El mundo no puede comprender que la fuerza procede de la debilidad, la ganancia de la pérdida, o el poder de la humildad. Los cristianos comprenden estas verdades muy lentamente, si es que lo hacen, porque estamos fuertemente influenciados por el pensamiento secular. Detengámonos y concentrémonos en lo que Jesús quiso decir cuando dijo que los humildes heredarían la tierra. ¿Entendemos lo que verdaderamente es la humildad? Piensa primero en lo que no es.
No es un temperamento naturalmente flemático. Conozco a una mujer que era tan flemática que nada parecía importarle. Un día, mientras le secaba los platos en su cocina, le pregunté dónde debía poner un plato de servir.
“Oh, no sé. Donde creas que sea un buen lugar”, fue su respuesta. Me preguntaba cómo se las arreglaba para encontrar las cosas si no había un lugar para cada cosa (y cada cosa en su lugar).
La humildad no es indecisión o pereza, o fragilidad femenina o sentimentalismo desbordado, o indiferencia o neutralidad afable.

Definitivamente, la humildad no es debilidad. ¿Recuerdas quién fue el hombre más humilde del Antiguo Testamento? ¡Moisés! (ver Nm 12:3). Mi imagen mental de él no es la de un hombre débil. En esa imagen está la escultura y la pintura de Miguel Ángel y las descripciones bíblicas. Piensa en él asesinando al egipcio, rompiendo las tablas de los mandamientos, moliendo el becerro de oro hasta convertirlo en polvo, esparciéndolo sobre el agua y haciendo que los israelitas la beban. Ni un indicio de debilidad allí, ni en David, quien escribió: “Dirige a los humildes en la justicia” (Sal 25:9), ni en Isaías, que escribió: “Y los necesitados de la humanidad se regocijarán en el Santo de Israel” (Is 29:19).
El Señor Jesús era el Cordero de Dios, y cuando pensamos en corderos pensamos en mansedumbre (y tal vez debilidad), pero también era el León de Judá, y dijo: “Yo soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29). Él nos dijo que podemos encontrar descanso para nuestras almas si venimos a Él, tomamos Su yugo y aprendemos. Lo que debemos aprender es la humildad o mansedumbre. No es algo natural para ninguno de nosotros.

La humildad es la cualidad de dejarse enseñar “Enseña a los humildes su camino” (Sal 25:9). Es la disposición a mostrarse, que incluye la disposición a entregar mis nociones fijas, mis objeciones y los “qué pasaría si” o los “pero qué tal si”, mis certezas sobre la rectitud de lo que siempre he hecho, pensado o dicho. Es el niño que con alegría dice “¡Muéstrame! ¿Es este el camino? Por favor, ayúdame”. No lograremos entrar al reino sin ser como niños, esa simple voluntad de querer ser enseñados, corregidos y ayudados. “Reciban ustedes con humildad la palabra implantada, que es poderosa para salvar sus almas” (Stg 1:21). La mansedumbre es una cualidad explícitamente espiritual, un fruto del Espíritu, que es aprendido, no heredado. Se muestra en el tipo de atención que prestamos los unos a los otros, el tono de voz que usamos, la expresión facial.
Un fin de semana hablé sobre este tema en Atlanta, y el fin de semana siguiente hablaría de nuevo en Filadelfia. Como sucede muy a menudo, fui dolorosamente probada en ese mismo punto en los pocos días entre las dos charlas. Esa dolorosa prueba fue mi oportunidad de ser enseñada, cambiada y ayudada. Al mismo tiempo, me sentí fuertemente tentada a dar pie a lo opuesto a la humildad: el resentimiento. Alguien me había lastimado. ¡Él/ella era quien necesitaba ser cambiado! Sentí que no me entendieron, me trataron injustamente y me reprendieron indebidamente. Aunque logré mantener la boca cerrada, tanto el Señor como yo sabíamos que mis pensamientos no brotaban de una profundidad de bondad amorosa y santa caridad. Quería reivindicarme ante el ofensor. Esa fue una revelación de lo poco que sabía acerca de la humildad.

El Espíritu de Dios me recordó que fue Él quien había provisto esta misma cosa para traer esta lección de humildad que no podría aprender en ningún otro lugar. Literalmente me estaba poniendo frente a la situación: ¿escogería, aquí y ahora, aprender de Él, aprender Su humildad? Él fue despreciado, desechado, insultado, herido, molido, oprimido y afligido, pero no abrió Su boca. ¿Qué fue mi pequeño incidente en comparación con el sufrimiento de mi Señor? Me recordó la disposición de Jesús no solo de comer con Judas, que pronto lo traicionaría, sino también de arrodillarse ante él y lavarle los pies sucios. Me mostró la mirada que el Señor le dirigió a Pedro cuando lo había negado tres veces: una mirada de amor y perdón inefables, una mirada de humildad que superó la cobardía y el egoísmo de Pedro y lo llevó al arrepentimiento. Pensé en Su humildad mientras colgaba clavado en la cruz, incluso orando en Su agonía por el perdón de Su Padre hacia Sus asesinos. Allí no había veneno ni amargura, solo la prueba final de un amor sublime e invencible.

Pero, ¿cómo podré, yo, que no nací con el más mínimo indicio de esa cualidad, yo que amo la victoria por medio de la discusión y el desprecio, aprender alguna vez esa santa humildad? El profeta Sofonías nos dice que lo busquemos (Sofonías 2:3). Debemos andar (vivir) en el Espíritu, no complaciendo los deseos de la naturaleza pecaminosa (por ejemplo, mi deseo de responder, de ofrecer excusas y acusaciones, mi deseo de mostrar la culpa del otro en lugar de mostrar la mía). Debemos “revestirnos” (Col 3:12) de humildad, ponérnosla como una vestidura. Esto implica una elección explícita: seré humilde. No me enojaré, no tomaré represalias, no guardaré rencor.
Una mirada fija en Jesús en lugar de la ofensa hace una gran diferencia. Tratar de ver las cosas a la luz de Cristo cambia el aspecto por completo.

En El progreso del peregrino, Prudencia le pregunta a Cristiano en el palacio llamado Hermoso: “¿Te acuerdas cuáles son los medios por los cuales en esas ocasiones vences tales molestias?”
“¡Oh, sí!”, dice Cristiano, “Cuando medito en lo que vi y me pasó al pie de la cruz… entonces parece como que desaparecen esas cosas que tanto me molestan”.
El mensaje de la cruz es locura para el mundo y para todos aquellos cuyo pensamiento es todavía mundano. Pero, “la necedad de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1Co 1:25). La mansedumbre de Jesús era una fuerza más irresistible que cualquier fuerza en la tierra. “Les ruego por la mansedumbre (humildad) y la benignidad de Cristo”, escribió el gran apóstol, “pues aunque andamos en la carne, no luchamos según la carne. Porque las armas de nuestra contienda no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas” (2Co 10:1, 3-4). El arma de la humildad y la mansedumbre contrarresta toda enemistad, dice el autor Dietrich Von Hildebrand, ofreciendo un corazón sin protección.

¿No es esta la simple explicación de por qué estamos tan cargados, tan cansados, tan sobrecargados, confundidos y amargados? Arrastramos cargas tan prodigiosas de resentimiento y autoafirmación. ¿No deberíamos más bien aceptar de inmediato la invitación amorosa: “Vengan a Mí. Tomen Mi yugo. Aprendan de Mí —Yo soy apacible, manso y humilde, bondadoso—. Yo les daré descanso” (Mt 11:28-29, parafraseado)?
Libro: Aquieta tu corazón
Autor: Elisabeth Elliot
Páginas: 122 – 126