbios 30:8-9). Basta con lo necesario.
El permanecer en el justo medio entre los vicios del exceso y la austeridad es la virtud de la moderación. La moderación es una respuesta necesaria, un deber apropiado entre esos opuestos extremos. La moderación evita la antítesis de demasiado poco y demasiado, de austeridad y exceso, para hallar contentamiento dentro de límites apropiados. La moderación es el deber de todo cristiano.
La virtud de la moderación
La moderación es una virtud, pero solo cuando se expresa en un contexto adecuado: el contexto de las cosas que Dios ha declarado legítimas. En lo que respecta a asuntos de pecado e impiedad, Dios nos llama a total abstinencia: «Entre ustedes ni siquiera debe mencionarse la inmoralidad sexual, ni ninguna clase de impureza o de avaricia, porque eso no es propio del pueblo santo de Dios» (Efesios 5:3). Algunas cosas son tan atroces que debemos abstenernos totalmente de ellas y, de hecho, ni siquiera pensar o hablar de ellas: «Porque da vergüenza aun mencionar lo que los desobedientes hacen en secreto» (Efesios 5:12).
Pero no todo está prohibido, desde luego. Muchas cosas buenas son legítimas. Muchos placeres son agradables a Dios. Pero dado que vivimos en un mundo caído con un corazón pecaminoso, debemos aplicar la moderación con diligencia, porque el corazón humano es una fábrica de ídolos que transforma dones maravillosos en ídolos abominables. Incluso las cosas buenas se pueden convertir en cosas malas en manos de pecadores. Tim Keller dice que un ídolo «es cualquier cosa que para ti sea más importante que Dios, cualquier cosa que arrebate tu corazón e imaginación más que Dios, cualquier cosa que esperas que te dé lo que solo Dios puede dar». Los ídolos son cosas buenas que se han convertido en cosas primordiales. Y eso es malo.
La comida es un buen don de Dios que es realmente placentero. Es un gozo comer y un gozo experimentar nuestros gustos favoritos. Pero sin la virtud de la moderación, el comer puede tender rápidamente hacia el vicio de la glotonería. Con sus excesos, el glotón hace de la comida un ídolo. Puesto que siente que no puede satisfacerse con poco, come demasiado. Este pecado es endémico en el mundo occidental, donde, según algunas mediciones, dos de cada tres adultos son obesos. No obstante, la inmoderación puede llegar desde el lado contrario cuando somos demasiado selectivos en lo que comemos, cuando solo comemos para impulsar nuestro cuerpo, cuando rehusamos disfrutar de lo que Dios ha declarado bueno. Así como muchos buscan el gozo en comer demasiado, muchos otros buscan el gozo en comer demasiado poco.
Asimismo, el entretenimiento es un buen don de Dios que nos causa gran placer. Es causa de gozo ver una serie de televisión dramática, leer una novela vertiginosa, jugar un juego divertido. No obstante, sin la virtud de la moderación, tal entretenimiento puede desviarse hacia el vicio de la ociosidad. En el otro lado de la ecuación podemos rechazar completamente el entretenimiento o desdeñar a otros porque disfrutan de algo que es legítimo, como si a Dios le agradara más cuando su pueblo es totalmente adusto. Ya sea por demasiado entretenimiento o por muy poco, podemos caer fácilmente en el pecado.
En la comida, el entretenimiento, y cualquier otro ámbito que Dios nos invita a disfrutar, la moderación es una virtud que debemos procurar. Nos capacitamos para la moderación cuando examinamos el propósito mayor detrás de tales dones, porque ninguno de los dones de Dios carece de propósito. Si bien la comida tiene el propósito de darnos placer mediante la sensación de deliciosos sabores, también tiene el propósito de equiparnos para el trabajo al que Dios nos ha llamado. Así como demasiado poca comida nos priva de la fuerza que necesitamos para servir a Dios, demasiada comida nos priva de la salud que necesitamos. Aceptamos el don mediante la moderación, no el exceso ni la austeridad.
Asimismo, el entretenimiento pretende darnos placer al mirar, leer, y experimentar cosas que son interesantes, emocionantes, o simplemente distintas a nuestra vida cotidiana. Con todo, el entretenimiento no es el propósito de la vida, sino un medio para ayudarnos a relajarnos y recargarnos para que podamos cumplir de mejor forma nuestro propósito mayor y más elevado. Debemos entretenernos solo en la medida que nos ayude a regresar al trabajo que Dios nos ha dado.
Al mismo tiempo, en la comida, el entretenimiento, y cualquier otra área, reconocemos que en última instancia son medios por los que podemos glorificar a Dios. «En conclusión, ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios» (1 Corintios 10:31).
El deber de la moderación
La moderación es el deber del cristiano, pero, lo que es aun mejor, el gozo del cristiano. Encontramos que el exceso y la austeridad ofrecen la promesa del gozo pero invariablemente fallan en cumplirla. Cuando disfrutamos de los dones de Dios en las condiciones de Dios, entonces experimentamos los más altos placeres que podemos obtener antes del cielo. Dios es bueno al darnos placeres, pero incluso en tales placeres, el pecado siempre está al acecho. Respondemos a ese pecado y le damos muerte por medio del deber de la moderación.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en Challies.com.